Dios está más interesado en lo que estamos llegando a ser que en lo que estamos ganando para él.

Todos anhelamos tener éxito en nuestras empresas. Todo paciente que he atendido, todo amigo que he tenido, todo colega con quien me he asociado desean tener éxito. Algunos pastores, profundamente espirituales, desean experimentar el éxito también; quieren sentir que las horas invertidas en la predicación y en la obra pastoral darán como resultado frutos abundantes para el reino de Dios.

Nadie quiere que su vida sea un desperdicio; pero frente a esta realidad surgen una serie de cuestiones ¿Cómo deberíamos actuar en nuestro afán de tener éxito? ¿De qué modo nuestra necesidad de éxito va en contra de los propósitos de Dios? ¿Qué discrepancias hay entre nuestros deseos de tener éxito y los planes de Dios para nuestra vida?

Vamos a enfrentar francamente la cuestión. El éxito no es lo único que debemos considerar en la vida. En algunos casos puede ser sumamente arriesgado, como lo veremos más adelante. En otros es sólo ilusorio. Y todavía está el riesgo de que logremos construir una gigantesca catedral o cumplir una gran misión, y perder a la familia en el intento. ¿Es eso realmente lo que Dios quiere?

Seamos equilibrados

Cuando examinamos nuestra preocupación por alcanzar el éxito, surgen dos preguntas y ambas nos molestan. La primera es: ¿Cuándo alcanza alguien el éxito de acuerdo con los planes y los propósitos de Dios? Segunda pregunta: ¿Qué es el éxito realmente? ¿Dirigir una iglesia de cien miembros o pastorear una de mil? ¿Alcanzar los objetivos y los blancos propuestos?

Comenzaremos por la segunda pregunta. Si usted se la dirigiera a un grupo promedio de pastores, con toda seguridad recibiría una gran variedad de respuestas; no hay un concepto universal acerca de lo que significa ser una persona de éxito, ya se trate de un hombre de negocios, un abogado, un profesor o un pastor.

Mi hermano menor abandonó pronto los estudios y se lanzó al mundo de los negocios. Competíamos sanamente por el crecimiento, y en los primeros años de nuestra vida adulta hacíamos bromas acerca de cuál de los dos alcanzaría el éxito primero. Un día le pedí que me dijera qué era el éxito para él, y me respondió: “Ser millonario antes de los 45 años” Insistí preguntándole si eso lo haría verdaderamente feliz. “Sí”, me contestó. Recuerdo perfectamente el día cuando cumplió 45 años. Le recordé lo que me había dicho tiempo atrás, y le pregunté si creía haber alcanzado el éxito. “No”, me respondió, “no seré feliz hasta que alcance el segundo millón”

Éste es el problema con el éxito: su significado es relativo. Se puede parecer a un espejismo que se desvanece en cuanto nos acercamos a él; y eso es tan cierto en la obra pastoral como en cualquier otra actividad.

El evangelio del éxito

Consideremos ahora la primera pregunta. ¿Qué significa ser una persona de éxito de acuerdo con los principios del Reino de los cielos? La mayoría de los evangélicos que conozco se inclina hacia el éxito La motivación que los impulsa para alcanzarlo generalmente es buena. Dicen que quieren hacer lo mejor posible para promover el Reino de Dios. Si son empresarios y luchan por el éxito, es porque quieren que prospere el negocio del Reino.

Debo confesar que mis sentimientos son parecidos con respecto a mi trabajo. Cuando escribo un libro, por ejemplo, no dejo de pensar en el éxito de venta que va a alcanzar. Por supuesto que lo deseo, y eso me impele a hacer lo mejor posible. Pero, ¿es ésa toda mi motivación? No. Pero sería deshonesto si negara mi interés en los beneficios financieros de un autor; después de todo, esto es lo que hago para ganarme la vida.

Y esto nos lleva al importantísimo asunto de determinar si Dios bendice nuestra carrera hacia el éxito. Si yo siento -y espero que así sea- que lo que ofrezco en mis escritos puede ayudar a la gente, entonces mi deseo de alcanzar el éxito es saludable. Si, en cambio, mi motivo es amasar una fortuna, apoyar mi ego o reparar mi despedazada estima propia, mi “evangelio del éxito” necesita de una urgente revisión.

En una reciente presentación del famoso programa de televisión 60 minutos, su presentador, Morley Safer, se refirió al fenómeno de los seminarios de motivación que se están llevando a cabo por todas partes. Al notar cuán interesados estamos en el crecimiento personal -que es otra manera de ver cómo podemos alcanzar más éxito que los demás-, los dirigentes de esos seminarios visitan un país tras otro para divulgar sus propias fórmulas del éxito. Los empresarios y los industriales envían a sus empleados para que participen de esos seminarios a fin de que aprendan cómo se puede alcanzar más éxito en sus respectivas tareas.

En los Estados Unidos, cualquiera de los conferenciantes de esos seminarios, aunque su fama sea modesta, puede cobrar honorarios de hasta 20 mil dólares por conferencia en el caso de los ex atletas, y 200 mil dólares si se trata de un ex gerente general. Morley entrevistó a algunos de esos tan bien remunerados oradores, y todos ellos admitieron que los consejos que les daban a sus vastos auditorios son muy sencillos, y se basan en el sentido común; no hay secretos para el éxito. Le guste o no a la gente, el éxito tiene un solo ingrediente esencial: trabajo intenso. Lamentablemente, para muchos ese es un precio demasiado alto.

Tres clases

Pero la motivación es sólo una de las piezas del rompecabezas. El mundo cristiano también tiene sus estrellas, individuos que salieron de las cenizas y a quienes idealizamos e idolatramos como personas de éxito. Músicos, predicadores y evangelistas, por mencionar sólo a unos pocos, reciben nuestra alabanza de la misma manera que el mundo secular exalta a los astros y las estrellas del cine, y a ciertos hombres de negocios. Además de definir cuál es su motivación, usted necesita corregir su comprensión de lo que es el éxito. Al pensar en este tema, creo que existen tres clases de éxito.

En primer lugar, creo que hay un éxito que se alcanza como consecuencia de buenas coincidencias. Usted se encuentra en el lugar adecuado, en el momento adecuado, con las ideas adecuadas y ¡listo! Usted pasa a ser una persona de éxito. Puede ser la buena suerte de escribir un librito acerca de un texto de la Biblia, o algún otro truco que atraiga a la gente. Esa clase de éxito es el resultado de una afortunada coincidencia de circunstancias; es raro y casi siempre imprevisible.

El segundo tipo de éxito es el que se logra sólo mediante grandes esfuerzos humanos. Es el tipo de éxito al que me referí cuando mencione que los conferenciantes de autoayuda dicen que no existe secreto para el éxito, excepto tres ingredientes: trabajo duro, trabajo duro, trabajo duro. Esa forma de éxito está al alcance de todos los que están dispuestos a trabajar intensamente; si su actitud es correcta y usted trabaja sin reparos, es casi seguro que conseguirá algún éxito, no importa lo que haga.

Muchas iglesias grandes y muchos logros misioneros se consiguen de esta manera: por medio de habilidades y esfuerzos humanos, aunque a los dirigentes no les guste creer que esto es así. No estoy sugiriendo que haya algo malo en esto, pero tenga mucho cuidado para no atribuir a la bendición de Dios todo informe de éxito que llegue a su conocimiento; no todo lo grande está necesariamente dirigido por Dios. Dicho de otra manera: no todos los que han logrado el éxito, incluso en el ministerio cristiano, lo han hecho con el poder y la bendición de Dios. El Reino se puede beneficiar de alguna manera, pero no siempre el Señor aprueba los medios y las motivaciones de dichos éxitos.

Finalmente, el tercer tipo de éxito es el que se logra porque Dios dirige las cosas. Tiene poco que ver con la superioridad de nuestras facultades, con nuestra personalidad o con nuestro intelecto. Dios es quien da al crecimiento, y todo lo que usted puede hacer es sorprenderse de que lo haya escogido como su instrumento. Ese éxito no es la consecuencia del sudor y la sangre del hombre, sino del hecho de que la motivación y la pasión del siervo de Dios estuvieron en tal consonancia con el corazón del Señor que recibieron la bendición del Espíritu Santo.

No quiero ser cínico, pero la verdad es que no toda historia de éxito se puede incluir en esta categoría. Cuando los pastores se caen de su pedestal después de haberse dedicado en secreto y por años al mal, aunque se los considere pastores de éxito, resulta demasiado obvio que sus logros no se alcanzaron por el poder de Dios sino, probablemente, gracias al carisma y a los esfuerzos humanos.

LOS RIESGOS

Esto nos lleva a la pregunta inicial, en relación con cuán peligroso puede ser el éxito. Steven Berglas, psicólogo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard, hizo un estudio al respecto y formuló advertencias acerca del éxito. En una entrevista concedida a Richard Behar para la revista Time (del 4 de noviembre de 1991), advierte que justamente cuando ciertas personas parecen haber conseguido todo lo que querían, su reino se puede desmoronar. Son, según Berglas, víctimas de un síndrome que ni siquiera la mayor cuenta bancaria podría curar.

Los individuos que tienen mucho éxito corren, según Berglas, cuatro riesgos: El primero es el de la arrogancia. “Yo tengo más éxito que tú, de modo que no me vengas a enseñar nada”, dicen. Esa actitud los lleva al segundo riesgo: la soledad. Se alejan de los viejos amigos y de aquello en lo que antes se apoyaban. Al apegarse a los objetos, avanzan hacia el siguiente riesgo: la necesidad de la aventura permanente, que llega a ser un círculo vicioso porque siempre están comenzando nuevas aventuras, pues los triunfos de antaño son monótonos y molestos. Finalmente está el riesgo del adulterio; ninguna otra gratificación es más placentera.

Aunque Berglas estaba hablando del mundo secular, la preocupación es exactamente la misma cuando nos referimos a los líderes de mucho éxito en nuestro mundo cristiano, que terminan cayendo de sus respectivos pedestales. No creo que sea necesario dar ejemplos, pues todos conocemos muchos de ellos. Quiero, sin embargo, dar esta advertencia: sea cuidadoso con respecto a sus motivos y vulnerabilidades antes de pedir que Dios lo ayude a ser una persona de mucho éxito: es posible que usted no esté hecho del material que se necesita para sobrevivir a las tormentas.

Un éxito planificado

¿Puede alguien decidir intencionalmente alcanzar el éxito en el reino de Dios? ¿Puede alguien motivarse al punto de garantizar que Dios le dará el éxito? Tengo serias dudas al respecto; creo que el Señor tiene otra manera de brindar el éxito (bendición sería una palabra más adecuada), y lo da sólo a los que lo pueden experimentar sin caer en la vanidad.

Lo digo porque creo que Dios quiere nuestra obediencia y fidelidad antes que nuestro servicio; tiene más interés en lo que nos estamos convirtiendo que en lo que estamos haciendo para él. En un último análisis, Dios no está tan preocupado por el éxito de nuestras empresas, sino por la pureza de nuestros actos (Job 23:10). Además, el éxito, en términos humanos, se tiende a ver como un ingrediente más en el proceso de la santificación. En la mejor de las hipótesis deberíamos considerar el éxito como una dádiva divina, y no como un algo que tengamos derecho a reclamar.

Nuestro único motivo y pasión debe ser servir a Dios con nuestras mejores habilidades, sin pensar en las recompensas y los beneficios que nos podría acarrear nuestra reputación, o aferrarnos a alguna profunda e inconsciente necesidad de autoafirmación y de triunfo. Nuestra satisfacción debe ser cumplir su voluntad; si él va a permitir el crecimiento o no, es un asunto de su total y entera competencia.

En verdad, nunca podremos ver la totalidad del verdadero éxito de nuestra labor. Si Abraham y toda la hueste de santos de la Biblia no pudieron disfrutar en vida el cumplimiento de todas las bendiciones que Dios les prometió, ¿quiénes somos nosotros para esperar ver todas las evidencias del éxito de este lado del cielo? (Heb. 11:13).

La teología del éxito

Todos nosotros necesitamos repasar cuidadosamente nuestra “teología del éxito”. Eso no se hace durante los años pasados en el seminario. Desgraciadamente, no se ha desafiado a muchos líderes cristianos a pensar en esto durante su preparación; en realidad, la mayor parte de nosotros no nos enfrentamos con esa deficiencia hasta que recibimos la primera desilusión en el afán de ganar les a los colegas en la conquista de algo notable.

El espacio de que dispongo no me permite presentar con más detalle un bosquejo de una teología del éxito, suponiendo que tuviera la capacidad teológica para hacerlo. Me limitaré, eso sí, a presentar unos pocos de los importantes elementos que debería abarcar esa teología: Debe tener como foco central la fidelidad. “Bien, buen siervo y fiel” (Mat. 25:21). Por ejemplo, el pastor que se mantiene fuerte y diligente al trabajar en un ambiente difícil y en medio de la oposición, está más próximo a la fórmula divina del éxito que el que consigue fácilmente reunir grandes multitudes.

Una teología correcta del éxito debe enseñar a evitar todas las formas de competencia. Aunque mundo de los negocios prospere al crear una actitud competitiva entre los que participan, y aunque usted goce al participar de una competencia deportiva, Dios nunca nos bendice cuando somos indulgentes con este asunto en su obra. La competencia implica que alguien debe perder; cualquier promoción que ponga a una iglesia en contra de otra y a un pastor en contra de otro, no tiene la aprobación de Dios. Desgraciadamente, algunas estrategias relacionadas con el crecimiento de la iglesia dificultan el progreso del Reino porque se fundan en el principio de la competencia entre pastores y entre miembros de las congregaciones.

Del mismo modo que usted no puede tener una teología de la salud sin una teología de la enfermedad, es imposible tener una teología del éxito sin una referente al fracaso. Dios trabaja tanto con nuestras fallas y desilusiones como con nuestras conquistas y nuestro éxito; los propósitos del Señor se cumplen tanto por medio de nuestros chascos y fracasos, como por el éxito que alcanzamos. Las fallas y las desilusiones promueven más el desarrollo del carácter que el éxito mismo; éste es un tema tan importante que merece otro artículo.

Para el líder y pastor cristiano la lucha por el éxito puede ser frustrante. Las trampas y las tentaciones son muchas y muy sutiles. Nuestra cultura pone tanto énfasis en las cosas materiales y la necesidad del éxito personal para definir a alguien, que resulta fácil pensar en el éxito traduciéndolo en números, dinero, posesiones, prestigio y poder. Deberíamos tratar de tener éxito en esas cualidades de la naturaleza humana que tienen mayor valor: la honestidad, la caridad, la paciencia, la espiritualidad y tantas otras cosas que contribuyen a la formación de un carácter sólido.

Sobre el autor: Doctor en Filosofía, Profesor de Psicología en el Seminario Teológico Fuller, Pasadena, California, Estados Unidos