En muchas iglesias, el pastor se sienta en su trono como si fuera Herodes. La gran tentación que debe evitar es intentar sentarse en el trono del Rey de reyes.

Tengo un problema de soberaII nía. Por la mañana, estudio la f í Palabra de Dios, que me dice con toda claridad que Dios es el Señor de todas las cosas. Confieso su soberanía, doblo mis rodillas ante él y le someto todos mis dominios (¡como si tuviera alguno!).

Pero, en el transcurso del día, comienzo a anexar territorios; tal vez, una aldea por aquí y una casa por allá… Incluso pretendo dominar un país o dos. No se trata ni de invasión ni de revolución, por supuesto: se trata sólo de discretas y sutiles incursiones en el ámbito de la soberanía de Dios. Esos movimientos pueden conducir, por supuesto, a algo más: penetrar agresivamente en la ciudadela de Dios, para plantar el violento estandarte de mi propio dominio donde sólo debería erguirse la insignia del Rey.

A esto le llamo yo “la tentación del predicador”.

¿Pecado de omisión?

En Hechos 12:19-24 se relata que Herodes (Agripa I) tuvo un problema de soberanía. No se trataba de que alguna tribu bárbara estuviera royendo su territorio en el sur, o que los romanos lo tuvieran amenazado de cercenarle su autoridad. Tenía el mismo problema de soberanía que usted y yo tenemos, como pastores: puesto que él ostentaba el título de “rey” (para el caso, podría ser “pastor”, “líder”, “anciano”, “presidente”, “decano”, “padre” o “madre”), creyó que realmente lo era.

Había mantenido discusiones con la gente de Tiro y de Sidón, pero, entonces, éstos se unieron y le pidieron una audiencia. Después de asegurarse la colaboración de Blasto, un siervo de confianza del Rey, le pidieron terminar con el antagonismo, porque dependían del territorio del Rey para su abastecimiento.

Los hambrientos ciudadanos de Tiro y de Sidón se habían hastiado del conflicto que mantenían con Herodes. Por eso, procuraron la mediación de Blasto, y se hicieron los arreglos para una sesión de conciliación. Pero, como conocían a Herodes, recurrieron a la modalidad de “las reverencias y la adulación”.

Llegó el día de la sesión de conciliación: “Y un día señalado, Herodes, vestido de ropas reales, se sentó en el tribunal y les arengó” (vers. 21). El discurso de Herodes -su sermón, digamos fue objeto de mucha alabanza. Los representantes de Tiro y de Sidón exclamaron: “¡Voz de Dios, y no de hombre!” (vers. 22). Herodes no discutió esta declaración, y la respuesta divina fue instantánea y devastadora: “Al momento, un ángel del Señor le hirió, por cuanto no dio la gloria a Dios; y expiró comido de gusanos” (vers. 23).[1]

Resulta curioso constatar que Herodes fue castigado como resultado de un pecado de omisión, al no darle la gloria a Dios. En efecto, se podría argumentar que esa sentencia recayó sobre él no por su propio pecado, sino por el de otros: la gente de Tiro y de Sidón, que le tributó una alabanza blasfema. Herodes debe de haber cometido muchos pecados de comisión. ¿No les dio muerte, acaso, innecesariamente a muchas personas? ¿No abusó de su poder y de su autoridad al maltratar a sus súbditos? Y, con respecto al hecho que estamos analizando, ¿no es, acaso, el matar de hambre a los ciudadanos de Tiro y de Sidón -o, al menos, la amenaza de hacerlo- algo reprobable? ¿Por qué este pecado de omisión es tan importante, el pecado de no darle gloria a Dios? Desde un punto de vista meramente humano, se trataría de un crimen sin víctimas.

Otros ejemplos

Puede ser de ayuda enterarse de que, en Hechos, aparecen otras personas que fueron fulminadas porque no tuvieron en cuenta a Dios. Ananías y Safira murieron porque le mintieron “al Espíritu Santo” (Hech. 5:3); es decir, no le mintieron a los hombres “sino a Dios” (vers. 4), y tentaron al Espíritu del Señor (vers. 9). Herodes comparte una falla con estas dos personas que también fueron fulminadas: no tomó en cuenta al Señor. Su muda reacción sólo podría ser apropiada si el Dios del cielo no existiera.

De manera similar, la historia de Simón el Mago, de Hechos 8:9-25, preludia el informe acerca de la muerte de Herodes. “A éste oían atentamente todos, desde el más pequeño hasta el más grande, diciendo: Este es el gran poder de Dios” (vers. 10). Aparentemente, el mismo Simón contrarrestó esta opinión al bautizarse y aceptar “el evangelio del reino de Dios y el nombre de Jesucristo” (vers. 12). Sin embargo, Pedro pronunció un juicio en contra de Simón (“Tu dinero perezca contigo” [vers. 20]) cuando Simón intentó “adquirir” el Espíritu Santo; un intento que puso en evidencia su ansia de seguir recibiendo alabanzas blasfemas (vers. 20-23).

Junto con la historia de Ananías y Safira, y la de Simón el Mago, la muerte de Herodes ilustra el error de no darle a Dios el lugar que le corresponde como nuestro Señor. Si examinamos los temas del libro de Hechos, se puede deducir firmemente que Lucas, el autor, considera que éste no es un pecado de menor cuantía, sino que es el peor de todos.

El contraste

Si aparecen en Hechos algunos que obraron en forma parecida a Herodes, figuran también los que lo hicieron en forma diferente: los verdaderos seguidores de Cristo. En Hechos 4, Pedro y Juan aparecen detenidos y llevados ante el concilio como consecuencia de haber sanado a un pordiosero paralítico. Una vez liberados, regresaron con los otros cristianos y les informaron acerca de lo ocurrido. A esto, le siguió una reunión de oración.

“Soberano Señor -dijeron-, tú eres el Dios que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos hay” (vers. 24). La oración se refiere al hecho de que los gentiles, los reyes, los dirigentes, Herodes (Antipas) y Pondo Pilato procuraron ejercer su propia soberanía al ejecutar a Jesús. Pero, más allá de las maquinaciones humanas, la comunidad cristiana presenció la soberanía de Dios. En efecto, todos éstos sólo hicieron ‘cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera” (vers. 28). Terminaron su oración rogándole a Dios que interviniera para que se difunda la historia de Jesús. Y ‘cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la Palabra de Dios” (vers. 31).

Otra historia, que en la intención de Lucas debía contrarrestar a la de Herodes, también nos ayuda a aplicar esta extraña narración. En Listra, Pablo sanó a un paralítico, y los ciudadanos del lugar reaccionaron clamando: “Dioses bajo la semejanza de hombres han descendido a nosotros” (Hech. 14:11).

Convencidos de que habían experimentado una teofanía (en las que los dioses aparecían como humanos), descartaron la oportunidad de enterarse acerca de la encamación (cuando Dios en efecto apareció como un ser humano). A Bernabé le pusieron por nombre Júpiter [Zeus], y a Pablo, Mercurio [Hermes] (“porque éste era el que llevaba la palabra” [vers. 12]). Un servicio de adoración completo, con sacrificios de animales incluso, fue puesto en ejecución por los sacerdotes de Zeus. No se necesita mucha imaginación para percibir la tentación que deben de haber experimentado Pablo y Bernabé; a saber, aceptar estos honores equivocados… en aras de la rápida difusión del evangelio, por cierto. Pero ellos no cedieron.

Las referencias de estos casos a la primera historia sobre la muerte de Herodes son claras: en esta ocasión, los habitantes de una ciudad reaccionaron en forma blasfema ante meros seres humanos y, con su culto falso, alabaron al orador. Por otro lado, la reacción de Pablo y de Bernabé no podría haber sido más opuesta a la de Herodes: mientras que éste aceptó la alabanza blasfema de los ciudadanos de Tiro y de Sidón, Pablo y Bernabé pusieron en evidencia su desagrado al rasgar sus vestidos y acercarse a la multitud, mientras clamaban: ‘Nosotros también somos hombres semejantes a vosotros’ (vers. 15).

Al rechazar ese culto blasfemo con todos los decibeles de los que podían disponer, proclamaron a voz en cuello el mensaje de la soberanía de Dios: “Os anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar, y todo lo que en ellos hay” (vers. 15).

La tentación del predicador

Una vez más, los paralelismos son claros: el éxito en la misión (y en la vida) se fundamenta en el reconocimiento de la soberanía de Dios. Detrás de toda fuerza política vemos la mano de Dios. Al operar en la misión mediante nuestras débiles fuerzas -sin consecuencias por sí mismas-, colaboramos con las eficaces operaciones de Dios. Él es soberano. Lo que aparece en el ámbito humano como fracaso, se lo puede reconstituir, en Dios, como pleno éxito. Nuestra principal tarea no es alcanzar el éxito; nuestro primer deber, y el más importante, es alabar a Dios y reconocer su soberanía.

El contraste entre los resultados de reconocer la soberanía de Dios e ignorarla aparece claramente en la conclusión de la historia de Herodes: “Pero la Palabra del Señor crecía y se multiplicaba” (Hech. 12:24). Herodes murió porque ignoró la soberanía de Dios; la comunidad cristiana progresaba porque la reconocía.[2]

En muchas iglesias, el pastor se sienta en un trono muy parecido al de Herodes. El problema de la soberanía, y todo lo que ello implica, es la tentación del pastor. Su congregación lo adula en la puerta de la iglesia: “¡Qué sermón, Herodes! ¡Qué doctrina tan importante! ¡No fue sólo un mensaje humano, fue divino!” ¿Qué pasaría si el pastor decidiera no reaccionar ante esto y, en cambio, resolviera anexarse parte del territorio del Rey de reyes?

Aunque no creo que Lucas haya incluido la historia de Herodes para infundir miedo en los corazones de los pastores cristianos, los problemas de soberanía, como los de Herodes, pueden ser fatales. Los predicadores, que cosechamos aplausos cada semana por las palabras que pronunciamos, tenemos la especial necesidad de ceder nuestro dominio ante el Soberano Señor. Junto con los cristianos primitivos, debemos orar y vivir estas sagradas palabras: “Soberano Señor” (Hech. 4:24).

Sobre el autor: Ph.D., decano del Seminario Teológico Adventista de la Universidad Andrews, Berrien Springs, Michigan, Estados Unidos.


Referencias:

[1]  Josefo presenta un informe alternativo de este hecho en Antigüedades judaicas 19, 343-352.

[2] 2 Por supuesto que no concuerdo con David John Williams, que descarta la historia de la muerte de Herodes diciendo que es ‘una especie de nota de pie de página de la sección previa, y no le añade nada al tema central de la narración, sino que es, más bien, una referencia a la historia secular’ (’Acts’, Good News Commentary (San Francisco: Harpers & Row, 19851, p. 205). Yo diría, en cambio, que desarrolla en forma emocionante ‘temas referentes a la soberanía’, que desempeñan un papel central en la narración del libro de Hechos.