Las siguientes palabras del salmista son significativas y plenas de sentido: “Adorad a Jehová en la hermosura de la santidad” (Sal. 96:9). ¿Qué es la adoración? Es algo más que una práctica externa. No es culto a menos que vaya acompañado por una experiencia interior. La relación personal entre Dios y el hombre es realmente la parte más santa de la personalidad humana. El verdadero culto es la experiencia más dinámica y creadora a la cual tiene acceso el hombre. El ministro del Evangelio está cumpliendo con su función más elevada cuando, como director del culto, dirige el espíritu humano hacia Dios, posibilitando a los jóvenes y a los ancianos la adquisición de una conciencia del Eterno. En el centro mismo del culto hay una necesidad —la necesidad de Dios—. Meditemos en esta declaración: “En la obra de Dios no hay ninguna cosa que sea tan necesaria como los resultados prácticos de la comunión con Dios” (Testimonies, tomo 6, pág. 47). En Testimonies, tomo 9, pág. 143, se contrastan dos clases definidas de culto: “Nunca podrán exponerse con suficiente fuerza los males del culto formal, y no hay palabras para mostrar debidamente las profundas bendiciones del culto genuino“.
¡Cuánto necesitan nuestras congregaciones la experiencia del culto genuino! Jesús dijo: “Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Juan 4:23). ¡Qué pensamiento anonadador! Dios en busca de adoradores —de quienes le adoren en espíritu y en verdad.
Como pueblo ponemos énfasis en la obra y en el servicio, y eso está bien. Expresiones como “la terminación de la obra” son familiares para cada adventista. Nos especializamos en preparar a nuestra congregación para que trabaje, y acostumbramos cantar: “Trabajad, trabajad, en la viña del Señor”. Sí, somos capaces de preparar a nuestras congregaciones en el arle de trabajar; pero, ¿las estamos guiando en el arte de la adoración? Verdaderamente, hay una gran obra que debe ser hecha, pero también hay un gran Dios a quien debe adorarse. Es muy posible que el trabajo por el Señor nos pueda estar alejando del Señor del trabajo. En el centro mismo del mensaje final de Dios hay un llamado a la adoración. (Apoc. 14:7). Sea que pongamos el énfasis en la doctrina, en los preceptos, en las profecías, o en la promoción de las actividades, cada característica de nuestro mensaje debería conducir a los miembros hacia la adoración “del que hizo el cielo, y la tierra”. James Moffatt declara una verdad llena de desafíos cuando dice:
“Ninguna característica de una iglesia tiene más importancia que su culto. Cuando los hombres y las mujeres adoran juntos, el rasgo distintivo de su comunión religiosa encuentra una expresión especial. En su alabanza común, en sus oraciones, en las acciones y las palabras de los servicios de su iglesia, las convicciones vivientes de su fe se manifiestan aun más distintamente que en sus credos. De hecho, sus formas y métodos de adoración, hasta donde son adecuados, expresan el espíritu de su credo; las características vitales de lo que ellos creen que es su comunión con Dios no son manifestadas tan vívidamente en ninguna fórmula, por muy necesaria que sea, tan bien como en los diferentes servicios de culto que ofrecen a él a través de los ritos y aun en las ceremonias más simples. Lo que hacen o lo que dejan de hacer en el culto, tanto privado como público, es invariablemente significativo. A medida que un movimiento religioso adquiere fuerza en la historia, hasta los himnos y las oraciones en los cuales participan los adherentes y mediante los cuales elevan sus corazones, forman una confesión lírica y auténtica de su fe distintiva en el Dios con quien se relacionan” (Christian Worship, pág. 119).
CÓMO HACER SIGNIFICATIVO EL SERVICIO DE CULTO
Los verdaderos cristianos siempre adorarán, ¿pero cómo podemos obtener lo mejor posible de nuestros servicios de cultos? ¿qué podemos hacer para tornarlos más significativos? En un servicio regular de culto entran muchas características, tales como los himnos, las oraciones, la predicación, el estudio de la Biblia, los testimonios, etc. Pero hay otras cosas que también son importantes. ¿Y qué podemos decir acerca del silencio y la meditación? La mayor de todas las experiencias tal vez consista en enseñar a la congregación a estarse queda y a saber que Dios es Dios.
“Si algunos tienen que esperar algunos minutos antes de que empiece la reunión, conserven un verdadero espíritu de devoción meditando silenciosamente, manteniendo el corazón elevado hacia Dios, a fin de que el servicio sea de beneficio especial para su propio corazón y conduzca a la convicción y conversión de otras almas. Deben recordar que los mensajeros celestiales están en la casa. Todos hemos perdido mucha dulce comunión con Dios por nuestra inquietud, por no fomentar los momentos de reflexión y oración… Si cuando la gente entra en la casa de culto tiene verdadera reverencia por el Señor y recuerda que está en su presencia, habrá una suave elocuencia en el silencio” (Joyas de los Testimonios, tomo 2, pág. 194).
“Al manifestar reverencia por nuestra actitud y conducta, se profundiza en nosotros el sentimiento de la espera” (Profetas y Reyes, pág. 34).
Nada en el servicio de culto deja de tener importancia. Nada que pueda clasificarse como sin importancia debería formar parte de la hora del culto. Aunque hemos enumerado características que tienen su lugar correcto dentro del culto, sin embargo en sí mismas no constituyen necesariamente el culto. Cualquiera de ellas, o todas ellas juntas, si se llevan a cabo en forma incorrecta, podrían llegar a destruir el espíritu de culto.
El servicio de culto debería ser planeado, coordinado, progresivo y llegar a una culminación. No debería tener ninguna cosa hecha al azar. Además, cada característica debería estar relacionada con el todo; debería avanzar hacia la consecución de un objetivo, y culminar en una reacción y respuesta de la congregación. Y la música realiza una valiosa contribución hacia este fin. Debería ejercerse un cuidado particular en la elección de los himnos, porque en nuestros servicios adventistas esta es prácticamente la única oportunidad que tiene la congregación para manifestar respuestas en conjunto. ¡Cuán trágico es entonces que se omitan algunas estrofas de los himnos!
Quien reconozca su responsabilidad como dirigente en el culto, organizará el servicio de manera que cada parte de él constituya un paso progresivo hacia la rededicación de la vida de parte de cada uno de los miembros de la congregación. La siguiente impresionante descripción nos muestra cuál es el verdadero propósito del culto:
“Dios llama a sus hijos a despertar y a salir de la atmósfera frígida en la cual han estado viviendo, a sacudir las impresiones de ideas que helaron los impulsos del amor y los mantuvieron en inactividad egoísta. Los invita a subir de su nivel bajo y terrenal y respirar en la clara y asoleada atmósfera del cielo” (Joyas de los Testimonios, tomo 2, pág. 250).
El egoísmo congela los impulsos de la vida y nos mantiene en actividad centrada en torno a nosotros mismos. Pero si el servicio de culto es lo que debería ser y lo que puede ser, entonces los que participan de la adoración pueden ascender por las vertientes del monte de la bendición, y surgir a la asoleada atmósfera del cielo. Los hielos de la indiferencia se derretirán en el sol de la realidad. El siguiente consejo de Elena G. de White podría seguirse con provecho:
“¿No es, acaso, vuestro deber poner habilidad y estudio y planeamiento en la tarea de conducir las reuniones religiosas —cómo deberían conducirse a fin de obtener de ellas la mayor cantidad de bien, y dejar la mejor impresión sobre todos [adventistas y no adventistas] los que asisten?” (Review and Herald, 14-4-1885).
El dirigente hábil no sólo estudiará su programa sino también a las personas a quienes ministra, y luego planeará todos los detalles a fin de satisfacer las necesidades del grupo.
No sólo hay que planear el programa, sino que también es importante la apariencia de la casa de culto. No debería haber ninguna cosa para distraer a los adoradores. Santiago dice; “Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros” (Sant. 4:8). ¿Cómo puede nuestro pueblo acercarse a Dios cuando tantas cosas perturbadoras destruyen la atmósfera de culto? No es fácil definir la expresión “atmósfera”, porque comprende una cantidad de factores. Los organismos físicos dependen de la atmósfera. Sin una atmósfera se morirían. La atmósfera es invisible, intangible, y sin embargo es absolutamente esencial. El aire que respiramos es en realidad el hálito de vida, más vital aún que nuestro alimento. Somos inconscientes de ello, excepto cuando se rarifica o cuando se carga de sustancias nocivas.
LA ATMÓSFERA DEL CIELO
Elena G. de White, al aplicar este término a nuestra vida espiritual, dice que nuestras reuniones “deberían estar impregnadas con la misma atmósfera del cielo” (Revieiv and Herald, 30-11-1886). Pensemos en esta “atmósfera del cielo” en la cual nuestra naturaleza espiritual se alimenta y se enriquece. Podemos estar inconscientes de ella, pero bien podríamos alarmarnos si esta atmósfera espiritual faltara, o cuando estuviera recargada de sustancias perjudiciales.
La verdadera adoración es una experiencia conmovedora, y progresa mejor en una atmósfera de perfecto orden. Durante la hora de culto es esencial que haya una correlación entre las partes a desarrollarse, porque de este modo será algo más que una reunión común.
Nuestro servicio de los sábados de mañana consta de dos divisiones principales: la parte de la congregación, que consiste mayormente en alabanza y oración, y la parte del ministro, que consiste en el sermón de instrucción o inspiración.
Sería difícil determinar cuál de estas dos es más importante. Las opiniones difieren respecto de ello. Algunos sostienen que el sermón es lo principal, en tanto que otros, especialmente los que emplean una forma de liturgia, destacan la importancia de las respuestas de la congregación. Sostienen que la participación es más vital para el crecimiento cristiano que la mera edificación. Y bien podríamos apoyar esto. Dios nunca hace milagros para aquellos que no quieren trabajar por ellos mismos. Mientras destacamos la importancia de algunas características aparte de la predicación, no queremos disminuir el papel del predicador o sugerir que el sermón ocupa un lugar secundario. Si alguna cosa ha de sufrir menoscabo, ciertamente no debería ser la calidad del mensaje hablado. La reforma protestante entró en existencia mayormente a través del poder de la predicación. Pero el culto no es necesariamente predicación, y ciertas clases de predicación son cualquier cosa menos adoración. El verdadero culto es debilitado cuando los miembros se convierten en meros espectadores antes que participantes. Hace años la sierva del Señor dijo:
“Una gran parte del culto público a Dios consiste en alabanza y en oración, y cada seguidor de Cristo debería participar en este culto. Está además el servicio de predicación, conducido por aquellos que trabajan para instruir a la congregación en la Palabra de Dios” (The Signs of the Times, 24-6-1886).
LA PARTICIPACIÓN DE LA CONGREGACIÓN
Notad cómo se contrastan estas dos formas de culto: “Cada seguidor de Cristo debería participar en este culto”, es decir en la alabanza y la oración. Demasiado a menudo a los miembros les falta el estímulo para entrar en esta parte del servicio. En vez de ello, se sientan a leer los periódicos de nuestra iglesia. Pero la alabanza y la oración, la intervención en los actos del culto, es algo en lo cual todos “deberían participar”. Si nuestros miembros han de perder alguna parte del servicio, no debería ser aquello que erradamente se llama “preliminares”. Notemos ahora el claro consejo dado en las siguientes líneas:
“Aunque no se llama a todos a ministrar en la palabra y en la doctrina, no por eso deberían ser oidores fríos y que no den ninguna clase de respuesta. Cuando la Palabra de Dios fue hablada a los hebreos en la antigüedad, el Señor le dijo a Moisés: ‘Y que todo el pueblo diga Amén’. Esta respuesta, dada con el fervor de sus almas, fue requerida como una evidencia de que comprendían la palabra hablada y que se interesaban en ella” (Ibid.).
Cuando la congregación había entrado en el verdadero espíritu de culto, mediante la alabanza y la oración, y los himnos en forma de respuesta habían calentado sus corazones, entonces era más fácil para el predicador inspirarla a una mayor consagración y a un servicio leal. Si la congregación se percata de sus necesidades individuales y de su hambre espiritual, cuando se extiende el banquete delante de ella participará con mayor ansiedad del pan de vida.
La necesidad más grande de nuestro ministerio en esta hora de crisis de la historia humana, consiste en volver a descubrir el verdadero propósito y el poder del culto: saber cómo ‘‘llevar a la gente a los altares del Eterno para que reciba inspiración, y luego colocar sus pies en el sendero del servicio por sus semejantes”.
Cuando el servicio de culto constituya un desafío para la congregación y al mismo tiempo sea un bálsamo sanador para sus almas, no carecerá de interés para ellos. La Biblia nos dice que la gloria del Señor llenó la casa de Dios cuando se dedicó el templo del pueblo de Israel. Este será siempre el caso cuando nuestras congregaciones se reúnan con el verdadero espíritu de culto, y cuando el servicio haya sido preparado en forma debida y con oración. Y el verdadero culto produce un resultado benéfico en la vida. Cuando Isaías vio al Señor, también vio al pueblo necesitado y se dispuso a dar testimonio ante él. Cuando nuestros miembros ven al Señor debidamente enaltecido; cuando salen de la casa de culto realmente habiendo comulgado con él, la vida misma les parece diferente. Las madres son más pacientes en el hogar; los padres son más dedicados a sus familias; los obreros son más fieles a sus empleadores; los niños son más bondadosos en sus juegos; los maestros son más comprensivos en sus clases. En el verdadero culto, el hombre vuelve a ver a Dios, y experimenta una nueva transformación.
Sobre el autor: Director Ministerial de la Asociación General