Las transgresiones sexuales de los pastores, y lo que dice la Palabra del Señor al respecto.
Este artículo es el tercero de la serie que estamos publicando en el Ministerio.
En el primer artículo de esta serie, nos dedicamos a definir la identidad del pastor tal como se la presenta en la Biblia. Llegamos a la conclusión de que se trata de una persona especial.[1] El pastor se debe identificar con su vocación. Debe ser pastor primero, y su ministerio debe emanar de allí.
Si tomamos en cuenta lo que es hoy, el pastor se puede identificar perfectamente con los sacerdotes de la antigüedad. Lo percibo al participar de retiros y asambleas de pastores en di versas partes del mundo. Los pastores mismos, las iglesias que sirven e incluso la gente de afuera consideran a los pastores como un equivalente de los sacerdotes y los profetas, que son altamente relevantes en la historia bíblica.
Oigo a estos pastores orar fervientemente por la salud de la Hna. Alba y por el joven Tony, que está “jugando” peligrosamente con las drogas. La Hna. Alba no forma parte de su familia directa, y Tony tampoco es su hijo, pero son parientes de Cristo, comprados con su sangre; son las ovejas del Señor, y el corazón del pastor late por ellos.
El trabajo de un plomero no afecta de esta manera su identidad personal. Su oficio, sus talentos naturales y un buen entrenamiento son suficientes para que desempeñe su trabajo con eficiencia. Los pastores, en cambio, hemos sido llamados para guiar a los seres humanos a lo largo de sus permanentes luchas contra el mal y el pecado, contra principados y potestades, y hacia la seguridad de la presencia de Dios. Los talentos naturales y el entrenamiento no alcanzan para lograr esto.
Ni ustedes ni yo, junto con el apóstol Pablo, “medramos” a costa de la Palabra de Dios (2 Cor. 2:17). Se nos ha llamado para que seamos “el grato olor de Cristo”; para algunos, “olor de muerte para muerte” y, para otros, “olor de vida para vida” (vers. 15, 16).
¡Qué maravilloso es esto, y cuánta humildad nos debe inspirar! ¡Qué privilegio y qué responsabilidad![2] Dios quiera que nunca nos olvidemos de esto, nunca… ¡ni siquiera en el ámbito privado de nuestra vida sexual!
Después de todo, la sexualidad humana forma parte natural de la identidad del pastor, y la maravilla de la intimidad sexual es parte integral de su matrimonio. Estos dos aspectos de su identidad, el sexual y el pastoral, van juntos en la vida del pastor.
En nuestro segundo artículo, incluso, insinuamos que la energía sexual, tal como la definimos allí, bien administrada, puede ser una aliada del pastor; pero hay que manejarla correctamente. En este tercer artículo, escudriñaremos las Escrituras, especialmente en el marco del Antiguo Testamento, para descubrir qué dice Dios acerca del matrimonio y la sexualidad del pastor, y, como consecuencia de esto, cuál es su reacción frente a las transgresiones sexuales en el ministerio.
La esposa del sacerdote
Las instrucciones que Dios le dio a Moisés acerca del matrimonio de los sacerdotes revelan su preocupación por la vida íntima y el ambiente hogareño de sus dirigentes espirituales. Vemos que Dios participa (casi tan íntimamente como en el caso de Adán) en la elección de las esposas de los sacerdotes. A diferencia de las de los reyes, los jueces y otros dirigentes de Israel, las esposas de los sacerdotes se debían seleccionar de acuerdo con ciertos criterios bien determinados. “Nos amamos”, no era suficiente; “ella me agrada”, no alcanzaba (Juec. 14:3).
Cuando se trataba de un sacerdote común, leemos: “Con mujer ramera o infame no se casarán, ni con mujer repudiada de su marido; porque el sacerdote es santo a su Dios” (Lev. 21:7).
Las pautas para el “sumo sacerdote” eran incluso más estrictas y más selectivas. “Tomará por esposa a una mujer virgen. No tomará viuda, ni repudiada, ni infame ni ramera, sino tomará de su pueblo una virgen por mujer, para que no profane su descendencia en sus pueblos, porque yo Jehová soy el que los santifico” (vers. 13-15).
Unos ochocientos cincuenta años después, cuando las influencias liberales se cernían como una amenaza, Dios no cedió ante la presión social. Las restricciones incluso se acentuaron. “Ni viuda ni repudiada tomará por mujer, sino que tomará virgen del linaje de la casa de Israel, o viuda que fuere viuda de sacerdote” (Eze. 44:22).
La primera razón explícita para justificar estas restricciones se resume en las palabras: “El sacerdote está consagrado a Dios”. Su esposa, la que debía ser “una carne” con él, formaba parte del ambiente de santidad del sacerdote; no debía servir de punto de contacto con lo profano.[3]
La segunda razón que justifica estas pautas podría ser un intento de proteger el matrimonio del sacerdote de los problemas no resueltos y las dificultades que podría traer una futura esposa al nuevo hogar. Las necesidades personales, cuando son excesivas y no están resueltas, es más probable que reduzcan la capacidad de una persona para apoyar y ayudar a los demás.
La tercera razón está resumida en estas palabras: “Y enseñarán a su pueblo a hacer diferencia entre lo santo y lo profano, y les enseñarán a discernir entre lo limpio y lo no limpio” (vers. 23). Esta instrucción no se puede expresar sólo con palabras; el ejemplo del amor y el cuidado que se profesan el pastor y su esposa, la forma en que funcionan su hogar y su familia, son las maneras más eficaces de ilustrar la diferencia que existe entre lo santo y lo profano, entre lo puro y lo impuro.
Lo que la Biblia dice, en términos bien claros, es: “Las esposas de los pastores son especiales a la vista de Dios. El Señor observa estrictamente cómo elegimos a nuestras compañeras; cómo las probamos; cómo apreciamos su lealtad a Dios, a su obra y a nosotros mismos; y cuán genuino es nuestro amor por ellas, incluso cuando ya son ancianas (Mal. 2:13-16). Debemos informar cuidadosamente acerca de todas estas cosas a las futuras esposas de los pastores jóvenes, y a las esposas de los pastores que ya están ejerciendo su ministerio.
Hace algún tiempo, tuve que intervenir en el caso de la transgresión sexual de la esposa de un pastor que había llegado al ministerio procedente de otra profesión. Ella me dijo: “Acepté su cambio de trabajo porque lo amo; pero yo no sé qué es ser esposa de pastor. Sencillamente no lo entiendo, y él ha ignorado durante muchos años mis reacciones y mis necesidades”.
La posición bíblica en general acerca del pecado sexual
La institución del matrimonio disfruta de una protección especial en la Biblia. Incluso antes de la promulgación de la Ley moral en el Sinaí, Dios intervino dos veces en el matrimonio de Sara (Gén. 12:10-12; 20:1-18).
El séptimo mandamiento prohíbe terminantemente el adulterio (Éxo. 20:14), y el décimo prohíbe codiciar la mujer del prójimo (vers. 17). La violación del séptimo mandamiento era pasible de la pena de muerte (Lev. 20:10; Deut. 22:22 y siguientes).
El adulterio viola el concepto de “una sola carne”, y “se asemeja al asesinato y al latrocinio, pues le está robando el esposo a su semejante, y está destruyendo la unión que implica la sexualidad”.[4] Aun la sospecha de pecado sexual implicaba la aplicación de un procedimiento especial “delante” de Jehová. Si una esposa era culpable de infidelidad, debía beber aguas amargas: “Le dará, pues, a beber las aguas; y si fuere inmunda y hubiere sido infiel a su marido, las aguas que obran maldición entrarán en ella para amargar, y su vientre se hinchará y caerá su muslo; y la mujer será maldición en medio de su pueblo” (Núm. 5:27). En Jeremías 3, el adulterio y la idolatría aparecen como las ofensas más graves contra Dios y los hombres.
Cuando estudiamos la historia del pueblo de Dios, observamos una tendencia creciente a transigir con respecto a la fidelidad conyugal. A veces, al parecer, la infidelidad y la fornicación alcanzaron proporciones epidémicas (Juec. 19:22-26).
Vemos a personajes importantes, como Judá, Sansón y David, implicados en incidentes de conducta sexual escandalosa, casi como si eso fuera lo normal y lo aceptable. Y, mientras las tendencias seguían descendiendo, la reacción divina era cada vez más contundente. Confió en gente como Finées, nieto de Aarón, y en los profetas Natán, Malaquías y Juan el Bautista, para oponerse decididamente a la decadencia moral de su pueblo y de sus dirigentes.
Jesús se mantuvo firme contra las tendencias de su época, al darle al pecado el nombre que le corresponde, y al animar a sus oyentes a fundar sus normas en lo que había sido “en el principio” (Éxo. 20:17; Mat. 5:27, 28). No importa cuán inocente o inocua parezca esta transgresión, cuán extendida y aceptable sea para una determinada cultura o un determinado tiempo, el testimonio bíblico condena sin ambages y en los términos más enérgicos el adulterio y la fornicación.
Pero la Biblia enseña que el que ha cometido un pecado de naturaleza sexual también puede ser perdonado. El caso de David era atroz, pero se ha convertido en un ejemplo inspirador de la manera en que trata Dios el pecado sexual, por más grave que sea. David codició a una mujer, cometió adulterio con ella e hizo planes para asesinar a un hombre, con todo lo terrible que implica semejante conducta. Pero, cuando intervino Natán, David descubrió cuán horrible había sido su conducta, se arrepintió y compartió la profundidad de su pesar con todos los que quisieran leer su confesión (Sal. 51), y siguió ocupando su trono.
Las consecuencias vinieron, sin embargo: el bebé, producto de este adulterio, falleció; su regio prestigio y el respeto que se le debía casi desaparecieron;[5] la espada nunca se alejó de su casa; sus esposas fueron vejadas públicamente (2 Sam. 12:10-14). Shimei se sintió libre de maldecirlo, y arrojarle piedras y tierra; y el mismo David se lamentó diciendo: “He aquí que mi hijo […] acecha mi vida” (2 Sam. 16:9-11).
Es importante recordar que a David no se lo llamó “un hombre conforme al corazón de Dios” por causa de su pecado ni mientras lo estaba cometiendo, sino cuando se arrepintió plena y francamente, y abandonó el pecado con humildad y sin intentar justificarse a sí mismo.[6]
La Biblia y el pecado sexual en los sacerdotes
La experiencia de David y su puesto no coincidían con los de los sacerdotes. David era rey, y fue ungido como funcionario civil. El caso quedó claramente dirimido cuando Saúl actuó como si la diferencia entre el rey y un sacerdote fuera insignificante, al punto de que se sintió libre de ofrecer el sacrificio en vista de la demora de Samuel.
Ante la conducta de Saúl, Dios expresó: “Me pesa haber puesto por rey a Saúl, porque se ha vuelto de en pos de mí, y no ha cumplido mis palabras” (1 Sam. 15:11). David, en su condición de “laico”, fue ungido para desempeñarse como rey. A los sacerdotes, en cambio, se los apartaba mediante una ceremonia diferente (Lev. 9), y para el santo oficio de ser dirigentes espirituales del pueblo y de las demás autoridades de la nación.
En el resto de este artículo vamos a ver que Dios espera que la conducta del sacerdote concuerde con la influencia que ejerce, con su identidad y con la seriedad de su vocación. Si el pastor mantiene un profundo sentido de su identidad ministerial, dado por Dios, por cierto, mantendrá bajo control su conducta sexual.
Seguiremos investigando las Escrituras para ver qué sucedía cuando se descubría que un sacerdote era culpable de un pecado sexual.
Los hijos del sacerdote Eli.
Un caso notable de pecado sexual en el ministerio aparece en 1 Samuel 2:12 al 24. El versículo 22 dice: “Pero Eli era muy viejo, y oía de todo lo que sus hijos hacían con todo Israel, y cómo dormían con las mujeres que velaban a la puerta del tabernáculo de reunión”
Esta última acusación reviste una importancia especial: es posible que estas mujeres hayan sido nazareas, dedicadas voluntariamente a servir en el tabernáculo (Núm. 6:2; Éxo. 13:8).[7] Sea como fuere, su presencia allí tenía un propósito legítimo. Pero los dos hijos de Eli, Ofni y Finees, deliberadamente abusaron de su condición de sacerdotes, implicando a esas mujeres en pecados especialmente prohibidos.
En Deuteronomio, leemos: “Ningún hombre ni ninguna mujer israelita deberá consagrarse a la prostitución practicada en los cultos paganos” (23:17, DHH).[8]
Las súplicas fervientes del padre de estos dos hombres, el sacerdote Eli, llegaron demasiado tarde. Trató infructuosamente de impresionarlos con la gravedad de su abuso de autoridad, como asimismo de lo grave de sus responsabilidades y de la pérdida de su influencia sobre el pueblo.
Los sacerdotes son santos; es decir, han sido separados para servir a Dios. No se pertenecen a sí mismos. Cuando sirven entre el pueblo, están sirviendo al Señor. Cuando abusan del pueblo de Dios, tocan la niña de sus ojos. Cuando los ungidos prostituyen el nombre de Dios, su casa y su prestigio, llegan a los límites mismos de la paciencia divina.
Eli les rogaba, diciendo: “Si pecare el hombre contra el hombre, los jueces lo juzgarán, mas si alguno pecare contra Jehová, ¿quién rogará por él?” (1 Sam. 2:25). Cuando se destruye el único puente que lleva al rescate, ¿cómo podrá la brigada salvadora llegar hasta el que está en peligro? El pecado sexual nunca es una experiencia física insignificante y sin consecuencias. El adulterio y la fornicación, en el ministerio, son ataques directos a los valores divinos fundamentales, y por eso son un ataque a Dios mismo y a su plan de salvación.
¿Cómo podía creer el pueblo de Israel que Dios era poderoso para salvarlo de sus pecados, cuando Ofni y Finees, sus santos representantes, se manifestaban incapaces de controlar sus propias pasiones?
Al contar la historia, el profeta Samuel recordó con pesar: “Pero ellos no oyeron la voz de su padre, porque Jehová se había resuelto a hacerlos morir” (1 Sam. 2:25).
Lo que al llegar a este punto nos resulta sumamente claro es que Dios había decidido irrevocablemente terminar con sus vidas. Un hombre de Dios se presentó ante Eli y le anunció lo que iba a suceder a sus hijos y a su familia, como consecuencia de tomar a la ligera la vocación sacerdotal. “Yo honraré a los que me honran, y los que me desprecian serán tenidos por poco […] Y te será por señal esto que acontecerá a tus dos hijos, Ofni y Finees; ambos morirán en un día. Y yo me suscitaré un sacerdote fiel, que haga conforme a mi corazón y a mi alma; y yo le edificaré casa firme, y andará delante de mi ungido todos los días” (vers. 30, 34, 35).
La eficacia y la honra en el ministerio no se heredan, sino que se adquieren. El pueblo de Dios es demasiado inteligente e inquisitivo como para que lo impresionen el mero nombre o la estirpe. Los temas espirituales y las necesidades del alma son tan profundos y tan distintos en cada miembro de iglesia, que sólo los pastores que son sinceros e inocentes “en lo íntimo” de su ser (Sal. 51:6) pueden percibir el toque divino que él da cuando dirige a los que están dedicados a su servicio.
“Los hijos de Eli heredaron una responsabilidad sagrada y un nombre honorable. Sin embargo, debido al egoísmo, de tal manera se habían convertido en siervos de Satanás, que merecían la reprobación unánime del pueblo. Cuando su padre falló al dejar de ejercer su autoridad, se le advirtió que, así como la reverencia y la honra producen una cosecha de buen carácter y utilidad, también cuando se siembran irreverencia y deshonra, los resultados son pesares y chascos”.[9]
“La vida dedicada al yo es como el grano que se come. Desaparece, pero no hay aumento. Un hombre puede juntar para sí todo lo posible; puede vivir, pensar o hacer planes para sí; pero su vida pasa, y no le queda nada. La ley del servicio propio es la ley de la destrucción propia”.[10]
Los sacerdotes en los tiempos de Malaquías.
Los sacerdotes del tiempo de Malaquías recibieron un mensaje de aguda reprensión. El prestigio de Dios (su gloria) estaba en tela de juicio, según el profeta (Mal. 2:2). El Señor estaba tomando nota de que permanentemente se estaba quebrantando su pacto con los sacerdotes, “con Leví” (vers. 4).
Cuando ese pacto se estableció; el Señor recordó con profunda emoción que “mi pacto con él fue de vida y paz, las cuales cosas yo le di para que me temiera; y tuvo temor de mí, y delante de mi nombre estuvo humillado. La ley de verdad estuvo en su boca, e iniquidad no fue hallada en sus labios; en paz y en justicia anduvo conmigo, y a muchos hizo apartar de la iniquidad. Porque los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo buscará la ley, porque mensajero es de Jehová de los ejércitos. Mas vosotros os habéis apartado del camino, habéis hecho tropezar a muchos en la ley, habéis corrompido el pacto de Leví, dice Jehová de los ejércitos. Por tanto, yo también os he hecho viles y bajos ante todo el pueblo, así como vosotros no habéis guardado mis caminos, y en la ley hacéis acepción de personas” (vers. 5-9).
Impulsados por sus urgencias sexuales, los sacerdotes ajustaron su teología para que concordara con sus impías intenciones, sus vicios secretos y la perversidad de sus acciones, hasta que los valores y las normas morales quedaron totalmente trastocados. Por eso, podían decir en alta voz: “Cualquiera que hace mal agrada a Jehová, y en los tales se complace” (vers. 17). Y porque “los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría”, la gente los escuchaba y era presa de sus corruptos consejos.
Pero, en el fondo de sus almas, sabían muy bien que las cosas no eran como parecían. Dios había retirado su poder a los ministros, y ellos lo sabían. Se preguntaban: “¿Por qué Dios no acepta favorablemente la ofrenda de nuestras manos?” (vers. 13, 14).
La respuesta vino, y fue la siguiente: “Porque Jehová ha atestiguado entre ti y la mujer de tu juventud, contra la cual has sido desleal, siendo ella tu compañera, y la mujer de tu pacto. ¿No hizo él uno, habiendo en él abundancia de espíritu? ¿Y por qué uno? Porque buscaba una descendencia para Dios. Guardaos, pues, en vuestro espíritu, y no seáis desleales para con la mujer de vuestra juventud. Porque Jehová, Dios de Israel, ha dicho que él aborrece el repudio (divorció), y al que cubre de iniquidad su vestido, dijo Jehová de los ejércitos. Guardaos, pues, en vuestro espíritu, y no seáis desleales” (vers. 14-16).
El caso era claro. Dios no podía cumplir el pacto “de Leví” con ellos; no podría obrar con esos sacerdotes ni por medio de ellos; no podía bendecir su ministerio, ni en lo profesional ni en lo vocacional, mientras no guardaran el pacto que habían establecido con sus esposas, y del cual el Señor era testigo. Estos arreglos tergiversados, esta inconsistencia en las relaciones, sencillamente no podían funcionar (Mat. 5:23, 24)
Los ministros de la actualidad
Dios estaba decididamente de parte de las esposas engañadas de esos sacerdotes; y lo está también en el caso de las esposas de los pastores de hoy. A menos que los ministros respeten el pacto que hicieron con sus esposas, estarán fuera del alcance del favor de Dios. Éstos son los temas que inducen al Señor a reprender enérgicamente. Las palabras del Señor son poderosas e intimidan. Los que somos ministros de Dios debemos tener el valor suficiente para oír sus palabras sin intentar diluirlas.
En el siguiente artículo, consideraremos por qué Dios tiene tanto que ver con el matrimonio de los pastores, y por qué le da tanta importancia al pecado sexual de sus ministros. La posición de Dios es bien clara. Tiene suficiente poder para proteger, suficiente gracia para sanar y suficiente misericordia para perdonar; y no importa qué pensemos de nuestro matrimonio, ni cuál sea nuestra condición, influencia, reputación o posición en el ministerio: la fidelidad hacia la mujer de nuestra juventud es de capital importancia para él.
Sobre el autor: Doctor en Teología. Profesor de Ética en el Seminario Teológico de la Universidad Andrews. Berrien Springs, Michigan, Estados Unidos.
Referencias
[1] En algunos lugares del mundo, hay damas que se desempeñan como pastoras. En este artículo,
sin embargo, y con todo respeto por las damas, nos vamos a referir al ministerio desempeñado por hombres.
[2] Elena G. de White, El ministerio de curación (Buenos Aires: ACES, 1990), p. 82.
[3] Walther Zimmerli, A Commentary on the Book of the Prophet Ezekiel [Un comentario acerca del libro del profeta Ezequiel (Filadelfia: Fortress, 1983), t. 2, p. 460.
[4] O. Piper, The Biblical View of Sex and Marriage [El punto de vista bíblico acerca del sexo y el matrimonio! (Nueva York: Scribners, 1960), p. 150.
[5] Elena G. de White, Testimonios acerca de conducta sexual, adulterio y divorcio (Buenos Aires: ACES. 1993), pp. 196, 197.
[6] lbíd., pp. 105, 106.
[7] Robert D. Bergen, The New American Commentary [El nuevo comentario norteamericano- l(Nashville: Broadman y Holman, 1996), t. 7, pp. 80, 81.
[8] Véase también Éxodo 25:1-5; Amós 2:7, 8.
[9] Francis D. Nicho!, editor, Comentario bíblico adventista (Buenos Aires: ACES, 1993), t. 2, pp. 463, 464.
[10] Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes (Mountain View, CA: APIA, 1955), p. 577.