¿Vocación o carrera? ¿Profeta o profesional? ¿Sacerdote o gurú? ¿Convicción o complacencia? Después de todo, ¿por qué somos ministros? ¿Por qué estamos —ustedes y yo— haciendo esta obra? ¿Por qué le damos prioridad? ¿Qué nos induce a seguir haciéndola? Una pregunta más desafiante todavía: ¿Cuál es, en efecto, el corazón del ministerio pastoral?

            “Lo que más aborrezco es la atemorizante y sistemática descalificación de la obra pastoral. Forma parte de una descalificación mayor, de la cultura misma, y es tan vasta y tan epidémica que hay días cuando su ruina parece segura. Aunque en otros días captemos una vislumbre de gloria: un hombre aquí, una mujer allá decididos a vivir noblemente”.

            Con estas palabras Eugene Peterson retoma la idea de la santidad de la vocación pastoral. En este contexto, habla de “pastores que forjan una identidad vocacional obtenida más de modelos que de los principados y las potestades” que los rodean. Tales modelos —sigue diciendo— “eran fuertes en poder (logrando que las cosas sucedieran) y con una imagen (aparentemente importante). Pero ninguno de ellos era, por lo visto, congruente con el llamado que yo sentí dentro de mí”.

            En resumen, la vocación se basa en el hecho de que el mismo llamado, más que el ministro en sí, es santo, algo que se origina en el corazón de Dios. Todavía poco a poco, al avanzar al ritmo del conocimiento y de la visión inmediata, el pastor fácilmente se somete al desarrollo de un ministerio relacionado con minucias y trivialidades, el mero ejercicio de una profesión, sencillamente el desempeño de un empleo, sólo una actividad más. No quiero despojar al ministerio, en absoluto, de su importancia. Mi más grande deseo es que mi corazón siempre lata con la convicción de que Dios es el que obra para que yo haga lo que estoy haciendo ahora en mi ministerio.

            Hace poco conversaba con uno de mis colegas pastores, un compañero a quien admiro y respeto mucho. Los momentos que pasamos juntos me fueron de mucha inspiración. Sencillamente se refirió a la profunda convicción que tenía de que cuando se levantaba con el fin de predicar, en cualquier lugar, Dios inspiraba su corazón con un mensaje especial para esa congregación y ese momento. Dice que siente que Dios le manda hablarle a esa gente en ese instante. Hay algo magnífico y verdadero en la convicción que ese compañero compartió conmigo.

            Ezequiel tenía la misma convicción. No podía hacer su propia voluntad. Su obra era la que le marcaba el Espíritu. “Y luego que me habló, entró el Espíritu en mí, y me afirmó sobre mis pies, y oí al que me hablaba. Acaso ellos escuchen (la congregación de Ezequiel); pero si no escucharen, porque son una casa rebelde, siempre conocerán que hubo profeta entre ellos. Y tú, hijo de hombre, no temas, ni tengas miedo de sus palabras, aunque te hayas entre zarzas y espinos, y moras con escorpiones; no tengas miedo de sus palabras, ni temas delante de ellos, porque son casa rebelde… He aquí yo he hecho tu rostro fuerte contra los rostros de ellos, y tu frente fuerte contra sus frentes. Como diamante, más fuerte que pedernal he hecho tu frente; no los temas, ni tengas miedo delante de ellos, porque son casa rebelde” (Eze. 2:2-3:9).

            Hay algo que indica nuestra calificación para seguir actuando de acuerdo con la vocación que recibimos. Está grabado en la frente de todos los que se dan a sí mismos el título de ministros. Y tiene que ver con nuestra credibilidad. La gran pregunta es: ¿Cuán profunda y real es nuestra convicción acerca de la santidad de nuestro llamado? No somos actores, no somos profesionales dedicados a la atención de negocios terrenales. Nuestra tarea tiene dimensiones eternas, celestiales, profundamente espirituales.

            No importa dónde actuemos ni lo que hagamos, necesitamos pensar y actuar de acuerdo con la nobleza de esta vocación. Dejemos que Dios nos guíe en medio del océano de esta vida, para que le indique con sabiduría el curso a nuestra embarcación ministerial. Él sabe cómo sortear los obstáculos, las corrientes y las ondas que amenazan nuestra integridad vocacional.

Sobre el autor: Director de la revista Ministry.