Hace algunos años tuve el privilegio de conducir una semana de oración en uno de nuestros colegios. Gracias a esa oportunidad pude orar con centenas de estudiantes y dialogar con ellos acerca de los grandes temas de la fe. Sin embargo, me sorprendí al descubrir en casi todos una inquietante inseguridad en Io que respecta a la salvación. Tuve que oir  frecuentemente declaraciones como estas: “Espero ser salvo”, “Deseo ser salvo”, “Estoy haciendo todo Io que puedo para ser salvo”.

Aunque eran fieles y sinceros, hablaban más de sus angustias y aflicciones que de su gozo y alegría en Cristo. La duda y la inseguridad los perturbaba. Llenos de perplejidad me preguntaban: “Como podemos estar seguros de que somos salvos?”

El espíritu de profecía nos exhorta a no decir: “Soy salvo”, como hacen los evangélicos de origen calvinista. “Nunca debe enseñarse a los que aceptan al Salvador, aunque sean sinceros en su conversión, a decir o sentir que están salvados. Eso es engañoso. Debe enseñarse a todos a acariciar la esperanza y la fe; pero aun cuando nos entregamos a Cristo y sabemos que el nos acepta, no estamos fuera del alcance de la tentación” (Palabras de Vida del Gran Maestro, cap. 13, pags. 119, 120).

Y en el libro Testimonios para los Ministros, encontramos el siguiente consejo: “Nadie permita que su seguridad con respecto a la eternidad dependa de una mera posibilidad. No permitáis que este asunto quede en peligrosa incertidumbre. Preguntaos a vosotros mismos con fervor: ¿estoy yo entre los salvados, o entre los perdidos?” (pag. 443).

Al preguntarnos: “¿Estoy yo entre los salvados, o entre los perdidos?”, responderemos? ¿Estamos acaso en esa “peligrosa incertidumbre”? Al comentar los versículos 12 a 15 del Salmo 34 la mensajera del Señor dice: “La seguridad de tener la aprobación de Dios promoverá la salud física, fortalecerá al alma contra la duda y la aflicción desmesurada, que tan frecuentemente minan las fuerzas vitales, provocando enfermedades nerviosas que afligen y debilitan” (SDA Bible Commentary, tomo 3, pag. 1146).

He aquí, a nuestro alcance, un remedio infalible contra las enfermedades, la duda y la afliccion: la seguridad de tener la salvación ahora.

La razón de la inseguridad

En primer lugar la inseguridad, en Io que respecta a la eternidad, puede tener como causa un sentimiento de culpa. Las transgresiones no confesadas, los pecados acariciados que destruyen la paz interior, y acarrean ansiedades e inseguridad. Pero tenemos una promesa consoladora: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1: 9).

Este sentido de insuficiencia, esta incapacidad para ajustarnos a las normas y los mol-des divinos, la distancia que existe entre nuestra realidad y el ideal que perseguimos, nos hacen sentir tremendamente indignos. ¡Oh, que importante es el mensaje de la justificación por la fe! La justicia de Cristo suple todas nuestras deficiencias.

Esta inseguridad puede también tener como origen la incomprensión de la diferencia que existe entre la tentación y el pecado. Las tendencias pecaminosas y los impulses inconfesables que habitan interiormente hacen que algunos repitan, con angustia, las palabras de Pablo: “¡Miserable hombre de mi!” (Rom. 7: 24). Sin embargo, estas personas se están olvidando de que el mismo evangelista en otra ocasión exclamo triunfante: “Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Cor. 15:37).

Otra razón que produce la inseguridad de que somos salvos, es la incapacidad de comprender el carácter de Dios y su papel como nuestro Redentor. ¡Cuantos aun hoy imaginan a Dios como un juez severo e inclemente, deseoso de encontrar faltas y errores que los descalifiquen para tener un lugar en su reino!

Podemos tener la seguridad plena?

En la teología paulina el concepto bíblico de Salvación se desarrolla en forma progresiva. Al escribir acerca de la salvación, el apóstol lo hace en tres tiempos: la salvación como un acontecimiento pasado, como una experiencia presente, y como una esperanza futura. “Nos salvó” (Tito 3: 5); “He aquí ahora el día de salvación” (2 Cor. 6:2); “Seremos salvos” (Rom. 5: 9). Estos tres aspectos de la salvación están sintetizados en Romanos 5:1, 2: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios”.

Al reflexionar acerca de la salvación, el apostol Pablo dirige su pensamiento al pasado, cuando a través de la justificación el creyente recibió el perdón de Dios en Cristo y fue liberado de las culpas del pecado; en el presente disfruta de una gozosa experiencia cristiana” esta gracia en la cual estamos firmes”, que nos está liberando del poder del pecado-; y mira hacia el futuro, cuando será liberado de la presencia del pecado, y verá la gloria de Dios en todo su esplendor.

La salvación como un evento pasado descansa sobre la obra que Cristo consumo en la cruz (Juan 17:4; 19:30); el alma creyente contempla en el pasado aquel momento cuando por la fe acepto el sacrificio vicario de Cristo. Este concepto de salvación como un evento pasado es lo que llamamos la justificación.

Una vez que se ha alcanzado el perdón, la salvación pasa a ser una experiencia presente. Usando una alegoría de Juan Bunyan, en su conocido libro El Peregrino, la justificación es la puerta que permite el acceso al camino que conduce a la ciudad celestial. Este camino, en el lenguaje bíblico, es la santificación. El creyente, revestido por el poder divino, camina por ese sendero ascendente, el camino de la experiencia cristiana. En esta experiencia presente la gracia santificadora de Dios obra en el corazón de aquellos que están siendo salvos, produciendo los frutos del Espíritu Santo.

Al contemplar la salvación como una experiencia futura, la glorificación, el creyente centra su fe en el único que puede conducirlo a la victoria: Jesucristo. Lo anima la seguridad de que el “aparecerá por segunda vez… para salvar a los que le esperan” (Heb. 9:28).

“Yo sé en quien he creído”

En las venerables páginas de la Biblia encontramos el relato de la segunda vez en que Pablo, el evangelista de las naciones, estuvo en prisión.  Nerón, el tirano de Roma, descargaba toda la ira de su corazón satánico contra la iglesia cristiana. Constantemente hacia llevar a millares de Cristianos a las arenas de los anfiteatros de Roma donde eran devorados por fieras hambrientas delante de millares de espectadores delirantes.

Pablo se encontraba en la prisión mamertina, sujeto con pesadas cadenas. Era un hombre encanecido, debilitado por los sufrimientos y los duros trabajos de una larga vida. Sabía que se aproximaba el día de su martirio. A pesar de esto, usando una ilustración del mismo Pablo, podríamos decir que el hombre exterior se había gastado, pero el interior había rejuvenecido. Estaba lleno de vigor espiritual.

En algún lugar de aquella oscura prisión tomo por última vez en su vida la pluma y escribió la segunda epístola a Timoteo. (Esta epístola es llamada con razón el testamento de Pablo). En ella encontramos en un lenguaje elocuente la seguridad que lo animaba, mientras aguardaba su martirio: “…Porque yo sé en quien he creido, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día” (2 Tim. 1:12). Terminaba gloriosamente su carrera reafirmando su inquebrantable confianza en la salvación a través de Cristo Jesús.

Cuando fue hecho prisionero por primera vez, escribió esta alentadora promesa: “Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionara hasta el día de Jesucristo” (Fil. 1:6). Si, el Señor había  perfeccionado en la vida de Pablo su obra salvadora.

Por eso, al ver sobre su encanecida cabeza la sombra de la espada criminal del emperador, dijo sin dudarlo: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Tim. 4: 7, 8).

“El pecador que perece puede decir: ‘Soy un pecador perdido, pero Cristo vino a buscar y a salvar lo que se había perdido. . . soy pecador y Cristo murió en la cruz del Calvario para salvarme. No necesito permanecer un solo momento más sin ser salvado. Él murió y resucito para mi justificación y me salvara ahora. Acepto el perdón que ha prometido” (Mensajes Selectos, tomo 1, pag. 459).

Con esta seguridad, podemos cantar con el corazón lleno de gozo:

“Salvo en los tiernos brazos de ml Jesús seré, y en su amoroso pecho siempre reposare. Este es sin duda el eco de celestial canción, que de inefable gozo llena mi corazón.

“En sus amantes brazos hallo solicitud; líbrame de tristeza, líbrame de inquietud. Y si vinieren pruebas, fáciles pasaran; lagrimas si vertiere, pronto se enjugaran.

“Y cruzare la noche lóbrega, sin temor, hasta que venga el día de perennal fulgor. ¡Cuan placentero entonces con el será morar, y en la mansión de gloria siempre con el reinar!

“Salvo en los tiernos brazos de mi Jesús seré, y en su amoroso pecho siempre reposare” (Himnario Adventista, himno 327, pág. 316).

Si, fuimos salvos en el momento de la justificación. Estamos siendo salvados al desarrollarse el proceso de la santificación. Y seremos salvados cuando ocurra la glorificación. Este triple aspecto de la salvación nos permite repetir con alegría las palabras inspiradas: “Tenemos paz para con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo”.