Pregunta 14 (Continuación)
La gracia de Dios nos proporciona un lugar único y seguro delante de Dios. Debemos permanecer “en la gracia de Dios” (Hech. 13:43) y crecer “en la gracia… de nuestro Señor” (2 Ped. 3:18). Mientras hagamos esto estaremos en la gracia de Dios (Rom. 5:2).
Así, únicamente la gracia de Cristo puede salvar al alma; sólo ella puede elevar a los caídos de las profundidades de la degradación y el pecado. Elena G. de White da un claro testimonio acerca de este punto:
“La gracia divina es el gran elemento del poder salvador; sin ella todo esfuerzo humano es inútil” (Consejos para los Maestros, pág. 414).
“Cristo se complace en tomar un material aparentemente sin esperanza, a aquellos a quienes Satanás ha rebajado y a través de quienes ha trabajado, para hacerlos súbditos de su gracia” (Testimonies for the Church, tomo 6, pág. 308).
Además, escribe que es la gracia de Dios la que nos guarda sin caer, y nos capacita para permanecer firmes y fieles al llamamiento divino.
“Hay un solo poder que puede mantenernos firmes —la gracia de Dios. El que confía en cualquier otra cosa, está vacilando y listo para caer” (Id., tomo 7, pág. 189; 1902). De nuevo es la gracia de Dios, manifestada en las vidas de los hijos de Dios, la que es el mayor argumento en favor de la verdad y el poder de la fe cristianos.
“Por el poder de la gracia divina manifestada en la transformación del carácter, el mundo ha de convencerse de que Dios ha enviado a su Hijo para que sea Redentor del mundo” (El Ministerio de Curación, pág. 451).
Y finalmente, cuando los redimidos rodeen el trono de Dios, lo harán por la maravillosa gracia de Dios.
“Si durante esta vida permanecen leales a Dios, al fin ‘verán su cara; y su nombre estará en sus frentes’ (Apoc. 22:4). ¿Y en qué consiste la felicidad del cielo sino en ver a Dios? ¿Qué gozo mayor puede haber para el pecador salvado por la gracia de Cristo que el contemplar la faz de Dios, y conocerle como Padre?” (Id., pág. 401).
V. Relación de la gracia con las obras
La salvación no es ahora, y nunca, ha sido, mediante la ley o las obras; la salvación es únicamente por la gracia de Cristo. Además, nunca hubo en el plan de Dios un tiempo cuando se haya efectuado la salvación por las obras o los esfuerzos humanos. Nada que hayan realizado los hombres o que puedan hacer puede en modo alguno merecer la salvación.
Mientras las obras no son un medio de lograr la salvación, las buenas obras son el resultado inevitable de la salvación. Sin embargo, estas buenas obras son posibles únicamente para el hijo de Dios cuya vida está plasmada por el Espíritu de Dios. A tales creyentes les escribe Juan cuando les pide que guarden los mandamientos de Dios. (1 Juan 3:22-24; 5:2, 3.) Esta relación y secuencia son imperativas, pero con frecuencia se las entiende mal y se las invierte.
Aun en la antigüedad, los hombres no eran justificados por las obras; lo eran por la fe. Así el profeta Habacuc escribió: “El justo en su fe vivirá” (Hab. 2:4; compárese con Rom. 1:17; Gál. 3:8, 11; Fil. 3:9; Heb. 10:38). Dios pide que los hombres sean justos, pero el hombre es injusto por naturaleza. Si ha de estar preparado para el reino de Dios, debe ser justificado. Esto es algo que él no puede hacer por sí mismo. Es impuro e injusto. Cuanto más trabaja y mayor es su esfuerzo, tanto más manifiesta la injusticia de su propio corazón. Por lo tanto, si el hombre quiere ser justificado, tendrá que serlo mediante un poder enteramente externo a él mismo —tiene que ser el poder de Dios.
En realidad, no hay ningún conflicto válido entre la gracia y la ley —los Diez Mandamientos; cada uno cumple un propósito especial dentro del plan de Dios. La gracia, como tal, no se opone a la ley, la cual es la norma de la justicia divina; tampoco la ley se opone a la gracia. Cada una tiene sus funciones específicas y ninguna interfiere en la función de la otra.
Una cosa es evidente, el hombre no puede salvarse por ningún esfuerzo propio. Creemos profundamente que ninguna obra de la ley, ningún esfuerzo, no importa cuan digno de alabanza sea, y ninguna buena obra —sean muchas o pocas— pueden de modo alguno justificar al pecador. (Tito 3:5; Rom. 3:20.) La salvación se logra únicamente por la gracia; es el don de Dios. (Rom. 4:4, 5; Efe. 2:8).
El hombre fue hecho recto en el principio. (Ecle. 7:29.) No había una mancha del pecado en él cuando salió de las manos de su Creador. Fue hecho a la imagen de Dios, y su carácter estaba en armonía con los principios de la santa ley de Dios. Pero el hombre pecó. Pero es el propósito de Dios, mediante el Evangelio, restaurar en el hombre esa perdida imagen de Dios. Originalmente estaba sin pecado; ahora es pecador. Pero cuando el Evangelio de la gracia de Dios realice su obra en el corazón, será vestido con la ropa de la justicia de Cristo. Esa justicia le es imputada como justificación. Le es imputada como santificación. Y mediante Cristo, y solamente Cristo, será suya, y suya para siempre en glorificación.
Pero hay peligros contra los cuales los hijos de Dios necesitan precaverse. Esto también ha sido declarado por Elena G. de White:
“Hay dos errores contra los cuales los hijos de Dios, particularmente los que apenas han comenzado a confiar en su gracia, deben especialmente guardarse. El primero… es el de fijarse en sus propias obras, confiando en alguna cosa que puedan hacer, para ponerse en armonía con Dios. El que está procurando llegar a ser santo mediante sus propios esfuerzos por guardar la ley, está procurando una imposibilidad. Todo lo que el hombre puede hacer sin Cristo está contaminado de amor propio y pecado. Solamente la gracia de Cristo, por medio de la fe, puede hacernos santos.
“El error opuesto y no menos peligroso es que la fe en Cristo exime a los hombres de guardar la ley de Dios; que, puesto que solamente por la fe somos hechos participantes de la gracia de Cristo, nuestras obras no tienen nada que ver con nuestra redención.
“Pero nótese aquí que la obediencia no es un mero cumplimiento externo, sino un servicio de amor. La ley de Dios es una expresión de su misma naturaleza; (es la personificación del gran principio del amor y, en consecuencia, el fundamento de su gobierno en los cielos y en la tierra. Si nuestros corazones son regenerados a la semejanza de Dios, si el amor divino es implantado en el corazón, ¿no se manifestará la ley de Dios en la vida? Cuando es implantado el principio del amor en el corazón, cuando el hombre es renovado conforme a la imagen del que lo creó, se cumple en él la promesa del nuevo pacto: ‘Pondré mis leyes en su corazón, y también en su mente las escribiré’. Y si la ley está escrita en el corazón, ¿no modelará la vida? La obediencia, es decir, el servicio y la lealtad de amor, es la verdadera prueba del discipulado” (El Camino a Cristo, págs. 43, 44; 1892).
“El Señor no espera menos del alma ahora que lo que esperó del hombre en el paraíso: perfecta obediencia, justicia inmaculada. El requerimiento que se ha de llenar bajo el pacto de la gracia es tan amplio como el que se exigía en el Edén: la armonía con la ley de Dios, que es santa, justa y buena” (Lecciones Prácticas del Gran Maestro, pág. 359).
Ray C. Stedman ha descripto con firmes rasgos la relación que existe entre la gracia y la ley, y algunos malos entendidos comunes, en el número de Our Hope (Nuestra Esperanza) de septiembre de 1953:
“Si la pregunta: ‘¿Se opone la ley a la gracia?’ se formulará a un grupo representativo de creyentes evangélicos de hoy, la respuesta sería, en muchos casos, un enfático ‘Sí’. Aun un grupo selecto de alumnos de institutos bíblicos y seminarios conservadores probablemente daría una firme respuesta afirmativa a tal pregunta. ¡Y estarían equivocados! A pesar de su enorme asombro ante una declaración como ésta, permanece el hecho de que, bíblica y teológicamente, están completamente equivocados.
“Es fácil comprender por qué cristianos que en otros aspectos han sido bien enseñados, se confunden en este punto. Ningún tambor teológico se hace resonar actualmente con tanto énfasis como el de la ley contra la gracia. Ningún límite está mejor marcado que el que separa la posición de los legalistas del campo de los defensores de la gracia. Y esto, por supuesto, está preeminentemente bien. Lo que generalmente se descarta y se entiende mal en este conflicto entre la ley y la gracia, es que el conflicto no es entre ambos principios como tales, sino entre el abuso de la ley por una parte y de la gracia por otra.
“Para decir la misma cosa con otras palabras, ocurre únicamente cuando la ley se convierte en un medio de salvación o de restricción del pecado, entonces entra en conflicto con los principios de la gracia. En todo otro sentido los dos son complementarios y no conflictivos. Pero la ley nunca tuvo el propósito de salvar. En su principio esencial no está opuesta a la gracia, y nunca puede estarlo, porque ambas operan en campos netamente separados y con propósitos ampliamente diferentes. La ley tiene el propósito de revelar el pecado, la gracia ha sido dada para salvar del pecado. Ningún posible conflicto puede existir entre ambas.
“La diferencia no yace en los mandamientos de la ley contra la vida libre de los mandamientos de la gracia, ¡porque el hecho es que también la gracia tiene sus mandamientos! Los que siempre asocian la palabra ‘mandamiento’ con la palabra ‘ley’ han fracasado en la lectura exacta de la Biblia. Después de todo, un mandamiento es sólo la expresión de un deseo de parte de alguien que tiene autoridad. Si Cristo es el Señor de nuestras vidas, entonces tiene autoridad en nuestras vidas y sus pedidos son órdenes para todos los que lo aman. Esos son los mandamientos de la gracia. La diferencia entre ellos y los mandamientos de la ley radica en el motivo. ¿Por qué se obedece la ley? ¡Por temor! ¿Por qué se obedece un mandamiento de la gracia? ¡Por amor! Ahí está la diferencia. El mandamiento puede ser el mismo en ambos casos; lo que difiere es únicamente el motivo. Lo que torna tan irritante a la ley es el sentido de obligación que engendra. Se nos pide que hagamos aquello que no nos agrada hacer. El mismo mandamiento en relación con la gracia, solicita una pronta y voluntaria obediencia porque amamos a Aquel que nos lo pide. Ha desaparecido el sentido de obligatoriedad.
“¿Qué ocurre, entonces, cuando la gracia invalidó la ley? ¿Cambió el deseo de Dios hacia los hombres manifestado en la ley? No; aun fue intensificado y puesto en lo interior antes que en lo exterior. ¿Qué cambió, entonces? ¡El motivo en el corazón humano! Antes nos esforzábamos vanamente por obedecer una ley justa, fustigados por nuestros temores hacia la ira venidera. Ahora, como creyentes en Cristo, estamos delante de Dios en la perfecta justicia de Cristo y, porque amamos al que nos amó primero, procuramos agradarle —algo que encontramos gran placer en llevar a cabo— y así, inconscientemente cumplimos la ley. ‘Porque lo que era imposible a la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley fuese cumplida en nosotros, que no andamos conforme a la carne, mas conforme al espíritu’ (Rom. 8:3, 4). La última cláusula describe lo que la gracia hace para nosotros”.
Esta declaración de la posición adventista bien puede cerrarse con esta amonestación de Elena G. de White hecha a nuestra propia iglesia:
“Cristo está intercediendo por la iglesia en los atrios celestiales, abogando en favor de aquellos por quienes pagó el precio de la redención con su propia sangre. Los siglos y las edades nunca pueden aminorar la eficacia de este sacrificio expiatorio. El mensaje del Evangelio de su gracia había de ser dado a la iglesia con contornos claros y distintos, para que el mundo no siguiera afirmando que los adventistas del séptimo día hablan de la ley, pero no enseñan acerca de Cristo o creen en él” (Testimonios para los Ministros, págs. 89, 90).