No esfácil hablar de corazón a corazón, porque al hacerlo necesitamos abrir el manantial de la vida, el cofre en el que guardamos los secretos más preciosos, para exponer nuestros sentimientos, flaquezas, luchas y, muchas veces, nuestras derrotas. Para llegar al corazón de quien oye o lee, necesitamos ser honestos y mostrarnos humanos; porque las luchas y los dramas de los demás no son diferentes de los nuestros.

En esta oportunidad, quiero enfatizar la vida devocional del pastor; decir que el tiempo que se pasa a solas con Dios no es algo opcional: es el único camino coherente en la vida de un pastor. Usted puede ser un gran administrador, constructor, profesor, predicador, comunicados formador de gente y muchas otras cosas más; pero, si no tiene vida devocional, no será pastor. Será solo un excelente profesional, tal vez admirado y respetado por todos, pero no será pastor. El pastor es un hombre de Dios. Por eso, pasa mucho tiempo a solas con él.

Si usted me preguntara cuál fue la lucha más grande de mi vida a lo largo de casi cuatro décadas de ministerio, mi respuesta sería: “Apartar cada día un tiempo para estar a solas con Dios”. Mi tentación fue siempre correr detrás de lo que creía que era mi deber y olvidarme de mi responsabilidad principal, y aprender a ser un hombre de Dios.

A los seres humanos nos gusta inventar excusas: “Estoy muy ocupado”; “Necesito terminar este trabajo”; “Tengo un compromiso hoy temprano”; “Estoy cansado; tuve un duro día de labor”; “Haré esto mañana, cuando esté tranquilo”. No las formulamos conscientemente; son “disculpas” inconscientes que la criatura presenta para dejarse llevar por su naturaleza pecaminosa, que gusta de cualquier cosa menos sentarse a los pies del Salvador. Si apartamos un poco de tiempo cada día para estar a solas con Dios por medio de la oración y el estudio de la Biblia, no será porque sea fácil decidir hacerlo. A la naturaleza humana no le gusta pasar tiempo con el Señor. Prefiere correr a fin de “trabajar para el Señor”. Al hacerlo, corremos el peligro de descubrir que la acción reemplaza a la devoción, olvidándonos así de que la acción sin devoción se convierte en maldición.

Muchas veces, me he encontrado con pastores desanimados frente a las circunstancias que presenta el trabajo. Alguien me confesó hace poco: “Estoy a punto de renunciar. Me falta la fe; siento que no confío más en que Dios dirige la obra”. Usted ¿no confía? ¿Los reveses de la vida lo han llevado al punto en que la duda ha asaltado su corazón? Tal vez necesite recordar lo que afirmó David cuando estaba atravesando por un momento muy difícil: “En ti confiarán los que conocen tu nombre. Por cuanto tú, oh Jehová, no desamparaste a los que te buscaron” (Sal. 9:10). Según el salmista, la confianza es el resultado de una experiencia profunda con Dios. Confiar en el Señor no es algo que sucede por casualidad; es fruto del conocimiento. Nadie confía en lo que no conoce. Para confiar en Dios, es necesario conocerlo. Y, ¿cómo conocerlo si no pasamos tiempo junto a él?

La iglesia sabe cuando el pastor conoce a Dios. Se ve algo diferente en su mirada, en su modo de hablar, en la predicación, en la conducta y en la hora de la prueba. Cuando los vendavales de la vida soplan implacables, usted sabría dónde encontrar refugio, si fuera un hombre de Dios. Al sentirse incomprendido, rechazado o perseguido, usted sabría dónde están los brazos que lo pueden proteger. Al sentirse golpeado, sabrá que Jesús lo puede consolar. Cuando esté herido, sabrá que el Señor lo puede curar. El hombre de Dios sabe de esto, porque se encuentra todos los días con Dios. Ningún pastor alcanzará los elevados objetivos de su vocación sin una experiencia viva con el Señor. La promesa de David es alentadora: “Tú, oh Jehová, no desamparaste a los que te buscaron”.

Pero, ¡qué difícil es buscarlo! ¡Qué fácil es correr de un lado al otro, de la mañana a la noche, intentando “cumplir la misión”! ¡Qué difícil es reflexionar y reconocer que sin él nada somos! ¡Qué fácil es imaginar que los elogios humanos respecto de nuestro trabajo son garantía de que todo está bien y que no necesitamos nada más! Oh, Señor, enséñanos a entender que sin ti nada somos y nada podemos. Que solo tú eres nuestra fuerza. Enséñanos a buscarte, incluso con lágrimas. Enséñanos a poner en práctica la primera lección de la vida cristiana y del ministerio: depender plenamente de ti.

Sobre el autor: Secretario de la Asociación Ministerial de la División Sudamericana.