En Jesús habita la plenitud de la divinidad. Él es el Creador y Redentor. Por eso, no tiene igual.

     Corría el año 62 de la Era Cristiana. El apóstol Pablo estaba preso en Roma, donde recibió la visita de Epafras. Ese hombre posiblemente se convirtió al cristianismo durante el ministerio de Pablo en Éfeso. Después se dedicó a evangelizar Laodicea, Colosas y Hierápolis, ciudades que se encontraban en el valle del río Lico, en Asia Menor, hoy Turquía. En cada una de ellas había una iglesia cristiana, y Epafras era el pastor (Col. 1:7, 8; 4:12, 13).[1]

     El pastor Epafras fue a buscar la orientación y la ayuda de Pablo para enfrentar a un enemigo que comenzaba a atacar el cristianismo,[2]y que ya había afectado a algunos miembros de la comunidad cristiana de Colosas; una herejía que se estaba desarrollando y que trataba de combinar el evangelio con otras doctrinas religiosas.[3] Teniendo como base el misticismo oriental,[4] incorporaba elementos de la fe cristiana e ideas judías. Más tarde, a partir del siglo II, recibiría el nombre de gnosticismo,[5] derivado del término griego gnosis, que significa conocimiento.

     El gnosticismo enseñaba que Dios había creado muchos seres espirituales y angélicos, de diversas categorías, que a su vez habían creado todo lo material,[6] y servían de intermediarios entre el Señor y la humanidad. Cristo era sólo uno de esos seres.[7] Negaba la encarnación de Cristo, su divinidad y la redención que había efectuado en la cruz. Afirmaba que la salvación no se obtenía por le fe,[8] sino por medio de un conocimiento superior, que sólo alcanzaban unos pocos, que los elevaba a un nivel espiritual más alto.[9]

     Consideraban que la materia era “la fuente de todo mal”.[10]Fomentaban el desprecio del cuerpo, le daban mucha importancia a las ceremonias judías (ayunos y abstinencia) y al culto a los ángeles. Aunque sus promotores presentaran esas enseñanzas como filosofía,[11] la Biblia las califica de “huecas sutilezas” (Col. 2:8). Esa herejía asedió a la iglesia por cerca de 150 años. En el Nuevo Testamento encontramos ocho cartas que tratan de desenmascararla.[12]

     Después de escuchar a Epafras, Pablo le escribió una carta a la iglesia de Colosas, mediante la cual ataca las enseñanzas de los gnósticos, expone la majestad de Cristo y la perfecta redención que llevó a cabo. En este artículo analizaremos un párrafo de esa carta, que se considera la porción más cristológica de toda la Biblia.[13]

     “El cual [El Padre] nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado el reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados.

     “Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación.

     Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él.

     “Y él es antes que todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten. Él es también la cabeza del cuerpo que es la iglesia, el que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia; por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda la plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz.

     “Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprochables delante de él; si en verdad permanecéis fundados y firmes en la fe, y sin moveros de la esperanza del evangelio que habéis oído, el cual se predica en toda la creación que está debajo del cielo; del cual yo Pablo fui hecho ministro” (Col. 1:13-23).

     Este pasaje presenta tres tipos de relaciones que sostiene el Hijo de Dios: con la Divinidad, con la creación y con la iglesia.

Cristo es Dios

     Según el versículo 13, Cristo es el Hijo de Dios. La Biblia se escribió de acuerdo con la mentalidad oriental, que es diferente de la nuestra en muchos aspectos. Por eso, si alguien dice que usted es hijo de su padre, los orientales no piensan que usted es más joven que su padre, sino que usted posee la misma naturaleza de su padre. Por lo tanto, cuando las Escrituras afirman que Jesús es el Hijo de Dios, no quieren decir que es una criatura de Dios, sino que posee la misma esencia de Dios, que es igual a Dios.

     Sí, Jesús es el Hijo de Dios: el Hijo de su amor, o el Hijo amado. El mismo Dios dio testimonio de eso cuando dijo: “Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mat. 3:17; 17:5). Y Jesús se alegró cuando Pedro formuló su memorable confesión: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mat. 16:16, 17).

     Es la imagen de Dios (Col. 1:15). A Adán se lo creó a imagen de Dios; pero después el pecado entró en el mundo e inficionó la naturaleza humana, de modo que el reflejo de esa imagen se desvirtuó. Entonces vino el segundo Adán: Cristo Jesús, la perfecta y exacta imagen de Dios. No era una copia, sino el mismo original; porque es “la imagen misma de sus sustancias” (Heb. 1:3). De modo que, mientras que para los gnósticos Cristo era sólo uno de entre muchos seres espirituales —o emanaciones—, que servían de intermediarios entre Dios y los hombres, para Pablo Jesús es la manifestación de Dios, la más completa y perfecta revelación del Padre, el único que puede lograr que el Señor sea visible a los hombres. Jesús dice: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Juan 14:9).

     En Jesucristo reside la plenitud de Dios (Col. 1:19; 2:9). En el pensamiento gnóstico la plenitud de la divinidad era la suma de todas las emanaciones y todos los seres espirituales que, según ellos, se encontraban entre Dios y el mundo material;[14] pero Pablo declara que únicamente en Cristo se encuentra toda la plenitud de Dios. Y, si eso es verdad, entonces es eterno, omnipotente, omnisapiente y omnipresente. En fin, “nada hay en el carácter y en los atributos de Dios que no esté en Cristo”,[15]y tampoco se le puede agregar nada más.

     El texto se refiere al “reino de su amado Hijo” (Col. 1:13); por lo tanto, Cristo es rey. Mientras vivamos en el tiempo de gracia, su reino será espiritual y comprenderá a todos los que lo aceptan como Salvador y Señor. Pero cuando se concrete el plan de salvación, su reino será visible y glorioso, abarcará todas las cosas y todas las criaturas de todo el universo.

Señor de la creación

     Jesucristo es el primogénito de la creación (vers. 15). Eso “no significa… que Cristo sea parte de la creación, el primer ser creado por Dios. Todo lo que existe tiene una causa anterior. No es el caso de El pensamiento de Pablo es exactamente lo opuesto, y su objetivo era demostrar que Cristo no es uno de los numerosos intermediarios que supuestamente Dios habría creado y puesto entre sí mismo y el hombre, porque Cristo no sólo no fue creado, sino que él mismo es el Creador”.[16]

     En las Sagradas Escrituras la palabra “primogénito” algunas veces se refiere a posición. Cuando Dios quería demostrar que alguien era especialmente honrado a su vista, lo llamaba primogénito. Por eso le dio ese nombre a Israel (Éxo. 4:22) y también a David (Sal. 89:20, 27), aunque se trataba del octavo hijo de Isaí (1 Sam. 16:10-13), para destacar la importancia del lugar que ocupaban junto a él. En ese sentido se emplea esta palabra con respecto a Cristo. Pablo quería decir que Jesús ocupaba un lugar de privilegio sobre toda la creación, o sea, él es la cabeza y el Creador de todas las cosas. Colosenses 1:16 lo confirma al declarar que la razón por la cual se le da este nombre a Jesús es el hecho de que él es el Creador de todas las cosas.

     Todo fue creado por él. Según los gnósticos existían varias órdenes de seres angélicos responsables de la creación del mundo material. Pero Pablo declara que todas las cosas visibles e invisibles, en la Tierra y en los cielos, fueron creadas por Cristo, incluso todos los órdenes de seres espirituales: tronos, soberanías, principados y potestades. Todo fue creado para él, “para cumplir sus deseos, servir a su propósito y promover su gloria”. [17]Todo le pertenece. Es el Señor de la creación.

     Jesús antecede a todo. Toda cosa creada depende para su existencia de algo anterior a ella, pero ése no es el caso de Cristo. Él antecede a todas las cosas, tiene existencia propia, no depende de nada ni de nadie. La Biblia nos dice que Cristo es eterno, que no tuvo principio; él mismo es el comienzo. Éstas son sus palabras: “Yo soy el Alfa… el principio… el primero…” (Apoc. 22:13).

     Todo lo que existe tiene una causa anterior. No es el caso de Jesús. Él mismo es la causa. Tiene existencia propia; no se la debe a nadie. Él es el primero. La verdad es que todo fue creado por Alguien que no fue creado por nadie.

     En él todo subsiste; en él todo permanece unido. “En él todo tiene su unidad y su significado”.[18] No sólo creó el universo, sino que lo sustenta también; es responsable de su funcionamiento. “Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles… todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten” (Col. 1:16, 17).

Señor de la iglesia

     Cristo es la cabeza de la iglesia. Una de las graves consecuencias de la aceptación de las falsas enseñanzas gnósticas era no estar unidos a la Cabeza (2:19). Y Pablo enumera tres razones por las cuales Cristo tiene derecho a la autoridad suprema en la iglesia: su resurrección (“Es… el primogénito de los muer-tos”), lo que es una garantía de nuestra propia resurrección; su divinidad (Col. 1:19; 2:9); y su obra redentora (puesto que establece “la paz por la sangre de su cruz”).

     La iglesia es una institución fundada por Jesús para hacer discípulos, bautizar y enseñar lo que Cristo enseñó. Los dirigentes de la iglesia no son la cabeza; son miembros del cuerpo. No es un hombre. Ni siquiera “algunos hombres, ni aun los miembros en conjunto son los que deben regir la iglesia”. Cristo es el jefe, el primero en posición, y debe seguir siendo la Cabeza de su iglesia. La estructura de gobierno adoptada por ella “sólo tendrá valor y significado en la medida en que sirva de expresión a la autoridad de su Señor”.[19]

     “No tenemos autoridad para hacer reglamentos, ya sea individual o colectivamente. Nuestra misión como miembros del cuerpo consiste en discernir la voluntad de Cristo, su Cabeza, ya sea que su voluntad nos guste o no, que aumente o reduzca nuestros números, que nos haga populares o impopulares, que nos acarree alabanzas o el desprecio de los hombres”.[20]

     El hecho de que él sea la Cabeza de la iglesia significa que también es la Cabeza de cada cristiano. Por lo tanto, la obediencia que le damos debe ser individual. Sólo cuando eso sucede la unidad del cuerpo llega a ser una realidad[21]

     Jesús es el primogénito de los muertos. Otra vez la palabra primogénito se usa en el sentido de posición y no de orden; puesto que es evidente que él no fue el primero en resucitar de entre los muertos. Pero es el vencedor de la muerte, por medio de quien vivirán todos los fieles que pasen por la muerte. Declaró: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Juan 11:25). Y al anciano Juan, en Patmos, le dijo: “No temas; yo soy el primero y el último, y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades (la morada de los muertos)” (Apoc. 1:17, 18).

     Así como se llamó a Cristo primogénito de la creación porque le dio origen al mundo natural, aquí se lo llama primogénito de los muertos porque por medio de él comienza la nueva creación. “Él es el principio” de esa nueva creación, tal como fue el principio de la antigua. Y eso como consecuencia de su resurrección de entre los muertos.

     Nos liberó del dominio de las tinieblas, o sea, del estado de separación de Dios y de la ignorancia espiritual en la que el hombre es esclavo del pecado y el mal. Un estado en el cual una fuerza irresistible lo arrastra a un abismo sin nombre. Es la condición de ceguera, odio y miseria en que viven los súbditos del maligno. “Su mentalidad, su ética, sus ideales, todo está en oposición a Dios”.[22] Pero la luz resplandeció en medio de las tinieblas. Jesús vino a este mundo tenebroso y lo iluminó con la fulgurante luz de su presencia, y nos liberó al pagar el rescate. Por eso, en él “tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados” (vers. 14). También nos trasladó a su reino (vers. 13). Dejamos de ser esclavos de un terrible tirano y se nos trasladó a otro reino en el cual, gracias a la experiencia del nuevo nacimiento, pasamos a formar parte de la familia real y llegamos a ser herederos del Rey.

     Cristo Jesús es el Reconciliador. Otra ilustración que usó el apóstol es que éramos extraños a Dios, y no sólo eso, sino enemigos también, tanto en nuestros pensamientos como en nuestra conducta. A pesar de eso, Cristo, mediante su muerte, nos reconcilió con Dios. Ahora somos amigos de Dios; estamos en paz con él.

     Para los gnósticos, el cuerpo era el asiento del mal. Creían que Dios, en su pureza, jamás se acercaría a la humanidad pecadora. En lugar de eso, empleaba ángeles incorpóreos para llevar a cabo la reconciliación. Pero Pablo afirma que el mismo Dios se hizo uno de nosotros y nos “reconcilió en el cuerpo de su carne”.[23]También es verdad que el hecho de que él haya venido en carne y sangre ennobleció el cuerpo humano, convirtiéndolo en un templo para morada de Dios.

     El texto destaca las fuentes, el alcance y las bendiciones de la reconciliación. La fuente es la cruz de Cristo. Es la iniciativa de Dios para atraernos junto a sí. En ella se revelan el poder, la santidad, la justicia y el amor de Dios. La cruz ocupa un lugar central en el plan de salvación.

     La salvación abarca todas las cosas del universo. Un día era perfecto, pero el pecado malogró la armonía que existía en toda la creación. “Sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora” (Rom. 8:22). Pero Cristo logrará que la más completa armonía vuelva a reinar en todas las obras de Dios. Reconciliará consigo mismo todas las cosas, las de los cielos y las de la Tierra.

     Hasta los seres celestiales que no pecaron serán beneficiados por la obra reconciliadora efectuada por Cristo, en el sentido de que tienen ahora una visión mucho más nítida del amor y de la sabiduría de Dios (Efe. 3:10), lo que los acercó aún más al Creador.[24] Recordemos que sólo después de que Cristo derrotó a Satanás en la cruz los habitantes del cielo pudieron festejar, porque la actividad del enemigo, de allí en adelante, quedaría confinada a este mundo (Apoc. 12:10-12).

     Esta reconciliación es una fuente de abundantes bendiciones para nosotros. La primera de ellas es la paz con Dios. El pecador reconciliado sabe que ha sido perdonado y recibido como hijo de Dios, y disfruta al vivir en su presencia. La paz con Dios lo lleva a tener paz consigo mismo y a vivir en paz con sus semejantes.

     Otra gran bendición de la reconciliación es la transformación del carácter. Como consecuencia del sacrificio de Cristo en la cruz, Dios nos considera y nos hace “santos y sin mancha” (vers. 22), o sea, libres de manchas, defectos y acusaciones.

Esperanza y herencia

     Entre la reconciliación pasada y la perfección futura se encuentra la obra de Dios que transforma nuestra vida, y nos hace cada vez más semejantes a Cristo, lo que no sucederá sin nuestra cooperación. El apóstol nos invita a permanecer “fundados y firmes en la fe” (vers. 23). Estas figuras las pidió prestadas al ámbito de la construcción.

     El primer fundamento es la fe. El hecho de permanecer firmes en la fe garantiza nuestra victoria. Es el fundamento de la vida espiritual. Debemos tener cuidado de no ser desviados por las nuevas versiones del cristianismo. El secreto consiste en apegarse “al evangelio que habéis oído”, a la lealtad a nuestros orígenes espirituales. Ni los que se apartan ni los que apostatan nos deben impresionar, puesto que no somos “de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma” (Heb. 10:39).

     El segundo fundamento es la esperanza del evangelio. En el versículo 5, Pablo habla “de la esperanza que os está guardada en los cielos”, y en el versículo 12 se refiere a “la herencia de los santos en luz”. Esa esperanza es el regreso de Cristo a este mundo, con todo lo que vamos a recibir a partir de entonces.

     La salvación que Dios puso a nuestra disposición es mucho más que el perdón de los pecados y nuestra liberación. Implica todas las riquezas de una herencia infinita, eterna e incomparable: una vida sin penas, ni dolores ni decepciones, en un universo completamente exento del mal, y tan larga, que se podrá medir con la vida de Dios.

     El Señor hizo de nosotros sus hijos, y ahora nos está capacitando para que participemos un día, alegremente, de la herencia celestial. “Daréis gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz” (vers. 12). Como hijos de Dios, tenemos deberes y obligaciones. Pero, por eso mismo, también tenemos privilegios. Somos sus herederos, y cuando Cristo vuelva recibiremos nuestra herencia.

     Pablo termina su invitación recordando que el evangelio que él había anunciado no es una doctrina esotérica, que puede ser conocida sólo por unos pocos, como era el caso de los gnósticos;[25] por el contrario, tiene un objetivo de alcance universal. Por eso, “se predica en toda la creación que está debajo del cielo” (vers. 23). Tampoco era un invento suyo, porque era anterior a él. En verdad, él mismo era ministro, o sea, un siervo de este evangelio.[26]

     Al ser Cristo quien es, con respecto a la divinidad, la iglesia y el universo, ¿cómo puede alguien pretender modificar o añadirle elementos a la salvación llevada a cabo por él? Sería como salir al aire libre en pleno mediodía, debajo de un cielo sin nubes, y encender una miserable vela para ayudar al sol a brillar más.[27] En él habita la plenitud de la divinidad, y tanto la creación como la redención son obras suyas. Por eso, no tiene igual.

     Si es Dios, el Señor de la creación, el dueño del universo y la Cabeza de la iglesia, nuestra vida está en sus manos. No tenemos nada que temer. En él tenemos vida plena y no necesitamos de suplementos gnósticos o de cualquier otra clase. Cristo debe ser supremo en nuestra vida.

Sobre el autor: Profesor del Seminario Adventista Latinoamericano de Teología (SALT), Engenheiro Coelho, SP, Brasil.


Referencias

[1] ‘Silas Alves Falcao, Meditares em Colossenses (Meditaciones sobre Colosenses] (Río de Janeiro, Casa Editora Bautista, 1956), pp. 14, 15.

[2]Ibíd, p. 38.

[3] ’Guy Appéré, O Misterio de Cristo (El misterio de Cristo] (Essex, Ediciones Peregrino, 1990), p.11.

[4] Sidlow Baxter, Examinai as Escrituras [Escudriñad las Escrituras] (Sao Paulo, Vida Nova, 1995), 2a. edición, t. 6, p. 214.

[5] ‘Silas Alves Falcao, Ibíd., p. 14.

[6] R. N. Champlin y J. M. Bentes, ‘Colossenses”, Enciclopedia da Biblia, Teología e Filosofía [‘Colosenses* Enciclopedia de Biblia, Teología y Filosofía] 1995, t. 1, p. 791.

[7] Ibíd., p. 790.

[8] Ibíd., p. 791.

[9] ’Silas Alves Falcao, Ibíd., p. 11.

[10] J. Sidlow Baxter, Ibíd., p. 215.

[11] R. N. Champlin y J. M. Bentes, Ibíd.

[12] Ibíd., p. 790.

[13] Ibíd., pp. 786, 787, 793.

[14] Clifton J. Alien, editor, Comentario bíblico Broadman (Río de Janeiro, Juerp, 1985), t. 11, p. 277.

[15] Biblia de Estudo Vida [Biblia de estudio Vida] (Sao Paulo, Vida, 1999), Nota acerca de Col. 1:19.

[16] Guy Appéré, Ibíd., p. 41.

[17] Clifton J. Alien, Ibíd., p. 276.

[18] E. F. Scott, citado por Alien, Ibíd., p. 276.

[19] Guy Appéré, Ibíd., p. 49.

[20] Ibíd., pp. 46, 47.

[21] Ibíd., p. 47.

[22] Silas Alves Falcao, Ibíd., p. 33.

[23] Clifton J. Alien, Ibíd., p. 280.

[24] R. Jamieson, A. R. Fawcett y D. Brown, Comentario exegético y explicativo de la Biblia (S.I., Casa Bautista de Publicaciones, 1981), 8 a edición, t. 2, p. 514.

[25] Clifton J. Alien, Ibíd., p. 281.

[26] Ibíd.

[27] J. Sidlow Baxter, Ibíd., p. 220.