La predicación es un reflejo del carácter del predicador. Aunque no lo quiera, cuando el pastor predica un sermón, su vida va junto con él. Expresa sus pensamientos, sentimientos y actitudes acerca de Dios, la Biblia, la oración, la obediencia, la gente, en fin, sobre su vida en sus más variados aspectos. Por eso, más importante que la preparación del mensaje es la preparación del mismo mensajero. En cierto sentido vive siempre preparándose. “Por causa de la naturaleza y el carácter de su llamado… todo lo que hace, incluso todo lo que le sucede, él descubre que es importante para el desarrollo de su gran obra, y… forma parte de su preparación”.[1]
Sin embargo, el predicador debe tener ciertos cuidados y desarrollar determinados hábitos que lo mantendrán en continuo crecimiento espiritual y lo ayudarán a formar un carácter cada vez más semejante al de Jesús. De este modo, como parte de su preparación para la vida, el pastor deberá estudiar los aspectos relacionados con su vocación que debe seguir.
El uso del tiempo
A diferencia de otros profesionales, el pastor no está limitado por horarios, marcación de tarjetas y otras obligaciones semejantes. Si bien es cierto que eso le produce algunas ventajas que le facilitan el trabajo, también presenta peligros y tentaciones. Uno de esos peligros es la tendencia a dejar que el tiempo se disipe. Especialmente ocurre eso durante las mañanas.[2] Por eso el pastor debe tener un programa para poder administrar adecuadamente el tiempo, y esforzarse para cumplirlo.
Estudio de la Biblia
Es indispensable que el pastor lea la Biblia regularmente, todos los días. El objetivo primordial de esta actividad no es sólo encontrar buenos textos para sermones, aunque eso sea lo que finalmente sucede, sino alimentar su propio corazón con el pan espiritual servido por Dios mismo, para que pueda crecer espiritualmente, conociéndolo y amándolo cada vez más.
Pero si está leyendo la Biblia de esta manera, y se destaca algún texto que le llama la atención, no debe seguir adelante. Concéntrese en ese texto. Siga meditando y analizándolo hasta que surja el bosquejo de un sermón. No deje eso para hacerlo en otra oportunidad. Tal vez no logre nunca más recuperar ese mensaje. Al proceder de este modo, el predicador puede atesorar buenos bosquejos para usarlos oportunamente.[3]
El predicador también necesita estudiar en profundidad determinadas porciones de las Escrituras, como ser algunos de sus grandes capítulos, e inclusive libros enteros, usando todas las herramientas que están a su disposición. Esta costumbre lo volverá espiritualmente fuerte y, por consiguiente, fortalecerá su congregación.
La práctica de la oración
Ésta ha sido la característica descollante de los grandes predicadores de todos los tiempos.[4] La predicación de estos hombres era poderosa porque primeramente se habían abastecido en la fuente del poder celestial. Conducían a los seres humanos al Salvador porque previamente habían estado con el Salvador. No hay sustituto para la comunión con Dios. En ella el pastor encontrará sabiduría, ánimo, fortaleza, salud y poder para cumplir su misión.
Cuando Jesús estuvo en la Tierra, durante los años de su ministerio, había mucho que hacer. Necesitaba anunciar el evangelio, curar enfermos y liberar a los oprimidos por las fuerzas del mal. Necesitaba consolar, aclarar conceptos y animar a los dolientes, como asimismo reprender y exhortar. Tenía que viajar a pie de un lado al otro por las precarias y polvorientas sendas de Palestina, con el fin de llegar a muchas de sus aldeas y pueblos. Con frecuencia estaba rodeado de multitudes con sus numerosas necesidades. Era tanta su actividad que los que estaban con él temían por su vida.[5] Pero nunca permitió que sus numerosos e importantes quehaceres pasaran a ser prioritarios en su existencia. Para Jesucristo lo más importante, en efecto el fundamento de su ministerio, era el tiempo que dedicaba cada día a estar en comunión con su Padre. “Pero siempre que volvía de las horas de oración que ponían término al día de trabajo, notaban en su semblante la expresión de paz, la frescura, la vida y el poder que parecía haber compenetrado todo su ser. De las horas pasadas a solas con Dios, salía… para llevar a los hombres la luz del Cielo”.[6]
El predicador, de acuerdo con el ejemplo de su Maestro, necesita esa preparación. Si lo hace, “recibirá un nuevo caudal de fuerza física y mental. Su vida exhalará fragancia y dará prueba de un poder divino que alcanzará a los corazones de los hombres”.[7] Por lo tanto, todos los que están implicados en la predicación del evangelio deben dedicar mucho tiempo a la oración.
La buena lectura
La obra del predicador es grandiosa; y para llevarla a cabo plenamente necesita estar motivado. Una de las mejores maneras de hacerlo es por medio de lecturas inspiradoras que lo estimulen a ser más fiel, más productivo, más semejante a Jesús. Destacamos las biografías de los grandes hombres a quienes Dios usó poderosamente en su causa. También obras acerca de la vida del mismo Jesús y otros personajes de las Escrituras; libros que cuentan la historia de los grandes reformadores, misioneros y pioneros. También son útiles los libros que se refieren a la vida de grandes estadistas y benefactores de la humanidad. Además, hay quienes se mantienen despiertos espiritualmente al oír buena música.
La evaluación propia
Será muy provechoso llevar a cabo, al fin del día, una breve revisión de nuestro comportamiento y nuestras actitudes en el curso de las horas. Esto nos ayuda a descubrir los motivos que nos llevaron a obrar de una u otra manera. Y a percibir con más certidumbre dónde fallamos y dónde estuvimos acertados. El resultado de este hábito es que terminaremos conociéndonos mejor a nosotros mismos. Sobre la base de este conocimiento propio podremos planificar y llevar a cabo una relación de mejor calidad tanto con Dios como con los hombres.[8]
El cuidado de cuerpo
Con el fin de servir bien a Dios, el predicador necesita estar en buenas condiciones físicas. Ya que somos el resultado de lo que comemos, es necesario tener cuidado con la alimentación, no sólo ingiriendo alimentos sanos a intervalos regulares, sino también en cantidades moderadas. Nunca nos debemos olvidar que la temperancia y el dominio propio forman parte del fruto del Espíritu de Dios en la vida del cristiano (Gál. 5:22, 23), y que esas virtudes exigen la prescindencia de todo lo perjudicial y el uso moderado de lo beneficioso.
Otro ingrediente indispensable de la buena salud es el ejercicio físico. Todos los órganos del cuerpo están relacionados entre sí, dependen los unos de los otros, y necesitan de un ejercicio adecuado con el fin de que, en su conjunto, tengamos buena disposición y buena salud.
Puesto que el trabajo del pastor es mental en gran medida, necesita dedicar una porción regular de su tiempo a una actividad corporal, para lograr el debido equilibrio entre lo físico y lo intelectual. Eso se puede hacer de diversas maneras, de acuerdo con las condiciones, preferencias y oportunidades de cada cual. Puede ser, por ejemplo, trabajar para cultivar una huerta o un jardín; o practicar ciertos deportes. Algunos tienen un hobby que les demanda bástate esfuerzo físico, como sería el caso de la carpintería. También sirve una carrera o una buena caminata. Cada cual tiene que decidir por lo que le resulta más conveniente y placentero.
También necesitamos períodos de reposo, en los cuales la mente y el cuerpo se distiendan, de manera que la naturaleza se encargue de restaurar las fuerzas y el buen ánimo para la prosecución de los quehaceres. No es prudente vivir permanentemente sobrecargado, en una carrera que no tiene fin, traspasando los límites a que estamos sujetos como seres humanos. Las noches de buen sueño, y ocasionales actividades recreativas, contribuirán mucho a prolongar la vida y conservar la salud y el buen ánimo, teniendo en vista trabajar con más eficiencia en la obra del Señor.
Es mejor servir a Dios y ser productivos durante toda una vida que trabajar hasta el cansancio en los primeros años del ministerio, intentando hacer el trabajo de dos o tres personas, y después ser acusados de estafadores o caer en las garras de alguna enfermedad, de manera que resulte imposible la restauración.
Al preparar bien sus sermones, pero por encima de eso prepararse bien, el predicador estará obedeciendo la indicación de Pablo a Timoteo: “Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren” (1 Tim. 4:16).
Sobre el autor: Profesor de Homilética en el Seminario Adventista Latinoamericano de Teología (SALT), Engenheiro Coelho, San Pablo, Brasil.
Referencias:
[1] O. Martin Lloyd, Pregação e Fregadores (São Pablo, Brasil, Fiel, 1986, 2a ed.), p. 120.
[2] Ibíd., p. 121.
[3] Ibíd., pp. 125, 126.
[4] Ibíd., p. 123.
[5] Elena G. de White, El ministerio de curación (Buenos Aires, Asociación Casa Editora Sudamericana, 1975), p. 35.
[6] Ibíd.
[7] Ibíd., p. 37.
[8] Elena G. de White, Obreros Evangélicos (Buenos Aires, Asociación Casa Editora Sudamericana, 1971), pp. 292, 293.