Jesús se reunió por última vez con sus discípulos. Durante los últimos anos habían gozado de compañía, habían recibido sus enseñanzas y el entrenamiento necesario para continuar la obra que él había comenzado. El Maestro había cumplido su misión en el mundo. Había vivido una vida inmaculada, había vencido la tentación, al tentador y a la misma muerte. Ahora tenía que partir, tenía que regresar a su Padre. ¿Cuáles serían sus últimas palabras? ¿Cuál sería el contenido de su último mensaje? Seguramente lo que él consideraba más importan- te. El texto sagrado dice: “Les mandó… que esperasen la promesa del Padre… Porque… seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días… recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la Tierra” (Hech. 1:4-8).
Cerca de diez días después, “cuando llegó el da de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos” y “fueron todos llenos del Espíritu Santo” (Hech. 2:1-4). Entonces, llena de poder, la iglesia avanzó. Miles se convirtieron y sus congregaciones se multiplicaron tanto cerca como lejos. En una sola generación el evangelio se predicó a “toda la creación que está debajo del cielo” (Col. 1:23).
Al pensar en esas cosas, y al saber que la predicación desempeña un papel destacado, nos pusimos a indagar cómo eran los sermones en los tiempos apostólicos. ¿Valdría la pena examinar el Nuevo Testamento para encontrarlos y analizarlos? Eso tratamos de hacer. Como se sabe, con frecuencia la Biblia presenta solo un resumen de los hechos. Descubrimos que lo mismo ocurre con los sermones, de manera que, aunque muchos se predicaron, solo seis de ellos aparecen con la suficiente extensión como para poder analizarlos. Todos están en el libro de los Hechos. Los examinaremos con propósitos homiléticos, deteniéndonos en las circunstancias en que se los pronunció, y en la introducción y el objetivo de cada uno de ellos.
El sermón de Pedro en Pentecostés
El primero es el que se encuentra registrado en Hechos 2:14 al 36. Lo predicó en Jerusalén el apóstol Pedro, inmediatamente después del derramamiento del Espíritu Santo, cuando hablaron en lenguas todos los creyentes que se encontraban reunidos allí.
En su introducción se refirió al hecho de que los que hablaban en lenguas no estaban embriagados, como algunos lo suponían, sino que esa inusitada demostración era el cumplimiento de una de las profecías de Joel (2:28-32). Ese sermón tenía como objetivo presentar a Jesús crucificado y resucitado como el Cristo (Mesías) tan largamente esperado, de modo que los oyentes se convirtieran a Él (Hech. 2:32, 38, 40, 41).
El sermón de Esteban ante el Sanedrín
A Esteban se lo detuvo y se lo acusó falsamente. Entonces, delante del Sanedrín, tuvo la oportunidad de presentar su defensa, y lo hizo mediante el sermón registrado en Hechos 7:1 al 53. En su introducción se refirió al llamado de Abraham, padre de la nación hebrea, y su propósito consistió en recordar paso a paso a los principales personajes y eventos de la historia de Israel hasta llegar a Cristo y a la gran salvación llevada a cabo por él.
Pero su predicación fue interrumpida. “Al llegar Esteban a este punto, se produjo un tumulto entre los oyentes. Cuando relacionó a Cristo con las profecías, y habló de aquel modo del templo… Vio la resistencia que encontraban sus palabras, y comprendió que estaba dando su postrer testimonio. Aunque no había llegado más que a la mitad de su discurso, lo termino abruptamente”.[1]
Esteban desarrollo casi mil años de la historia de Israel, desde Abraham hasta Salomón, y entonces, al darse cuenta de que disponía de muy poco tiempo, paso por alto otros mil años y presento lo que era más importante: Cristo, el Justo, que hacía poco había sido llevado a la muerte por sus oyentes.
El sermón de Pedro en casa de Cornelio
Como ya lo vimos, la orientación que dio Jesús era que el evangelio debía ser predicado primero en Jerusalén, la capital, donde se le había dado muerte. Después debía ir al interior de Judea, más tarde a Samaria, región poblada por gente que era una mezcla de judíos y paganos, y finalmente debía ir a los confines de la Tierra. Se puede ilustrar esta expansión con las ondas que se forman en las aguas de un lago cuando se arroja una piedra. Donde cae la piedra se forma una onda circular que se va extendiendo en dirección de la orilla.
Aunque ya habían proclamado el evangelio en Judea y Samaria, no se estaban preocupando por ir más allá y, cuando lo hacían, solo evangelizaban a los judíos que encontraban por casualidad en otras regiones del mundo. Entonces Dios le dio una visión a un gentil, Cornelio, y otra a uno de los principales apóstoles, Pedro, para incentivar a la iglesia a que prosiguiera en el cumplimiento de su misión (Hech. 10:1-33).
En la casa de Cornelio el apóstol predicó el sermón que aparece en Hechos 10:34 al 43. Como introducción declaró reconocer que Dios no hace acepción de personas y acepta a todos los que en cualquier lugar lo temen y obedecen. Su objetivo consistió en predicar a Jesús en armonía con lo que habían dicho todos los profetas. Cristo, después de pasar por la experiencia de la muerte y le resurrección, había sido constituido Juez de todos los hombres, con el fin de que Cornelio y todos los suyos pudieran creer y recibir el perdón divino.
El testimonio de Pablo en Antioquia
Pablo estaba en la sinagoga de Antioquia de Pisidia, y después de la acostumbrada lectura de la ley y los profetas, los dirigentes lo invitaron a dirigir la palabra al pueblo. Para aprovechar la oportunidad, predico lo que encontramos en Hechos 13:16 al 41. Introdujo su mensaje refiriéndose al hecho de que Dios había elegido a los padres del pueblo de Israel, y luego se refirió a la peregrinación de este pueblo en la tierra de Egipto, y al Éxodo.
Su propósito consista en predicar a Jesús, que había sido muerto y que resucito, y por medio de quien todo el que cree es justificado (de todo lo que la ley no puede justificar). Por eso los oyentes deban creer en Él (vers. 27-30, 39, 40, 42, 43).
El sermón de Pablo en Atenas
Pablo, que tuvo que salir apresuradamente de Berea por causa de la persecución de los judíos, llegó a Atenas y ahí esperaba la llegada de sus compañeros, Timoteo y Silas. Mientras tanto, predicaba todos los días en la plaza y los sábados en la sinagoga. Cuando ciertos filósofos manifestaron interés, lo invitaron a ir a un lugar donde se reunían y que se llamaba Areópago, para discutir sus enseñanzas (Hech. 17:13-21).
Su sermón (vers. 22-31) comenzó con la siguiente introducción: “Ustedes son muy religiosos. Al observar SUS objetos de culto encontró un altar erigido en honor del Dios desconocido. Ese es mi Dios. Es el Creador del mundo y de todo lo que existe. Hizo todas las razas y es el Sustentador de la vida”.
En esa ocasión Pablo tenía el objetivo de anunciar a Dios como Creador del Universo, quien juzgaría al mundo por medio de un hombre a quien había resucitado de los muertos. En cierto momento se le impidió proseguir, especialmente porque mencionó la resurrección de los muertos. Pero pudo referirse a lo esencial, es decir, a la muerte y la resurrección de Cristo, como para que hubiera conversiones (vers. 32-34).
El sermón de Pablo ante Agripa
Después de estar preso por un par de años en Cesarea, Pablo tuvo la oportunidad de contestar frente a Agripa —que estaba de visita en el lugar— las acusaciones lanzadas contra el por los judíos (Hech. 25:13, 15, 22-27; 26:1). Pero se identificaba tanto con el evangelio, que su defensa fue también la defensa del evangelio, que presentó en la forma de un sermón conmovedor (Hech. 26:2-23).
En la introducción dice estar feliz por poder encontrarse en la presencia del rey Agripa y poder defender- se de esas acusaciones, especialmente porque el rey estaba al tanto de las costumbres de los judíos. A partir de ahí comenzó a contar su vida religiosa desde su juventud. El propósito de Pablo era demostrar que como predicador del evangelio estaba en armonía con lo que Moisés y los profetas habían dicho respecto de Cristo, quien debía padecer y resucitar, al mismo tiempo que anunciaba la luz para judíos y gentiles (ver. 15-29).
Lecciones para hoy
Después de analizar estos sermones, llegamos a algunas conclusiones que implican preciosas lecciones para los predicadores modernos.
Todos los sermones registrados en el Nuevo Testamento tenían una intención evangelizadora y como objetivo la conversión de la gente que todavía no era creyente. Por alguna razón no quedo registrada ninguna predicación destinada a fortalecer a los que ya eran Cristianos. Esto no significa que esa predicación no existiera, o que debemos predicar solo para los que todavía no son creyentes. Sabemos que parte del contenido de las epístolas tenía el propósito de recordar las verdades que habían sido predicadas anteriormente (Rom. 15:14, 15; 1 Cor. 15:1; 2 Ped. 1:12-15; Jud. 5,17, 18). Posiblemente nos den una idea de los sermones destinados a edificar a los ya convertidos.
La introducción es diferente en cada sermón, pero siempre estaba en armonía con la clase de oyentes a la que estaba destinado y con la situación en que se encontraba el predicador. Por eso, al hablar a los judíos, era adecuado referirse a Abraham, porque todos ellos estimaban a ese patriarca y, además, era un punto que el orador y los oyentes tenían en común. Mientras más puntos en común haya entre la gente, mejor será la comunicación y el entendimiento.
Al hablar a los gentiles, no tendría sentido comenzar con referencias a Abraham, porque ellos no sabían nada acerca de este hombre. El discurso de Pablo a los filósofos de Atenas es un buen ejemplo. Comenzó de otra manera, con algo relacionado con ellos, bien al caso y del lugar: el altar al Dios desconocido. Nos sirve de instrucción, pues nos muestra que la introducción de un sermón debe estar adaptada a la realidad de los oyentes.
Todos los sermones tenían uno o más objetivos, y se los exponía de tal manera que se puede percibir un desarrollo lógico y progresivo del asunto, partiendo de lo conocido para llegar a lo desconocido, y de lo menos importante a lo más importante. Ese procedimiento sigue en vigencia hoy.
La predicación apostólica se fundaba en las Escrituras. El mensaje brotaba de lo que Dios había revelado a sus siervos, y que se encontraba registrado en el Antiguo Testamento, la Biblia de aquel tiempo. Esto nos permite recordar lo que el apóstol Pablo escribid en su última carta, en la víspera de su muerte, a su mejor amigo e hijo en la fe, el joven pastor Timoteo: “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo… que prediques la Palabra” (2 Tim. 4:1, 2).
¿Por qué es importante que nuestro mensaje sea siempre bíblico? Podemos encontrar la respuesta en las enseñanzas de Jesús. Algunas de las palabras que presentó se referían a semillas. Al explicar la parábola del sembrador, afirmó que “la semilla es la Palabra de Dios” (Luc. 8:11). Se pueden extraer muchas lecciones de esta figura, pero nos vamos a referir a una sola.
Las semillas son de diferentes tamaños, según su especie. Algunas, como la semilla de mostaza, son tan diminutas que parecen granos de arena. Si una de ellas cae al suelo, seguramente no podríamos diferenciarla de la arena. Si plantamos un grano de arena no pasara nada. Pero si plantamos una semillita, algo puede suceder. Puede germinar, brotar, crecer, dar flores y frutos. La diferencia consiste en que la semilla tiene un poder, un principio de vida dado por Dios, mientras que el grano de arena es inanimado: carece de vida.
Eso ocurre con la predicación. Cuando su fundamento es las noticias que aparecen en los medios de comunicación, o los postulados de la filosofía, la psicología o la ciencia, habrá instrucción, puede ser interesante y hasta agradable, pero no pasa nada en la vida espiritual de los oyentes. En cambio, cuando el predicador abre la Palabra, la lee delante de la congregación y la explica, algo sucede. Se tocan corazones, se toman decisiones, hay vidas transformadas. Porque mientras exista el tiempo de gracia, el Espíritu de Dios acompañará el estudio sincere de su Palabra, para usarla como instrumento de salvación. Hay un poder especial, hay vida en la Palabra de Dios.
Quien use el púlpito puede utilizar informaciones provenientes de las fuentes más diversas, incluso las que mencionamos más arriba, pero deben ser solo ilustraciones del mensaje. El germen de la predicación debe ser la verdad bíblica. Predicador: no plante arena. No es esa su misión. No vale la pena, aunque su arena sea de brillantes colores, aunque sus granos sean de oro o de diamantes. Aun así, no tienen vida, son solo granos de arena.
Plante la Palabra de Dios y espere mientras obra. Confíe en la promesa: “Porque como desciende desde los Cielos la lluvia y la nieve, y no vuelve allá, sino que riega la tierra, y la hace germinar y producir, y da semilla al que siembra y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mi vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envíe” (Isa. 55:10, 11).
5Todos estos sermones son Cristo céntricos. Pero eso no significa solo presentar a Jesús como un hombre sin pecado o dotado de gran poder para llevar a cabo curaciones milagrosas, ni como un gran Maestro y profeta. Hay que proclamarlo como el Salvador que murad en la cruz en nuestro lugar, por medio de quien alcanzamos la gracia del perdón y el poder que necesitamos para vivir una vida victoriosa. Por lo tanto, debemos aprender que nuestros sermones deben presentar a Cristo en la cruz, como el Salvador de todo pecador.
El camino
Al escribir acerca de la necesidad de mucha gente de saber qué tiene que hacer para ser salva, Elena de White declaró que “no debe presentarse un solo sermón a menos que una porción de ese discurso se dedique especialmente a hacer claro el camino por el que los pecadores pueden acudir a Jesús y ser salvos”[2] y que “ningún discurso debe predicarse jamás sin presentar a Cristo, y a dl crucificado, como fundamento del evangelio”.[3]
Al comentar el caso de muchos ministros de sus días, cuyos sermones estaban “destituidos de Cristo”, declaró que “su testimonio estaba desprovisto de la sangre salvadora de Cristo” y que, por eso, “su ofrenda se parecía a la de Caín”.[4]
Cierto joven predicaba en presencia de un venerable pastor. Al terminar, se dirigió insensatamente al anciano ministro y le preguntó:
—¿Qué le pareció mi sermón pastor?
—Sin sustancia —fue la respuesta.
—¡Un sermón sin sustancia!
—exclamó el joven, y añadió—: Me costó mucho prepararlo.
—No lo dudo —respondió el ministro.
—Entonces, ¿por qué dice usted que no tiene sustancia? ¿No fue exacta, acaso, la explicación del texto? —insistid el joven.
—¡Oh, sí! —dijo el anciano predicador—. Muy exacta, sin duda alguna.
—Bien, entonces, ¿por qué dice que no tiene sustancia? Las ilustraciones, ¿no fueron apropiadas, y la argumentación bien concluyente?
—Muy bueno, tan bueno como era posible. No obstante, era un sermón pobre.
—Dígame, por favor, ¿por qué lo considera un sermón sin sustancia?
—Porque Cristo no estaba presente en ese sermón —fue la respuesta del experimentado predicador.
—Muy bien —prosiguió el joven—, Cristo no estaba en el texto que usó. No podemos predicar siempre a Cristo; tenemos que predicar lo que está en el texto.
—¿Sabe usted, joven —prosiguió el anciano ministro—, que, de cada ciudad, cada pueblo y cada aldea parte un camino que conduce a Londres?
—Sí —respondió el joven.
—Pues bien —dijo el anciano predicador—, en cada texto de las Escrituras hay un camino que conduce a la metrópolis, que es Cristo. Y cuando usted escoge un texto es su deber preguntarse “¿cuál es el camino que desde este texto me conduce a Cristo?”, y entonces predicar el sermón avanzando a lo largo de ese camino en dirección de la metrópolis. En mi caso, nunca encontré un texto que no tuviera un camino directo a Cristo; y si lo hubiera encontrado, yo mismo había trazado el camino, de manera que cuando hubiera tenido que descender a valles y ascender montañas, habría llegado de todos modos a mi Maestro, porque un sermón vale menos que nada si no tiene sabor a Cristo.[5]
¿Cómo son nuestros sermones? ¿Nos hemos demorado en hablar de la Cruz? Hay algo especial y sobrenatural en la historia de la muerte de Jesús, de manera que cada vez que se la cuenta enternece a los oyentes y los acerca a Dios.
Al examinar los sermones registrados en el Nuevo Testamento, predicados por los primeros oradores sagrados de la iglesia, descubrimos que cada uno de ellos tenía una introducción especial, apropiada a los oyentes y a las circunstancias en que se encontraban ellos y el predicador. También llegamos a la conclusión de que todos ellos estaban fundamentados en las Escrituras y manifiestan un desarrollo progresivo, con el propósito definido de presentar a Cristo en la cruz como nuestro Salvador.
Nos parece que todas esas características deben estar presentes en los sermones de la actualidad, y que ese procedimiento contribuir mucho para que la predicación de la Palabra sea cada vez más poderosa y eficaz.
Sobre el autor: Profesor en el Seminario Adventista Latinoamericano de Teología, Artur Nogueira, San Pablo, Brasil.
Referencias:
[1] Elena G. de White, Los hechos de los apóstoles (Buenos Aires, ACES, 1977), p. 83.
[2] Elena G. de White, El evangelismo (Buenos Aires, ACES, 1975), p. 141.
[3] Elena G. de White, Ibíd., p. 139.
[4] lbíd.. p. 141.
[5] Charles H. Spurgeon, El ganador de almas (San Pablo, SP, Publicaciones evangélicas seleccionadas, 1986), p. 76.