Una de las cosas que más me ha impresionado a lo largo de mi ministerio es la influencia de la predicación en las personas. La declaración bíblica de que “agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (1 Cor. 1:21) debería hacernos tomar más en serio este asunto. ¡La predicación tiene poder! Y desde hace mucho tiempo, deberíamos estar empeñados en restaurarla a su elevado lugar en el ministerio adventista.
Las siguientes palabras de Andrew Blackwood nos invitan a reflexionar: “La predicación debería ser considerada la tarea más noble que existe en la tierra. El que es llamado por Dios para proclamar el evangelio debería destacarse como el hombre más importante en su comunidad, y todo cuanto hace para Cristo y para la iglesia debería manifestarse en su predicación. En el púlpito, deberá hacer mucho de su mejor trabajo para el tiempo y para la eternidad. En general, debemos emplear nuestros superlativos parsimoniosamente, pero no cuando hablamos de la obra del predicador” (A Preparando de Sermóes [La preparación de sermones], p. 15).
Cierto día, escuché que alguien mencionaba la siguiente frase: “Todo pastor debería ser especialista en predicar”. Esa es una gran verdad, pues existen muchas situaciones en que el pastor puede ejercer influencia sobre las personas; pero, considerando el impacto que puede causar, ninguna se compara con el momento de la predicación. Cuando una persona va a la iglesia, casi invariablemente, lo hace llevando consigo el deseo de ser tocada por el mensaje que será presentado; esperanzada en escuchar algo que satisfaga una necesidad especial. Y, cuando el predicador no entrega un mensaje consistente, nutritivo, relevante y oportuno, todo lo que le queda a la oveja es el sentimiento de frustración.
Hay estudios que demuestran que la asistencia a la iglesia está relacionada, básicamente, con dos factores: ambiente fraterno, amable y acogedor, y predicaciones que llegan a los oyentes en sus necesidades más profundas. Jamás podemos olvidar que la tarea primordial del pastor es alimentar al rebaño.
Aun cuando sea verdad que no todos poseemos el don de predicar en la misma medida, también es verdad que el poder de la predicación no está fundamentado en las habilidades ni en los talentos del predicador. Es claro que eso ayuda, pero definitivamente no es el factor más importante del proceso. El poder y la autoridad de la predicación residen en su fuente, la Palabra de Dios, mucho más que en el instrumento que la transmite. Charles W. Koller escribió: “Toda predicación reposa en la afirmación básica: Así dice el Señor’. Esta afirmación ocurre aproximadamente dos mil veces en las Escrituras. Cuando el predicador comunica fielmente la Palabra de Dios, habla con autoridad” (How To Preach Whithout Notes [Cómo predicar sin notas], p. 15).
Tiempo atrás, en mis lecturas diarias de los escritos de Elena de White, me detuve en dos textos que me impresionaron mucho, en relación con este asunto. El primero de ellos trata respecto de la importancia de la predicación. El segundo confirma que la elocuencia del predicador reside en el poder de Dios: “Estamos viviendo un tiempo muy solemne. Todos tienen una obra que hacer que requiere diligencia. Esto se aplica principalmente al pastor, que debe cuidar del rebaño de Dios y alimentarlo. Aquel cuya obra especial es conducir al pueblo en el camino de la verdad, debe ser un competente expositor de la Palabra, capaz de adaptar sus enseñanzas a las necesidades del pueblo. Debe estar íntimamente ligado con el Cielo para convertirse en un conducto vivo de luz, un portavoz de Dios” (Testimonies for the Church, t. 4, p. 260).
“Cristo presentaba la verdad en su sencillez y alcanzaba no solo a los más encumbrados, sino también a los hombres más humildes de la tierra. El pastor que es embajador de Dios y representante de Cristo en esta tierra, que se humilla para que Dios pueda ser exaltado, tendrá la verdadera cualidad de la elocuencia. La verdadera piedad, una estrecha conexión con Dios y una experiencia viva diaria en el conocimiento de Cristo, harán elocuentes inclusive a los tartamudos” (La voz, su educación y uso correcto, pp. 316, 317).
Querido pastor, deje que la predicación asuma el debido lugar en su ministerio. Eso incluye, básicamente, tres cosas: Vida consagrada, convivencia personal con las familias de su iglesia y tiempo, mucho tiempo, invertido en contacto con la Palabra de Dios y en la oración.
Sobre el autor: Secretario Ministerial Asociado de la División Sudamericana.