La predicación bíblica en sus diversas formas siempre ha estado relacionada directa o indirectamente con buenas nuevas de Dios para los hombres. La comunicación oral de las promesas y los mandamientos divinos hecha por los padres a los hijos fue un deber obligatorio en los tiempos patriarcales como en los tiempos del sacerdocio levítico. (Gen. 18:19; Deut. 11:19.) La instrucción privada era reforzada por lecturas públicas presentadas en ocasiones especiales. (Deut. 31:9-13.)

En tiempos de reavivamiento espiritual, como durante los días de Josafat y Josías, hubo sacerdotes maestros que recorrían el reino de Judá para hacer retomar al pueblo el camino de Dios. (2 Crón. 15:3; 17:7-9; 35:3). Durante los días de Esdras, él y los levitas leyeron y expusieron públicamente el contenido de la ley, hasta que el pueblo comprendió que Dios los llamaba a una dedicación especial.

Mientras la predicación de los levitas se basaba en la palabra escrita (el Torah), en los días de los profetas los mensajes divinos se recibían con frecuencia directamente de Dios y se transmitían de viva voz al pueblo.

La predicación neotestamentaria

En los días de Cristo, la predicación en la sinagoga consistía en la lectura pública de porciones de la ley y de los profetas, seguida de explicación homilética. Una gran cantidad de la lectura y la exhortación tenía un contenido mesiánico.

“En el culto regular del día, el anciano leyó de los profetas, y exhortó a la gente a esperar todavía al que había de venir, al que iba a introducir un reino glorioso y desterrar toda la opresión. Repasando la evidencia de que la venida del Mesías estaba cerca, procuró estimular a sus oyentes. Describió la gloria de su advenimiento, recalcando la idea de que aparecería a la cabeza de ejércitos para librar a Israel” (El Deseado, pág. 198).

“En el Nuevo Testamento, la predicación de Juan el Bautista, Jesús, los apóstoles y otros, se describe mediante el empleo de unas treinta expresiones diferentes. Las más importantes son kerússo, “anunciar”, “proclamar” (empleada 61 veces, kérygma ocho veces) ; euanguelídsomai, “publicar buenas nuevas” (empleada 54 veces, euangélion 76 veces) ; y didásko, “enseñar” (empleada 97 veces, los términos didaskalía y didajé también se emplean, especialmente en las epístolas pastorales). Todos estos verbos y sustantivos, siguiendo la norma del empleo extrabíblico o equivalentes del Antiguo Testamento, comportan una fuerte nota de autoridad. El predicador había recibido su comisión y mensaje de Dios, e iba con la autoridad de Aquel que lo había enviado” (Barker’s Dictionary of Theology, pág. 414).

La cortina de la predicación neotestamentaria se descorre para dar paso al severo y valeroso precursor que proclamó el advenimiento del Rey y Salvador de Israel. “En aquellos días vino Juan el Bautista predicando” (Mat. 3:1). Podemos llamarlo el último de los profetas tradicionales, que proclamaba poderosamente su mensaje constrictivo desde el límite de la antigua y nueva dispensaciones.

Con la desaparición de Juan, nuestro Señor subió al centro del escenario mundial. Fue el maestro y el predicador más destacado de todos los tiempos. La cortina se descorrió en la residencia de Capernaum del Maestro, y leemos: “Desde entonces comenzó Jesús a predicar” (Mat. 4:17). Luego “recorrió Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas… y predicando” (vers. 23). Toda la atmósfera del Nuevo Testamento en los días de Jesús bullía con predicación, enseñanza, evangelización, confrontación de los hombres con temas de valor eterno.

“Las palabras de Cristo eran como agudas saetas, que iban al blanco y herían los corazones de sus oyentes. Cada vez que se dirigía a la gente, fuese su auditorio grande o pequeño, sus palabras tenían efecto salvador sobre el alma de alguno. Ningún mensaje que pronunciasen sus labios se perdía. Cada palabra suya imponía una nueva responsabilidad a los que la oían” (Obreros Evangélicos, pág. 157).

La predicación apostólica

Los apóstoles fueron los apasionados defensores de Jesucristo y de su reino venidero. Desde el momento cuando Pedro “alzó la voz y les habló” proclamando la resurrección como consecuencia de la crucifixión, y la exaltación de Cristo a la diestra de Dios (Hech. 2:14, 31-33), hasta el martirio del poderoso Pablo, cuyos últimos actos se centraron en torno a la predicación “del reino de Dios y enseñando acerca del Señor Jesucristo” (cap. 38:30, 31), el mundo fue conmovido por el auge más poderoso de la predicación espiritual que haya habido jamás.

Esta era una predicación profética en dos sentidos. Los apóstoles superpusieron la vida terrenal del Señor de gloria sobre el contenido mesiánico del Antiguo Testamento. Indujeron a los hombres a considerar la una como el cumplimiento literal del otro. Luego procedieron a predicar a Jesús como el Señor que regresaría en gloria, “con voz de arcángel, y con trompeta de Dios” (1 Tes. 4:16). Algunas de las profecías que empleaban procedían directamente de las palabras de Jesús; otras pertenecían al Antiguo Testamento, y eran predicciones que se extendían más allá de la primera venida y alcanzaban hasta la segunda. Este empleo de una cabal interpretación profética añadía poder a la predicación apostólica.

Al terminar el primer siglo, el anciano Juan proclamaba: “He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá, y los que le traspasaron; y todos los linajes de la tierra harán lamentación por él” (Apoc. 1:7). La poderosa predicación profética hace ir a la iglesia en pos de su misión mundial.

¿Y la predicación de hoy?

La iglesia se ha extendido por todo el mundo. Tenemos iglesias grandes y pequeñas, e instituciones de toda clase. Tenemos un ministerio numeroso, diversas actividades y los distintos aditamentos de la maquinaria eclesiástica. ¿Predicamos todavía con el poder sin el cual los hombres y las mujeres no podrán ser ganados para Cristo? ¿Predicamos de la Palabra de Dios, sin la cual la predicación podrá entretener, tal vez esclarecer, pero jamás podrá convencer?

¿Cómo enfrentamos los peligros que surgen de la posición destacada que ha logrado nuestra iglesia después de 120 años de historia? El profesionalismo, la ambición, el cinismo, el letargo, la indiferencia, la falta de pasión por la predicación, la falta de estudio y de superación individual se han tragado a más de un hombre y han arruinado a muchas iglesias. Estos males no deben vencer al ministerio cuya misión es predicar el inminente advenimiento del Señor, con todas las implicaciones escatológicas acompañantes.

“El Señor vive y reina. Pronto aparecerá majestuosamente para conmover terriblemente la tierra. Ahora hay que dar un mensaje especial, un mensaje que traspase las tinieblas espirituales y convenza y convierta a las almas… Ahora debemos actuar con tremenda resolución” (Testimonies, tomo 8, pág. 36).

No conmoveremos a los hombres para que se percaten de la proximidad del reino celestial empleando sermones que entran en la categoría de los descriptos cerca de 70 años atrás con estas palabras: “Mi corazón se angustia cuando pienso en los mensajes insustanciales dados por algunos de nuestros ministros, siendo que tienen un mensaje de vida y de muerte para proclamar” (Id., pág. 37).

Tampoco podemos predicar el mensaje adventista mediante sermones compuestos de anécdotas, o que son enteramente populares, tópicos, filosóficos o psicológicos, independientemente de la utilidad que estos sermones puedan prestar en algunas ocasiones. Debemos “predicar la palabra” y predicarla con ardiente entusiasmo. “Es la eficiencia impartida por el Espíritu Santo lo que hace eficaz el ministerio de la palabra. Cuando Cristo habla por medio del predicador, el Espíritu Santo prepara los corazones de los oyentes para recibir la palabra. El Espíritu Santo no es un siervo, sino un poder que dirige” (Obreros Evangélicos, pág. 162). La sumisión al poder del Espíritu y la dedicación a la Palabra sagrada son grandes secretos de la predicación con poder.

Quien ama la Palabra de Dios y se somete a la dirección del Espíritu Santo es también alguien dedicado a la oración.

“La oración es el aliento del alma. Es el secreto del poder espiritual… Los mensajeros de Dios deben pasar mucho tiempo con él, si quieren tener éxito en su obra…

“Los predicadores que sean verdaderamente representantes de Cristo serán hombres de oración.

“Los que enseñan y predican más eficazmente son aquellos que esperan humildemente en Dios, y tienen hambre de dirección y gracia” (Id., págs. 268-270).