Cuando finalmente consentí en asistir a una serie de reuniones nocturnas que se efectuaban bajo carpa, lo que me interesó e impresionó más profundamente fue la manera en que el predicador utilizaba la Biblia. Su conocimiento de las Escrituras era notable.
Hasta ese momento había rehusado asistir a esas reuniones; había rechazado las reiteradas invitaciones de mis familiares. En la ciudad circulaba la noticia de que un vasto auditorio se congregaba cada noche en la carpa. Se decía que el predicador era un orador de palabra convincente. Un número considerable de mis amigos asistía a ellas. Las reuniones estaban causando una gran conmoción en la ciudad. Las personas discutían en todo lugar lo que habían oído.
A pesar de ello yo no quería asistir, porque sabía lo que muchos de mis amigos ignoraban. Ese predicador era un adventista; y yo no quería recibir ninguna de sus enseñanzas. Yo pertenecía a una de las iglesias mayores y más populares de la ciudad; una iglesia de jóvenes, que programaba actividades juveniles en las que participaba con placer. Nuestro pastor era el ministro más popular de aquella comunidad. Yo estaba conforme con mi religión y mi iglesia, y no veía ninguna razón para ir en busca de algo nuevo y diferente.
Afortunadamente me habían inculcado un profundo respeto por la Biblia. Aunque conocía muy poco acerca de ella, creía que era la Palabra de Dios, la fuente de autoridad para la fe cristiana. Nunca se me ocurrió dudar de ella.
Cuando por fin me convencieron de que debía asistir a las reuniones que se efectuaban en la carpa, lo que más me impresionó, como ya lo dije, fue la manera en que el predicador manejaba la Biblia. No efectuaba ninguna declaración sin documentarla en seguida con las Escrituras. Citaba texto tras texto, localizándolos sin la menor vacilación. Todo el sermón me pareció una perfecta estructura, hermosamente conformada, con cada una de sus partes hecha para calzar exactamente en las demás, con acabadas articulaciones y uniones; causaba la impresión de una unidad completa.
Dejemos que la Biblia hable
Ese sermón fue la exposición más convincente que jamás había oído. Para toda persona que aceptara la Biblia como el fundamento de la fe, no había nada que objetar, ni aun preguntas que formular. Era concluyente. Ese tema en particular quedó establecido para el futuro. Y todo porque el predicador remitía sus pensamientos—todos ellos—a la Biblia, y dejaba que la Biblia hablase. Ella fundamentaba cada declaración. No eran enseñanzas humanas. No era un hombre que emitía su opinión. Era la Palabra viviente que presentaba la verdad del Dios viviente.
Por cierto que volví la noche siguiente. Tenía que comprobar si el sermón que había oído había sido una excepción. ¿Era capaz el predicador de mantenerse a la altura de la exposición que yo había oído? Esa noche predicó con igual poder convincente. Su pericia en el manejo de la Biblia constituía para mí algo fascinante. Daba la impresión de conocerla de tapa a tapa. No se advertía nerviosidad en la búsqueda de los textos; por el contrario, los encontraba mientras hablaba acerca de ellos. Ratificaba sólidamente cada declaración mediante un pasaje bíblico. La estructura que iba levantando la fundamentaba firmemente en la roca, en la roca inexpugnable de la Palabra de Dios. En ningún momento se alejaba de ella. El resultado final fué que sus predicaciones pasaron a constituir para siempre una parte inamovible del caudal de mis creencias.
Os aseguro que a partir de esa noche asistí a todas las reuniones. Así fué como llegué a comprender la nueva verdad. No podía resistir a una influencia como ésa. Me persuadió, me ganó, me guió, me llevó a abandonarlo todo y a compartir la suerte de ese pueblo, a unirme con ese movimiento, a consagrarme a la predicación de la verdad. No fué el hombre quien consiguió ese resultado; fué la Biblia—la Biblia, de la cual el predicador había hecho la parte central de sus sermones y de sus ideas. Cuando se hace que la Biblia—no los entretenimientos, no las películas, no los auxilios visuales, no los relatos, no las representaciones dramáticas—constituya la médula de la predicación, siempre produce los mismos resultados, siempre los producirá. ¿Por qué la hemos desplazado con el empleo de otros recursos? ¿Y no ha llegado el tiempo de descartarlos y de restablecer la Biblia en el lugar que le corresponde en nuestra predicación?
La Biblia soberana en el púlpito, la educación y la vida
Haced que la Biblia prevalezca soberana en el pulpito. Es el pan del Cielo con el que los ministros han de alimentar su rebaño. Dadles “la leche espiritual” de la Palabra. No hay nada mejor que la Biblia para evitar el fanatismo, para corregir el falso cristianismo. No debe sustituirse por ninguna otra cosa. Que los ministros de Dios cumplan su cometido de “predicar la Palabra.” Todo alejamiento de esta norma constituye una traición a la sagrada verdad. Y las almas que reciban enseñanzas erradas estarán amenazadas de grave peligro. Los temas que no son bíblicos no edifican para la salvación. Mediante la inspirada Escritura los hombres de Dios son “enteramente instruidos para toda buena obra.” La Palabra de Dios conduce a los hombres descarriados al “buen camino,” donde hallarán descanso para sus almas. Si queremos que la obra de Dios avance de poder en poder y de victoria en victoria, tendremos que entronizar la Palabra inspirada en el sitial de la instrucción, y predicar el Evangelio eterno desde el púlpito.
Hagamos que la Biblia ocupe un lugar preponderante en la educación. Las escuelas en general no dan cabida a la Biblia en sus planes de enseñanza; pero las escuelas cristianas debieran asignarle un lugar destacado. Sobre todo, debe desempeñar un papel efectivo en la escuela sabática; y no deben empañarse sus enseñanzas con temas seculares. No debiera manejársela de un modo descuidado, ni presentarse su contenido con negligencia; por el contrario, para explicar el contenido bíblico se requiere inteligencia y claro entendimiento. Este es el único procedimiento correcto para la enseñanza de nuestros jóvenes. Sólo mediante este proceso los hombres y las mujeres recibirán la levadura de los principios elevadores.
Hagamos de la Biblia el elemento más importante en la vida de cada persona. Esto guiará hacia la justicia que hace que una nación sea admirada. Sin la Biblia no hubiera habido cristianos. Sin éstos, no hubiera existido en el mundo la libertad que hay en la actualidad, ni el comercio, las industrias, la riqueza o el progreso de la civilización. Sus enseñanzas penetraron en las conciencias de millones. Merced a su presencia los viciosos son menos viciosos, el crimen, si no es eliminado por lo menos es frenado; se rechaza el ateísmo con el conocimiento de Dios; y se pone en sujeción a los poderes del mal. Que los habitantes de un país exalten la Biblia y sus enseñanzas en sus vidas, y esa nación se fundará en la verdad y la justicia de Dios.
El valor intrínseco de la Biblia nunca fué mayor que en la actualidad. Su benéfica influencia nunca se necesitó tanto como ahora. Su luz se necesita con urgencia en las naciones asentadas en las tinieblas y en la sombra de muerte. Es portadora de las nuevas de la existencia de un amante Padre celestial para los millones que no conocen a Dios. A los afligidos por el pecado y a los desesperados de todas las naciones les lleva el gozoso conocimiento de que “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores,” y que también “puede salvar eternamente a los que por él se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.” No pertenecen a una clase o nación determinadas; no son una posesión particular del predicador o del estudiante; pertenecen a los millones de todas las razas y las naciones. Todos tienen derecho de conocerlas. Y la iglesia de Cristo está obligada por sus principios fundamentales a no descansar hasta proclamar ante toda la humanidad la Biblia y su glorioso mensaje de salvación y la venida del reino de Dios.
Y los que ya tenemos la Palabra de Dios debiéramos gozarnos, amarla y meditar en ella para asimilar su inmenso caudal de conocimientos y enseñanzas que “no se dará por oro, ni su precio será a peso de plata.”
Sobre el autor: Ex secretario de la Comisión de Guerra de la Asociación General.