Un estudio sobre el Espíritu Santo y su obra un enfoque bíblico y teocéntrico.

            Cuando consideramos la doctrina del Espíritu Santo, nos confronta una extraña paradoja. Por un lado, encontramos silencio en muchas obras teológicas, con solamente una referencia, al pasar, en conexión con el tema de la Trinidad. Por otro lado, encontramos un interés en aumento por la obra del Espíritu Santo. El movimiento pentecostal y las olas subsiguientes de cristianismo carismático han llevado a los cristianos a una nueva comprensión del Espíritu y los dones que él da a los creyentes. Aquí, el enfoque se centra en la obra del Espíritu Santo en nosotros: los dones espirituales que nos capacitan para nuestros ministerios. Gran parte de este interés en el Espíritu Santo es motivado por los beneficios que obtenemos del Espíritu Santo. Sin embargo, debemos recordar que la Biblia habla, en primer lugar, de Dios y no de nosotros o de nuestro potencial espiritual. Incluso, los dones espirituales que recibimos son dones de Dios (1 Cor. 12:11). Por lo tanto, es apropiado que estudiemos al Espíritu Santo y su obra desde un enfoque bíblico y teocéntrico.

            Pero, aquí se nos presenta un desafío. Las Escrituras mismas no presentan al Espíritu en una forma metodológica o estructurada. Quizás esto tenga que ver, en parte, con una característica particular del Espíritu Santo: su posición de segundo plano.

LA POSICIÓN DE SEGUNDO PLANO DEL ESPÍRITU SANTO

            En la Biblia, el Espíritu Santo no busca estar en el centro de atención. Juega un papel que abarca más que una “posición de segundo plano” en la Trinidad.[1] El Espíritu Santo promueve y transmite la presencia y el señorío de Jesucristo, por medio de su presencia en nuestras vidas. James Packer lo dijo muy bien: “El mensaje del Espíritu para nosotros nunca es: ‘Mírame; escúchame; ven a mí; conóceme’, sino siempre: ‘Míralo a él [Cristo] y velo a él, y ve su gloria; conócelo a él, y escucha su Palabra; ve a él, y tendrás vida; conócelo, y sentirás el don de gozo y paz que solo él da’ ”.[2] En nuestro mundo pecaminoso de egocentrismo y autopromoción, la hermosura del Espíritu no se ve en la exhibición propia, sino en el altruismo divino. “Por este motivo los creyentes son llamados correctamente ‘cristianos’, no ‘pneumianos’ ”.[3] De este modo, el Espíritu Santo nos enseña humildad, al dar gloria a Dios el Padre a través de Jesucristo, su Hijo.

EL ESPÍRITU SANTO Y NUESTRO CONOCIMIENTO DE DIOS

            El Espíritu Santo también juega un papel importantísimo en nuestro conocimiento de Dios. El apóstol Pablo afirma que el Espíritu Santo escudriña hasta lo profundo de Dios (1 Cor. 2:10, 11). Él conoce a Dios mejor que cualquier otro ser. No solo tiene acceso único a Dios: él mismo es Dios, un miembro del Dios triuno.[4] Por esta razón, el Espíritu Santo está preparado especialmente para revelar a Dios y su voluntad para nosotros, de una manera confiable y autoritativa. Conocer al Dios de la Biblia significa que debemos depender de Dios, quien se dio a conocer a nosotros por medio de su Espíritu, en su Palabra. En cierto sentido, el Espíritu Santo es la base epistemológica para conocer a Dios.

LA REVELACIÓN ESPECIAL DE DIOS Y LA INSPIRACIÓN

            Las revelaciones especiales de Dios y de su voluntad para la humanidad en las Escrituras son el resultado de la obra del Espíritu Santo. Toda Escritura es inspirada por Dios (2 Tim. 3:16), y ninguna palabra profética puede ser producida por invención humana (2 Ped. 1:20, 21). El Espíritu Santo es el Espíritu de verdad (Juan 14:16, 17; 15:26), quien trae a la memoria de forma confiable las palabras de Dios. El Espíritu Santo impulsó a los escritores bíblicos de tal modo que lo que escribieron en sus propias palabras era, aun así, la Palabra de Dios y tenía autoridad divina (1 Tes. 2:13). Pero, incluso aunque el Espíritu Santo inspiró a los escritores bíblicos a registrar fielmente lo que Dios había revelado, el resultado no es un libro primariamente acerca del Espíritu Santo, sino acerca de Jesucristo, el Hijo de Dios (cf. Luc. 24:25-27, 44-45; Juan 16:14; 15:26; Hech. 5:32; 1 Juan 4:2).

            La relación estrecha entre el Espíritu Santo y la Biblia se encuentra en la base del principio de autoridad protestante. Según Bernard Ramm, “el principio de autoridad apropiado dentro de la iglesia cristiana debe ser […] el Espíritu Santo, hablando a través de las Escrituras, que son el producto de la acción de revelación e inspiración del Espíritu”.[5] La Biblia es autoritativa porque es el vehículo por medio del cual Dios ha elegido hablarnos, a través de la obra del Espíritu.

EL ESPÍRITU SANTO Y LAS ESCRITURAS

            Calvino ha señalado enérgicamente que el Espíritu Santo confirma al testigo y establece la autoridad inmaculada de las Escrituras. Calvino denominó a esto el testigo interno del Espíritu (testimonium Spiritus sancti internum).[6] Este testigo es más fuerte que cualquier razón humana. De ese modo, la Escritura se autentifica a sí misma.[7] Esta seguridad no viene a través de ningún proceso racional sino más bien es recibida por fe. El Espíritu Santo establece la seguridad de la confiabilidad de las Escrituras en la vida del creyente.

            Tener la Palabra segura de Dios no es suficiente; también debes seguir y obedecer la Palabra. De ese modo, la Revelación, la inspiración, el entendimiento apropiado y la obediencia a la Palabra revelada, todos provienen del Espíritu Santo. Sin el Espíritu, no hay apreciación y afecto por el mensaje divino. Sin el Espíritu, la fe y el amor están ausentes de nuestras respuestas al mensaje de las Escrituras. Necesitamos que el Espíritu Santo nos habilite para entender lo que él ha inspirado (cf. 1 Cor. 2:12, 14, 15; Efe. 1:17-19; Sal. 119:18).

            La obra del Espíritu Santo con las Escrituras no terminó en el pasado lejano. Él continúa hablando a las personas a través de la Biblia hoy, haciendo que la Palabra cobre vida, al ayudarnos a entender la importancia y la relevancia del texto bíblico para nuestras vidas en el presente. “El Espíritu no fue dado […] para invalidar la Biblia; […] la Palabra de Dios es la regla por la cual toda enseñanza y toda manifestación religiosa debe ser probada”.[8]

            Al abrazar la Palabra escrita como confiable y verdadera, somos guiados por el Espíritu a aceptar la Palabra viviente de Dios, Jesucristo, como nuestro Salvador y Señor.

EL ESPÍRITU SANTO Y CRISTO

            El Espíritu Santo fue activo y fundamental no solamente en la revelación de la Palabra escrita de Dios, sino también en la Palabra encarnada. El Espíritu preparó el camino del Mesías, por medio de los profetas. De hecho, “la concepción del Mesías fue obra del Espíritu”.[9] El Espíritu Santo fue responsable por la concepción de Jesucristo en la virgen María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombre” (Luc. 1:35). ¿El resultado? Aquél que fue concebido de esa manera es llamado “el Santo Ser” (Luc. 1:35); lo cual significa que Jesús es, de hecho, el Hijo del Santo, el Hijo de Dios, verdaderamente divino y verdaderamente humano.

PROVEE DE LA SEGURIDAD DE LA SALVACIÓN

            El Espíritu Santo también nos da la seguridad de nuestra salvación por medio de Jesucristo. Él “da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Rom. 8:16). Da evidencia de la obra de Dios en nosotros. “Y en esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado” (1 Juan 3:24). El Espíritu nos da seguridad de nuestra adopción como hijos de Dios. Él es un testigo y un sello que confirma nuestro lugar con Cristo (2 Cor. 1:21, 22; Efe 1:13, 14; 4:30).

            El Espíritu Santo es el agente de este sellamiento y la garantía de que Dios completará lo que ha comenzado en nosotros (Fil. 1:16). Por eso, el apóstol Pablo afirma que todas las promesas de Dios son Sí en Cristo (2 Cor. 1:20), quien “nos ungió […] nos ha sellado, y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones” (vers. 21, 22). Este sellamiento implica una dimensión moral: caminar por el sendero de la santidad que acompaña el sellamiento del Espíritu.[10] Ese es el motivo de la siguiente admonición: “No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención. Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efe. 4:30-32; cf. 2 Tim. 2:19). En otras palabras, vivir en el Espíritu significa una vida de congruencia espiritual y moral con lo que enseña la Escritura (cf. 1 Cor. 4:17).

EL ESPÍRITU SANTO Y EL NUEVO NACIMIENTO

            Jesús dijo: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:5, 6). Pablo afirma que sin la obra del Espíritu Santo no podemos experimentar una regeneración y una renovación (Tito 3:5). De hecho, al ser guiados por el Espíritu de Dios, nos transformamos en hijos de Dios (Rom. 8:14). El Espíritu despierta los corazones pecaminosos y muertos (Efe. 2:1; Eze. 36:26, 27), y abre nuestros ojos ciegos (Hech. 26:18; 2 Cor. 4:4). Lo hace al despertar en nosotros el convencimiento de nuestros pecados (Juan 16:8), y de que estamos perdidos y necesitamos de un Salvador.

SANTIFICACIÓN Y DESARROLLO DEL CARÁCTER

            El Espíritu Santo desea hacernos santos como Dios es santo. Por esta razón, nos limpia de pecado y nos santifica. El apóstol Pablo escribe: “Ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Cor. 6:11). El Espíritu produce en nosotros un crecimiento continuo en la santidad, produciendo el fruto del Espíritu en nosotros: “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gál. 5:22, 23). Nos da el poder para vivir victoriosamente por la gracia de Dios. Nuestra transformación a su semejanza ocurre “por el Espíritu del Señor” (2 Cor. 3:18). La santificación y el gozo de la obediencia vienen por medio del poder del Espíritu Santo (2 Tes. 2:13; 1 Ped. 1:2; cf. Rom. 8:4; 15; 16).

MISIÓN Y EVANGELISMO

            El Espíritu Santo también capacita a los creyentes para la misión y el evangelismo. Provee de la fuerza esencial para la misión de la iglesia (Hech. 1:8; Rom. 15:18, 19). El Espíritu Santo llama a las personas a ser portadoras de la misión de Dios (Hech. 13:2, 3). Él guía y dirige a los misioneros a lugares específicos, para ser testigos de Dios y para servir a la iglesia (Hech. 16:6-8). Capacita a los creyentes para que proclamen el evangelio eterno con eficacia por el mundo entero. Guía a las personas a fin de que acepten a Jesucristo como su Salvador, y para que sean obedientes a la Palabra escrita de Dios. Es el propósito de Dios que el mensaje del evangelio vaya por todo el mundo, a través de sus discípulos, que han recibido el Espíritu Santo. Sin embargo, una misión mundial puede ser realizada con éxito si la iglesia está unida, y aquí es donde el Espíritu cumple otra tarea teológica importante.

LA UNIDAD DE LA IGLESIA

            El Espíritu Santo nos une de muchas maneras. En primer lugar, nos trae hasta Jesucristo, nuestro Salvador, y nos une con él. Según Calvino, “el Espíritu Santo es el vínculo por medio del cual Cristo efectivamente nos une a él”.[11] Estar unidos con Cristo “es, de hecho, el fundamento de todas las bendiciones de la salvación. La justificación, la santificación, la adopción y la glorificación son todas recibidas por medio de nuestra unión con Cristo”.[12] Esta obra del Espíritu Santo en el orden individual lleva a una comunidad de fe específica: la iglesia. Al haber experimentado la salvación por la fe en Jesucristo, hay una comunión del Espíritu Santo en la iglesia (2 Cor. 13:14; Fil. 2:1, 2). La iglesia necesita ser entendida como una comunidad de fe, que es llamada a la existencia por el Espíritu. Por lo tanto, los creyentes individuales son edificados en una nueva morada espiritual de Dios “en el Espíritu” (Efe. 2:22). Como seguidores de Cristo, deberíamos ser “solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Efe. 4:3).

            También somos bautizados por un Espíritu en el cuerpo de Cristo (1 Cor. 12:13). El Espíritu Santo nos une en el bautismo en un solo cuerpo; por eso, la iglesia como comunidad de fe es la morada del Espíritu Santo (1 Cor. 3:16, 17; Efe. 2:19-22). Además, el Espíritu Santo apoya y sustenta activamente a los diversos miembros del cuerpo de Cristo, al darles dones espirituales especiales. Los diferentes dones, dados por “uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere” (1 Cor. 12:11), trabajan juntos “para provecho” (vers. 7), a fin de que el cuerpo de Cristo esté bien equipado para cumplir con la tarea que Dios le ha dado de proclamar el evangelio eterno a un mundo que perece. Dado que el Espíritu Santo derrama sus dones como él desea, es errado esperar que un solo don espiritual esté presente en todos los creyentes.

            El Espíritu Santo produce amor en nuestros corazones (Rom. 5:5; Gál. 5:22; Col. 1:8), y este amor “es el vínculo perfecto” (Col. 3:14). Con tal unidad espiritual y de amor, no hay ni varón ni mujer, ni esclavo ni libre, ni judío ni griego, ni negro ni blanco, ni rico ni pobre: todos son uno en Jesucristo, a través de la obra del Espíritu (Gál. 3:28).

            A menudo damos el crédito a los seres humanos que ocupan posiciones de liderazgo por la habilidad de plantar, establecer y mantener iglesias. No deberíamos olvidar, sin embargo, que, a un nivel más profundo, la existencia misma de la iglesia depende del Espíritu Santo. Podemos buscar la unidad y la paz, y hacer todo para evitar conflictos y discordias entre los miembros de la iglesia; pero, la unidad verdadera y perdurable, en última instancia, es obra del Espíritu. Nosotros simplemente somos sus humildes siervos, y no deberíamos entorpecer su influencia.

            El fundamento teológico por la unidad de la iglesia es la obra del Espíritu, por medio de la Palabra escrita de Dios que él ha inspirado. El Espíritu de Cristo que mora en los cristianos nunca nos llevará a dudar, criticar, malinterpretar ni desestimar las enseñanzas bíblicas. El Espíritu Santo obra con la Biblia para convertirla en la Palabra viva de Dios, que puede transformar nuestras vidas.

            En síntesis, el Espíritu Santo es la tercera persona de la Trinidad, que trabaja en armonía con Dios el Padre y Dios el Hijo en la Creación y en nuestra salvación. El Espíritu Santo nos despierta de la muerte espiritual, produce conciencia de pecado y del alejamiento de Dios, enciende en nosotros el deseo de cambiar y nos lleva hasta Jesucristo. Nos brinda la seguridad de la salvación. Nos moldea a la semejanza de Jesús. Nos mantiene fieles en nuestro caminar con Dios. Nos habilita para cumplir la voluntad y la misión de Dios. Generó la Palabra escrita de Dios como nuestra guía segura y única norma para la vida y la doctrina cristianas. Une a la iglesia sobre la base de la Palabra de Dios.

            Gracias a Dios por su presencia sublime a través del Espíritu Santo.

Sobre el autor: decano de la facultad de teología del Seminario de Bogenhofen, Austria.


Referencias

[1] Bruce A. Ware, Father, Son, and Holy Spirit: Relationships, Roles, and Relevance (Wheaton, IL: Crossway Books, 2005), p. 104.

[2] James I. Packer, Keep in Step With the Spirit (Leicester, England: Intervarsity Press, 1984), p. 66, citado en Graham A. Cole, He Who Gives Life: The Doctrine of the Holy Spirit (Wheaton, IL: Crossway Books, 2007), p. 284; énfasis en el original.

[3] Cole, He Who Gives Life, p. 284.

[4] Sobre la divinidad y la personalidad del Espíritu Santo, ver Edward Henry Bickersteth, The Trinity (Grand Rapids, MI: Kregel Publications, 1993); Max Hatton, Understanding th e Trinity (Alma Park Grantham, Inglaterra: Autumn House, 2001); y Woodrow W. Whidden, Jerry Moon y John W. Reeve, The Trinity: Understanding God’s Love, His Plan of Salvation, and Christian Relationships (Hagerstown, MD: Review and Herald Pub. Assn., 2002).

[5] Bernard Ramm, The Pattern of Religious Authority (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1968), 28.

[6] Juan Calvino, Calvin: Institutes of the Christian Religion, ed. John T. McNeil, trad. Ford Lewis Battles, Library of Christian Classics (Filadelfia: Westminster John Knox Press, 1960), 1.7.

[7] Ibíd., 1.7,4.

[8] Elena de White, El conflicto de los siglos (Buenos Aires: ACES, 2008), p. 7.

[9] Cole, He Who Gives Life, p. 151.

[10] Ver Thomas C. Oden, Life in the Spirit, t. 3 de Systematic Theology (Peabody, MA: Prince Press, 2011), p. 185

[11] Calvino, Calvin: Institutes of the Christian Religion, 3.1.1.

[12] Robert Letham, The Work of Christ (Leicester, England: InterVarsity Press, 1993), p. 80, citado en Cole, He Who Gives Life, p. 217.