Atrasado, llegué a Río de Janeiro para una programación especial en la iglesia de Barra da Tijuca. El vuelo se demoró más de lo previsto. Durante el viaje, tomé la notebook, para adelantar algunos trabajos, incluso para escribir este artículo. Distraído con las ideas, no me di cuenta del paso del tiempo. Me quedé sorprendido al escuchar el pedido de que cerrara la mesa, pues estaba autorizado el aterrizaje. Cerré mi notebook y la coloqué en la bolsa del asiento que estaba frente a mí.

El aterrizaje fue tranquilo, pero no así el desembarque. La plataforma de acceso al avión se trabó y era imposible acercarla a la puerta. Mientras los técnicos intentaban resolver el problema, algunos pasajeros comenzaron a ponerse impacientes. Yo estaba apurado, preocupado por el atraso para el encuentro. Encendí el celular y escuché el mensaje enviado por el encargado de buscarme en el aeropuerto. Estaba sentado en la penúltima fila del avión, lo que agravaba más la situación, pues sería uno de los últimos en desembarcar. Pasados algunos minutos, se anunció la autorización para desembarcar por la puerta trasera, que pronto se abrió para poder salir por la escalera móvil. Tomé mis maletas del compartimento superior y dejé rápidamente el avión, intentando ganar tiempo.

En la puerta de desembarque del aeropuerto, alguien me esperaba. En el trayecto, paramos para encontrar a dos personas más que nos acompañarían. La espera sería corta y, como necesitaba enviar un mensaje electrónico, resolví aprovechar ese breve momento. Pero, al abrir la valija, la notebook no estaba allí. Recordé, entonces, que la había dejado en el avión, y comencé el largo proceso hasta conseguir entrar en contacto con alguien de la compañía aérea.

Antes, al escuchar mi lamento al teléfono, un empleado del aeropuerto trató de desanimarme, advirtiéndome que no encontraría más la notebook. Después de hablar en vano con varias personas, alguien me dio el número de teléfono del gerente regional de la empresa. Ya camino a la iglesia, lo llamé por teléfono para exponerle mi problema. Él me pidió mi número de teléfono y prometió volver a llamarme pronto. Para mi alivio, lo hizo, informándome que estaba con la notebook en sus manos. Después de la programación, fui a buscarla.

No es buena la sensación que tenemos cuando nos olvidamos algo que no deberíamos haber olvidado. Pero la sensación es infinitamente más agradable cuando lo encontramos y conseguimos solucionar algo que nos traería muchos problemas.

Amigo pastor, al reflexionar sobre este incidente y sobre mi vida como un todo, recordé que existen cosas importantes que tal vez hayamos dejado atrás, por olvido o elección, pero que no deberían ser abandonadas. La lista puede comenzar en el área espiritual, pasando por la familia, el trabajo, los amigos, los estudios y los planes. En este punto está nuestra gran lucha.

La notebook olvidada tuvo un final feliz, pero no siempre eso sucede. Cuando Jesús contó la parábola de las diez vírgenes, habló de las vírgenes insensatas, que no tenían aceite suficiente para mantener encendidas sus lámparas (Mat. 25:8). Ellas recurrieron a las otras vírgenes, que les aconsejaron ir a comprar más aceite. Jesús concluyó la parábola con la siguiente advertencia: “Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir” (vers. 13).

Ten cuidado de no olvidar lo que es más importante. Después, puede ser demasiado tarde. No descuides la profunda y completa dependencia de Dios, a fin de ser padre para tus hijos y marido para tu esposa. No te olvides de cultivar una profunda y completa dependencia de Dios, para ejercer el ministerio que el Señor te designó, para ser “sal de la tierra” y “luz del mundo”. Sí, una profunda y completa dependencia de Dios para enfrentar los desafíos de esta vida sin quitar los ojos de la vida eterna.

Sobre el autor: Secretario ministerial asociado de la División Sudamericana.