1. El aspecto divino: igual a Dios. —El apóstol hace que apartemos la atención de nosotros y la fijemos en el Autor de nuestra salvación. Nos presenta sus dos naturalezas, la divina y la humana. Así describe la divina: “El cual, siendo en forma de Dios, no tuvo por usurpación ser igual a Dios”. Era “el resplandor de su gloria, y la misma imagen de su sustancia” (The Review and Herald, 5-7-1887).
2. El aspecto humano: era Dios en la tierra. — Acerca de su naturaleza humana dice; “Y hallado en la condición como hombre, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:8). Tomó voluntariamente la naturaleza humana. fue un acto realizado por sí mismo y con su propio consentimiento. Cubrió su divinidad con la humanidad. Continuó siendo Dios, pero no apareció como Dios. Veló las manifestaciones de la Divinidad, que habían suscitado el homenaje y la admiración del universo de Dios. fue Dios mientras estuvo en el mundo, pero se despojó de la forma de Dios, y en su lugar tomó la forma y las maneras de un hombre. Anduvo por la tierra como un hombre. Se hizo pobre por nosotros para que a través de su pobreza fuésemos hechos ricos. Depuso su gloria y su majestad. Era Dios, pero abandonó momentáneamente las glorias de la forma de Dios. Aunque anduvo con pobreza entre los hombres, impartiendo su bendición dondequiera que fue, a su palabra legiones de ángeles habrían rodeado a su Redentor y le habrían tributado homenaje (Ibid.).
3. Una fuente de vida para el mundo. — Contrastad esto con la riqueza de gloria, la abundancia de alabanza que procedían de las lenguas inmortales, los millones de voces del universo de Dios que se unían en antífonas de adoración. Pero él se humilló a sí mismo y tomó sobre sí la mortalidad. Como miembro de la familia humana era mortal, pero, como Dios, era la fuente de la vida para el mundo. En su persona divina pudo haber detenido los avances de la muerte y haber rehusado ponerse bajo su dominio; pero entregó voluntariamente su vida para poder de esta manera dar vida y traer a la luz la inmortalidad. Llevó los pecados del mundo y soportó la penalidad que pesaba sobre su alma divina con el peso de una montaña. dio su vida en sacrificio para que el hombre no muriera eternamente. Murió, no porque fue compelido a morir, sino por su libre voluntad. Esto era humildad. Todo el tesoro del cielo se derramó en un don para salvar al hombre caído. Incluyó en su vida todas las energías vivificadoras que los seres humanos necesitan y deben recibir (Ibid.).
4. Siguió siendo Dios en la humanidad— Cuanto más pensamos en la venida de Cristo a la tierra en la forma de una criatura, tanto más maravillosa nos parece. ¿Cómo puede ser que la criatura desvalida del pesebre de Betlehem continúe siendo el divino Hijo de Dios? Aunque no podamos comprenderlo, podemos creer que el que hizo los mundos para nuestro beneficio tomó la forma de un niño desvalido. Aunque era superior a cualquiera de los ángeles, aunque era igual al Padre que se sentaba sobre el trono del cielo, se identificó con nosotros. En él Dios y el hombre se hicieron una sola cosa, y es en este hecho donde encontramos la esperanza para nuestra raza caída. Al contemplar a Cristo en la carne, vemos a Dios en la humanidad, y vemos en él el esplendor de la gloria divina, la imagen expresa de Dios el Padre (The Youth’s Instructor, 21-11-1895).
5. La humanidad y la divinidad unidas. — El Redentor del mundo cubrió su divinidad con la humanidad, para poder alcanzar a la humanidad; porque, para llevar la salvación al mundo se requería que se unieran la humanidad con la divinidad. La divinidad necesitaba a la humanidad para que la humanidad proporcionara un conducto de comunicación entre Dios y el hombre, y la humanidad necesitaba a la divinidad para que un poder de lo alto restaurara al hombre a la semejanza de Dios. Cristo era Dios, pero no apareció como Dios. Veló las señales de la divinidad que había suscitado el homenaje de los ángeles y determinado la adoración del universo de Dios. No se estimó a sí mismo, tomó sobre sí la forma de un siervo, y fue formado a la semejanza de la carne pecaminosa. Se hizo pobre por nosotros para que, mediante su pobreza, pudiéramos ser hechos ricos (The Signs of the Times, 20-2-1893).
6. Con todo, uno con la Deidad. —¡Qué verdad se vislumbra cuando contemplamos a Jesús en relación con la cruz del Calvario, cuando vemos al Admirable, al Consejero, a la víctima misteriosa, humillándose bajo la carga asombrosa de nuestra raza! El eterno Hijo de Dios se interpuso dispuesto a soportar el castigo de la transgresión para que el transgresor tuviera una oportunidad más, para que los hombres volvieran al favor de Dios el Padre. Un Ser revestido con la humanidad, y que sin embargo era uno con la Deidad, fue nuestro rescate. La tierra se conmovió y vaciló ante el espectáculo del amado Hijo de Dios que sufría la ira de Dios por la transgresión del hombre. Los cielos se cubrieron de cilicio para ocultar la vista del divino sufriente (The Review and Herald, 8-2-1898).
7. No dejó de ser Dios. —Pero, aunque la gloria divina de Cristo por un tiempo quedó velada y eclipsada por la humanidad que había tomado, no dejó de ser Dios cuando se hizo hombre. Lo humano no tomó el lugar de lo divino, ni lo divino de lo humano. Este es el misterio de la piedad. Las dos expresiones, humana y divina, estaban en Cristo estrecha e inseparablemente unidas, y sin embargo tenían una clara individualidad. Aunque Cristo se humilló para hacerse hombre, no perdió su divinidad. No podía perder su divinidad mientras permaneciera fiel y leal a sus principios. Aunque estaba rodeado por la tristeza, el sufrimiento y la contaminación moral, y era despreciado y rechazado por el pueblo a quien se le habían confiado los oráculos del cielo, Jesús pudo hablar de sí mismo como el Hijo del hombre en el cielo. Estaba listo para retomar su gloria divina cuando terminara su obra en la tierra (The Signs of the Times, 10-5-1899).
8. La divinidad no se degradó. —En Cristo estaban unidas la divinidad y la humanidad. La divinidad no se degradó hasta el nivel de la humanidad; la divinidad conservó su lugar, pero la humanidad, al unirse con la divinidad, soportó la prueba más violenta de tentación en el desierto (The Review and Herald, 18-2-1890).
9. El Mediador debía ser igual a Dios. — El ángel más encumbrado del cielo carecía del poder para pagar el rescate por una sola alma perdida. Los querubines y los serafines poseen únicamente la gloria con la cual los revistió su Creador como criaturas suyas, y la reconciliación del hombre con Dios podía efectuarse sólo mediante un Mediador que fuera igual a Dios, que poseyera atributos dignificadores, y se declarara digno de tratar con Dios en beneficio del hombre, y también que representara a Dios ante un mundo caído. El substituto y la garantía debía poseer la naturaleza humana, una conexión con la familia humana a la que iba a representar, y, como embajador de Dios, debía participar de la naturaleza divina, debía tener una conexión con el Infinito a fin de manifestar a Dios ante el mundo, y debía ser un mediador entre Dios y el hombre (Ibid, 22-12-1891).
10. La garantía del hombre. —Estas calificaciones se encontraban únicamente en Cristo. Cubriendo su divinidad con la humanidad, vino a la tierra para ser llamado el Hijo del hombre y el Hijo de Dios. Era la garantía del hombre, el embajador de Dios —la garantía del hombre para satisfacer por su justicia en favor del hombre las exigencias de la ley, y el representante de, Dios para manifestar su carácter a una raza caída (Ibid.).
11. Tendió un puente sobre el abismo. —Al contemplar la encarnación de Cristo, quedamos desconcertados ante un misterio insondable que la mente humana no puede comprender. Cuanto más reflexionamos sobre él, tanto más asombroso nos parece. ¡Cuán amplio es el contraste entre la divinidad de Cristo y el niño desvalido que yacía en el pesebre de Betlehem! ¿Cómo podemos salvar la distancia entre el Dios poderoso y la criatura desvalida? Y sin embargo el Creador de los mundos, en quien moraba la plenitud de la Divinidad corporalmente, estaba manifiesto en el niño desvalido del pesebre. ¡Muy superior a cualquiera de los ángeles, igual al Padre en dignidad y gloria, y sin embargo llevando la vestidura de la humanidad! La divinidad y la humanidad se unieron misteriosamente, y el hombre y Dios se hicieron uno. Es en esta unión donde encontramos la esperanza de nuestra raza caída. Al contemplar a Cristo en su humanidad, contemplamos a Dios, y vemos en él el esplendor de su gloria, la expresa imagen de su persona (The Signs of the Times, 30-7-1896).
12. Un Salvador antes de su encarnación. — Cristo, la garantía de la raza humana, trabaja con actividad ininterrumpida. Habla de sí mismo como trabajando en la misma forma que el Guardián del universo. Trabajó incansablemente por el pueblo de Israel. Procuró enseñarles a confiar en él, que salva hasta el máximo a todos los que acuden a él. Cristo es la luz que alumbra a cada hombre que nace en el mundo. Desde Adán y a través de la era patriarcal, esta luz señaló claramente el camino hacia el cielo. Todos los profetas testificaron de ella. Las cosas futuras transcurrieron ante sus ojos en misteriosa procesión. Cada sacrificio señalaba la muerte de Cristo. Su justicia ascendía hacia Dios en cada nube de incienso. Su majestad se ocultaba en el lugar santísimo. Cristo ha sido un Salvador real tanto antes como después de su encarnación. En el mismo instante de la transgresión y la apostasía, asumió su obra, trabajando por la salvación del hombre con una actividad igual a la de Dios (The Review and Herald, 5-3-1901).
13. La divinidad no perece. —“Yo soy la resurrección y la vida”. El que dijo: “Yo pongo mi vida, para volverla a tomar”, salió de la tumba a la vida que estaba en sí mismo. La humanidad murió; la divinidad no pereció. Cristo, en su divinidad, poseía el poder de quebrantar los lazos de la muerte. Declaró que tenía vida en sí mismo para vivificar a quien quisiera.
Todos los seres creados viven por la voluntad y el poder de Dios. Son receptores de la vida del Hijo de Dios. No importa cuán capaces y talentosos sean, o cuán amplias sean sus capacidades, todos son reabastecidos con la vida que fluye de la Fuente de toda vida. Él es la fuente de la vida. Sólo él, que posee inmortalidad y que mora en la luz y la vida, podía decir: “Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar” (The Youth’s Instructor, 4-8-1898).
14. Era imposible que pereciera la divinidad. —¿Se cambió la naturaleza humana del Hijo de María en la naturaleza divina del Hijo de Dios? No; las dos naturalezas se unieron misteriosamente en una misma Persona: el hombre Cristo Jesús. En él moraba corporalmente toda la plenitud de la divinidad. Cuando Cristo fue crucificado, lo que murió fue su naturaleza humana. La divinidad no se humilló ni pereció; esto habría sido imposible (The SDA Bible Comentary. tomo 5, pág. 1113).
15. La divinidad rompió los lazos de la muerte. —El que había dicho “Yo pongo mi vida, para volverla a tomar” y “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”, salió de la tumba a la vida que estaba en sí mismo. La divinidad no pereció. La humanidad murió, pero Cristo proclamó junto al sepulcro prestado de José: “Yo soy la resurrección y la vida”. Cristo, en su divinidad, poseía el poder de quebrantar los lazos de la muerte (Ibid.).
16. La humanidad sustentada por la divinidad. —La ley del gobierno de Dios debía ser magnificada por la muerte del Hijo unigénito de Dios. Cristo llevó la culpa de los pecados del mundo. Nuestra suficiencia se halla únicamente en la encarnación y la muerte del Hijo de Dios. Pudo sufrir porque lo sostenía la divinidad. Pudo aguantar porque no tenía ni una mancha de deslealtad o pecado. Cristo triunfó en favor del hombre al soportar la justicia del castigo. Obtuvo la vida eterna para el hombre en tanto que exaltaba la ley y la hacía digna de honor (The Youth’s Instructor, 4-8-1898).