Mis pies estaban empapados por causa de la lluvia mientras me hallaba de pie en el pórtico de la capilla de Juan Calvino, escuchando sonar el carillón, desde las torres de la Catedral de San Pedro. No era un chubasco pasajero el que me había dejado empapado, sino un fluir continuo de agua que caía de un cielo gris, como si nunca más fuera a detenerse.

Ese sábado de tarde había yo salido del tranvía en la Place du Molard, y había subido por la resbalosa calle con el propósito definido de oír el órgano de San Pedro. Hacía más de 450 años que Juan Calvino en persona había subido esta misma colina dentro de las murallas de la antigua Ginebra y predicado en la pequeña capilla donde me encontraba ahora, a sólo pocos pasos de la catedral.

Había yo llegado una hora más temprano, y el carillón había comenzado a oírse mientras entraba a la catedral. A pesar de la lluvia regresé al exterior para escuchar la música que resonaba en los edificios de piedra y en la calle. En la esquina opuesta se encontraba el profeta Jeremías, esculpido en bronce eterno, bien alto, sobre un pedestal de concreto, y su cuerpo inclinado y su faz distorsionada se volvían aún más intensos a causa de la lluvia que resbalaba por su rostro impasible.

Después entré a la catedral de nuevo para esperar al órgano. Otras personas habían llegado también, quizá 200 o 300, visitantes y ginebrinos por igual. Algunos vestían traje y corbata, otros tenían el cabello bien arreglado; pero la mayoría de la gente que me rodeaba venía con la cabeza enmarañada y el agua le corría por todo el cuerpo, con el deseo de oír una hora de música. Venían solos, en parejas, y como familias. Algunos eran turistas, vestidos con pantaloncillos y playeras, portando cámaras que les colgaban de los hombros. Madres que venían con sus hijos, jóvenes esposos traían a sus esposas. Algunos ancianos entraron, un tanto inseguros al andar.

Nos sentamos bajo un candelero encendido, mientras las bóvedas góticas se elevaban por encima de nosotros, la luz de los vitrales de las ventanas cruzaba la nave y la música repiqueteaba entre los arcos. Detrás de mí se sentó una señora joven, erguida e inmóvil, como si estuviera esculpida en mármol, con las manos dobladas sobre su regazo, la redonda faz vuelta hacia arriba y los ojos cerrados. No lejos de allí un hombre estaba inclinado hacia adelante con los ojos cerrados, con sus más de 60 años de duro trabajo claramente visibles a través de su faz arrugada y sin afeitar. Una madre lisiada que había pasado cojeando frente a mí se sentó con su hijo entre los brazos. Una fila o dos más adelante una joven esposa recostaba su rubia cabellera sobre el hombro de su esposo.

Yo cerré mis ojos. Parecía casi irreverente mirar alrededor. Olvidé mis pies empapados y la dureza de la banca de madera. No sentía otra cosa más sino el poder de la música y mi cabeza estaba inclinada hacia adelante en oración.

Señor, todos hemos venido tal como somos, de nuestro trabajo, donde difícilmente podemos hallar un momento para descansar, de nuestros hogares, donde con frecuencia trabajamos sin que se nos agradezca, de nuestros momentos de ocio, donde es tan fácil olvidar, y de la calle, donde nadie se preocupa por nada.

Gracias, Señor, por vemos tal como somos, sin pretensiones, sin adornos, modestos y recatados, sintiéndonos tan pequeños en este lugar.

Recordamos que tú te llamaste a ti mismo el Buen Pastor que busca al perdido.

Esta noche, entre estas bóvedas resonantes y estos vibrantes arcos, nos has hablado de nuevo, con sonidos que son a un tiempo pavorosos y sublimes, para recordamos que tú eres, además, Omnipotente. Gracias porque nos reafirmas de nuevo, por confiar en tu poder, por la paz de la mente, y por el esplendor de tus inefables promesas de que eres nuestra fortaleza y nuestro protector.

Los oyentes que me rodeaban estaban en silencio. No fue sino hasta el final del concierto que aplaudieron. La música era demasiado poderosa, demasiado conmovedora, demasiado abrumadora como para interrumpirla con ruidos humanos. Cuando terminó, estaba más allá de los aplausos.

Yo salí de nuevo a la calle. La lluvia caía todavía, quizá ahora más gentil sobre las relucientes piedras de la Rué du Perron. La luz surgía como siempre a lo largo de las murallas cubiertas de enredaderas de la vieja Ginebra. Todo era lo mismo. Pero era diferente ahora.

Siempre recordaré la música de San Pedro.

Sobre el autor:  Floyd Greenleaf escribe desde Collegedale. Tennessee.