“Nuestra mayor necesidad de hoy es que nuestros labios sean tocados con el fuego santo del altar de Dios”.

“A la verdad la mies es mucha, más los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies” (Mat. 9:37, 38). Este versículo se utiliza a menudo cuando nos referimos a la obra misionera. Es nuestra bandera, y la hemos usado muchas veces para animar a la congregación a cumplir objetivos determinados en la labor de proclamar el evangelio. Se repiten las oportunidades en que, como miembros y líderes de la iglesia, nos sentimos frustrados simplemente porque no conseguimos alcanzar las metas trazadas en cuanto al crecimiento generado por nuevos bautismos.

Ya en los días del Antiguo Testamento el Señor, por medio del profeta Joel, al anunciar lo que sucedería en nuestros días, señaló: “Echad la hoz, porque la mies está ya madura” (Joel 3:13). Estos versículos nos sugieren algunos conceptos: primero, la cosecha es abundante; segundo, esa cosecha ya está madura; y tercero, hay un Señor que la hace madurar. Ese Señor es Cristo mismo, de acuerdo con Mateo, porque él fue quien envió a los doce para cumplir la misión de cosechar la siembra, capacitándolos y confiriéndoles cierta autoridad: “A estos doce envió Jesús, y les dio instrucciones, diciendo […] id antes a las ovejas perdidas de la casa de Israel […] predicad, diciendo: el reino de los cielos se ha acercado” (Mat. 10:5-7).

Al atender esta orden de Jesús, debemos comprender que él, como Dios, es soberano y está por encima de todo, es todopoderoso y que, al encargarles esta tarea, los estaba enviando a hacer algo para lo cual él mismo era la garantía del éxito. Es sumamente importante que comprendamos que Dios es soberano, que es perfectamente suficiente… y que todos sus requisitos y mandatos son agradables y accesibles, puesto que él mismo nos capacita para cumplirlos.

Salvados para salvar

El gran objetivo de nuestro ministerio es contribuir a la transformación de vidas que honren al Señor de la mies, es decir, convertir a la gente. Lo esencial para el que desea participar de la misión consiste en ser transformado cada día, es decir, que el proceso de la santificación sea diario. Entonces, podemos dar testimonio bajo el poder del Espíritu Santo. Es necesario que comprendamos que no somos nosotros los que convertimos y transformamos a la gente en hijos de Dios o en discípulos; ésa es obra de Dios mismo. Sin embargo, “Dios ha asignado a cada uno su obra, según su capacidad, y él no quiere que unos pocos estén recargados de responsabilidades, mientras que los otros no llevan ninguna carga, trabajo ni preocupación del alma […] Se exige abnegación de los discípulos de Cristo, y ellos deben hacer sacrificios; pero deben tener cuidado, no sea que por su exceso de celo, Satanás se aproveche de la debilidad humana y perjudique la obra de Dios” (El Deseado de todas las gentes, p. 329).

La acción del enemigo número uno de la causa de Dios, después de que la gente ha ingresado en la iglesia, consiste en provocar desunión, sensación de fracaso, divisiones y controversias. No desea que haya fraternidad ni camaradería. Cuantas más discusiones tensas y comentarios críticos malignos haya, más éxito se asegurará, porque en esas circunstancias la iglesia es un fracaso.

Si cada uno de nosotros asume su responsabilidad y se dedica al Señor, entregándole la vida para el cumplimiento de una misión especial, es posible que sintamos lo mismo que Isaías cuando sus labios fueron tocados por la brasa ardiente del altar. El profeta no tenía ante sí una tarea fácil, puesto que el pueblo había traspasado todos los límites de la paciencia,

al punto de que Dios se había negado a oír sus ruegos, a menos que experimentara un cambio en su conducta (Isa. 1:15). La respuesta de Isaías al llamado divino fue una total dedicación a lo que el Señor le estaba pidiendo: “Heme aquí, envíame a mí” (Isa. 6:8).

“El carbón encendido del altar representaba el poder refinador y purificador de la gracia divina. También significaba una transformación del carácter. Desde ese momento, el único gran deseo de Isaías para su pueblo fue que ellos también pudieran experimentar la misma obra de purificación y transformación. Nuestra mayor necesidad hoy es que nuestros labios sean tocados con el fuego santo del altar de Dios” (Comentario bíblico adventista, t. 4, p. 170).

Cuando nuestra vida esté totalmente comprometida con el servicio de Dios, ciertamente veremos que en la iglesia se obrarán milagros, pues el Señor de la mies nos guiará en el cumplimiento de la misión, garantizando el éxito, ya que es todopoderoso y soberano.

Premisas animadoras

El plan de salvación nos enseña algo maravilloso, a saber, que Jesús está empeñado en salvar a los que creen en él (Juan 3:15). La consumación de este plan en la cruz del Calvario nos revela algunas cosas fundamentales para nuestra vida como siervos de Dios: en primer lugar, nuestro mayor enemigo esta derrotado. Jesús lo venció en la cruz, y para siempre. Satanás es sólo un mentiroso contumaz, y ninguno de sus argumentos tiene valor ante la extraordinaria realidad de la muerte del Salvador.

En segundo lugar, ya que Cristo venció, nuestro triunfo en la misión de la iglesia está asegurado, porque el que nos comisionó es el mismo que ganó la batalla de los siglos.

En tercer lugar, Dios quiere bendecir a su iglesia por ser la comunidad instituida por él para el cumplimiento de una misión especial en estos últimos días.

No somos sólo una iglesia: somos el pueblo escogido para llevar a cabo la tarea más fantástica que jamás se haya encomendado a alguien en la historia. Sólo podríamos comparar nuestro privilegio con el de los discípulos, cuando Cristo ascendió a los cielos, después de la resurrección. Ellos iniciaron la tarea. Nosotros estamos aquí para terminarla. Ellos lo vieron ascender. Nosotros estamos aquí para verlo regresar con poder y gran gloria. Eso es magnífico, si recordamos que nuestras más caras esperanzas están depositadas en la promesa de su venida. Está más cerca de volver de lo que nos imaginamos. Necesitamos intensificar nuestro celo misionero.

Bajo la dirección de Dios

“La conversión del alma humana no es de pequeña consecuencia. Es el mayor milagro realizado por el poder divino” (El evangelismo, p. 214). El secreto del éxito en esta empresa está en una total dependencia de Dios y en dejarnos llenar por el Espíritu Santo. Como él mismo dice, por medio del profeta: “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu” (Zac. 4:6). “En la obra de rescatar a las almas perdidas que perecen, no es el hombre el que efectúa la obra de salvarlas; es Dios quien trabaja con él” (Ibíd., p. 215). No trabajamos para alcanzar favores de Dios ni de los hombres, sino como humildes instrumentos en las manos divinas.

No nos olvidemos: Dios es quien dirige la iglesia. Es soberano y, como Señor de la mies, la hace crecer y madurar. En sus manos podemos ser instrumentos activos para la cosecha. “Cuando el Espíritu Santo se posesione de su mente y controle sus fuertes sentimientos, entonces será lid. más semejante a Cristo” (Ibíd., p. 464). Con tan noble experiencia podremos presenciar verdaderos milagros en nuestras iglesias, y las veremos actuar con vida y éxito en la misión.

Sobre el autor: Pastor en Santiago, Rep. de Chile.