LA OBRA DE CRISTO EN EL JUICIO

            c. La misión de Cristo en el santuario celestial —y, mediante su iglesia, su misión en la tierra— no proseguirán indefinidamente. “A quien dé cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hech. 3:21). La misión de la iglesia conduce hacia el retorno de Cristo, al tiempo cuando el reino de Dios ha de ser completamente restaurado. Este es el acto tercero y último de Cristo, en el cual la iglesia es llamada a participar: la obra de juicio.

            En las Escrituras esta obra de juicio no es un acontecimiento nuevo o lóbrego separado de las otras actividades de la misión de Cristo. ¿No dijo él que fue enviado al mundo para juzgarlo (véase Juan 9:39)? El significado de estas palabras es claro: Cristo había venido para restaurar la vista de los ciegos y para alimentar a los hambrientos, liberar los prisioneros y traer justicia a los oprimidos; con él llegó un nuevo orden, un orden que no era de este mundo. Pero, por supuesto, sus leyes y principios están en gran desarmonía con el orden social existente, en el que abundan el egoísmo y la impiedad, y donde los ricos y los orgullosos son los que dominan. Para estas personas la restauración del reino divino será un suceso terrible: “Quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos” (Luc. 1:52, 53). Jesús dijo: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera” (Juan 12:31). Y así ocurrió mientras Jesús pendía de la cruz. Pero, aunque el juicio comenzó en la cruz no terminó allí, como algunos creen. La hora del juicio, cuando la diferencia entre los que tienen la fe de Jesús y los que se niegan a obedecer su Palabra sea definitiva, no ocurrió entonces (véase Hech. 24:24; 2 Cor. 5:10; Heb. 9:27; 2 Ped. 2:4). Pero este juicio final es la consecuencia directa de la encarnación de Cristo, su muerte y su resurrección.

            Los hombres definen su posición y pronuncian su propio juicio con la respuesta que dan a la Luz, al Camino, la Verdad y la Vida. “El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (Juan 3:18-21). La misión cristiana siempre conduce a esa discriminación (krísis) entre los que creen en Cristo y guardan sus mandamientos y los que no lo hacen. La misión de la iglesia no se realiza sólo proclamando o anunciando. Deberíamos instar a la gente para que se arrepienta, abandone sus pecados y ponga su confianza en Cristo. “Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Cor. 5:10: véanse también Rom. 2:6; 1 Ped. 1:17, y siguientes). Cuanto más nos acercamos al fin del tiempo, más claro y definido será este proceso del zarandeo (véase Mat. 13:36-43).

            La aceptación de Cristo o el rechazo de su amor serán definitivos. Resulta sorprendente ver cuán poca atención se presta a este aspecto de la misión de Cristo, tanto en las publicaciones misioneras como teológicas, y sin embargo las Escrituras tienen muchísimo que decir al respecto. El juicio final es un aspecto esencial e inalienable de la misión de Cristo y uno de los incentivos más poderosos para nuestra misión en estos últimos días.

EL JUICIO EN EL ANTIGUO Y EL NUEVO TESTAMENTOS

            Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamentos se refieren a la actividad especial de juicio que realiza nuestro Sumo Sacerdote en el cielo. En el libro de Hebreos se presenta un registro detallado del servicio de Cristo que culmina con la total purificación y consagración del pueblo de Dios. Después de “quitar de en medio el pecado” Cristo aparecerá por segunda vez “para salvar a los que le esperan” (Heb. 9:26-28). También Pedro, en Hechos 3:19-22 y las parábolas de Cristo (véase Mat. 18:23-25; 22:1-14), dan testimonio de esta actividad de Cristo inmediatamente antes de su regreso, es decir, la eliminación del pecado y la separación final entre los justos y los pecadores. En el ritual del día de la expiación emerge otro cuadro claro de la obra final de nuestro Sumo Sacerdote (véase Lev. 16). El profeta Daniel describe las actividades finales en el cielo como la escena del juicio (véase Dan. 7:9, 10) y otros profetas, como Joel y Zacarías, describen las escenas del día del juicio a su manera. Pero esto es claro: hay una “hora de su juicio” (véase Apoc. 14:7) que lleva a su fin a la misión de Cristo y de su iglesia. La sentencia se hace pública —el profeta dice que los libros se abrieron— ante los millares y miríadas de seres. Esto significa que es definitiva. Ya no puede ser cambiada. Todos los que se han arrepentido de sus pecados y que por fe han reclamado la sangre de Cristo como su sacrificio expiatorio, tienen el perdón registrado al lado de sus nombres en los libros del cielo. Al llegar a ser participantes de la justicia de Cristo y ser hallados sus caracteres en armonía con el carácter y el propósito de Dios, sus pecados son borrados y ellos son considerados dignos de la vida eterna. Los que hayan rechazado a Cristo morirán en sus pecados destruidos juntamente con la muerte y el diablo.

            8. El tiempo profético indica que esta fase final de la misión de Cristo ya ha comenzado. Ahora es el tiempo cuando se está cumpliendo la misión divina. Estamos viviendo en tiempo prestado. Es la misión de Cristo, que se realiza mediante su iglesia en la tierra, lo que impide que las paredes de la historia se derrumben.

Esta última fase de la obra de Cristo en el santuario celestial produjo en el mundo un despertar misionero que no ha tenido parangón desde que se inició la iglesia. Surgieron nuevas sociedades misioneras en todo el mundo cristiano; millares de misioneros dejaron las costas de Norteamérica y Europa, para informar luego a sus países de origen que en todas partes del mundo se producían conversiones en masa. Esta vasta y veloz expansión misionera evidencia que el misionero en jefe es Cristo mismo, quien mediante sus delegados en la tierra está conduciendo su misión hacia el fin. Porque, no nos equivoquemos, el tremendo reavivamiento religioso y el despertar evangélico, la expectación universal por la pronta venida del Rey, y el súbito surgimiento de las sociedades misioneras, todas características de la primera mitad del siglo XIX, no fueron meramente el resultado de factores socioeconómicos o psicológicos, como muchos quieren hacernos creer. Son el resultado directo de la obra de Cristo. Toda misión tiene su origen en él. Él es quien envía. El impulsa a las personas y obra en ellas, inspirándoles tanto el querer como el hacer por su propio propósito escogido (véase Fil. 2:13). Y ese propósito es claro: poner fin a su misión y restaurar el reino.

EL SURGIMIENTO DE LA IGLESIA ADVENTISTA DEL SEPTIMO DIA

            Fue esta convicción de que Cristo había entrado en la fase final de su misión, es decir, llevar a cabo la restauración de todas las cosas mediante su obra de juicio, lo que trajo a la existencia a la Iglesia Adventista del Séptimo Día, que es actualmente el movimiento protestante más extenso. Este pueblo piensa que Dios lo llamó para participar de la propia misión de Cristo de preparar al mundo para su inminente regreso. Su misión es presentar de tal manera el Evangelio, mediante un abarcante enfoque misionero, que cada persona pueda ver a Cristo como su Salvador, su Señor y su Juez, y prepararse para su pronta venida. Esta misión no consiste meramente en la enseñanza de una serie de doctrinas, sino que se trata de una misión de restauración: la restauración de la imagen divina en el hombre y la destrucción del pecado; la restauración de la santa ley de Dios y de cada principio de su reino; la vindicación de la soberanía del Omnipotente y la derrota de todo lo que sea maligno, rebelde y profano.

            No hay lugar aquí para trivialidades. Esta misión requiere que la iglesia vaya a todas partes del mundo y mueva a los creyentes a cruzar todas las fronteras: sociogeográficas, culturales, políticas y religiosas. La Iglesia Adventista del Séptimo Día no insiste en que Cristo se revela únicamente mediante su propio testimonio, pero tampoco puede dejar para otros la tarea de dar el testimonio al cual Cristo la ha llamado. Los adventistas reconocen “todo instrumento que ensalce a Cristo delante de los hombres como una parte del plan divino para la evangelización del mundo”, pero al mismo tiempo desean compartir libre y abiertamente su testimonio en todo el mundo.

            Es necesario que la iglesia, en su misión, evite tanto un erróneo concepto de confesionalismo como un erróneo concepto de ecumenismo. Un mal concebido ecumenismo, que procura lograr una unidad de testimonio sin una declaración definida de la Palabra de Dios, como debería proclamarse actualmente, invita a la confusión y a una mayor fragmentación. Conduce a la iglesia a la desobediencia. Un erróneo confesionalismo se aferra de una confesión particular sin más razones que las tradicionales, humano-eclesiásticas, sin manifestar una actitud de apertura a la siempre dinámica Palabra de Dios, que es nuestra única fuente de verdad. La iglesia de Dios tiene necesidad constante de autoevaluación crítica, de una mayor aceptación de la Palabra de Dios y de la tarea que debe cumplir en el mundo como sierva de Cristo en la misión. (Fin de la serie.)

Sobre el autor: Profesor del Departamento de Misiones, del Seminario Teológico de la Universidad Andrews.