La misión de Cristo no terminó en la cruz. El hecho mismo de que recién después de su resurrección Cristo envió a sus seguidores a todo el mundo para hacer conocer las buenas nuevas, es evidencia de que el reino de Dios no se había cumplido aún del todo. Y el haber enviado el Espíritu Santo después de la ascensión, confirma la misma idea.

Por lo tanto, algunos han concluido que Jesús fracasó en su misión. Pero este pensamiento procede de una mala interpretación del Evangelio. El reino ha venido; Cristo cumplió la misión de Dios (véase Juan 17:4; 19:30). Otros piensan que el reino en realidad llegó, pero que ahora tiene que cumplirse en los corazones y en las actividades de todos los seres humanos. La misión de la iglesia, en su opinión, es la expansión del reino que se ha establecido, como una semillita que crece dentro de un árbol adulto. Otro grupo sostiene que la misión mundial comenzó como una reacción de un grupo de judíos seguidores de Jesús, que se sintieron chasqueados después de su muerte. Pretenden los tales que la misión cristiana y la iglesia que surgió en consecuencia, fueron un movimiento provocado por una crisis.

UN DEBATE QUE CONTINUA

El debate continúa en forma bastante acalorada. Por un lado, están los que sostienen que el reino de Dios se ha cumplido plenamente en Cristo y en el Pentecostés, y por otro los que piensan que todavía está en el futuro. Una escuela filosófica cree que la misión cristiana es justamente el factor que traerá el reino de Dios, mientras que otra considera que la misión es la evidencia de que ese reino existe. Se alzan voces que dicen que la misión no se debe desmitologizar, y no son pocos los que piensan que se debería abandonar totalmente.

Todas estas corrientes filosóficas revelan la presencia de una tensión inherente al Nuevo Testamento y a las enseñanzas de Jesús en particular. No podemos escapar a esa tensión. Es importante, entonces, que nos aferremos de la plenitud de Cristo y de toda su obra de misión. Las Escrituras hacen sumamente claro que Cristo vino una vez y para siempre, para establecer el reino de Dios. Pero también nos enseñan en forma igualmente clara que después de su ascensión, Cristo iba a tener que cumplir otra parte de su misión antes de poder regresar para completar el establecimiento del reino, cuando todo dominio, autoridad y poder sean abolidos (véase 1 Cor. 15:12-27).

La comprensión de que la misión de Cristo continúa en el período entre su ascensión y su regreso, es condición sine qua non en el concepto correcto que la iglesia tiene de la misión. Porque la misión de la iglesia no es otra cosa que la imitación y participación en la totalidad de la misión de Jesucristo. Si la misión de la iglesia se basa sólo en la obra cumplida por Cristo, pierde su dirección y su sentido de urgencia. En el pasado, esta actitud ha conducido a un estado de inercia en la misión, y ha tendido a humanizar las actividades de la iglesia. Pero, por otro lado, la misión cristiana que sólo pone sus miras en los eventos futuros carece del fundamento histórico que constituye la garantía de que nuestras esperanzas y expectaciones serán cumplidas. Esta clase de misión muchas veces conduce al fanatismo, al entusiasmo sin bases bíblicas y a las expectaciones excesivas y forzadas que dejan a la iglesia sumida en profunda desesperación. Sólo cuando nuestra misión descanse en la obra cumplida por Cristo y cuando encuentre su fortaleza, visión y orientación en la propia actividad que Cristo realiza hoy en el cielo mediante su Espíritu Santo, la iglesia estará capacitada para cumplir su tarea. Entonces la misión se convierte en una continua preparación para la segunda venida de Cristo, sin que nos conmocione el hecho de que la consumación inmediata del reino no se produzca mañana mismo. Estaremos, más bien, “esperando y apresurando el advenimiento del día de Dios” (2 Ped. 3:12, versión Moderna).

  • Cristo está activo en los “lugares celestiales”. Esta actividad de Jesucristo en los “lugares celestiales”, que es el origen y la fuente de poder de nuestra misión, se puede describir separándola en tres grupos:

a. Cristo como Señor y gobernante de todas las cosas.

b. El ministerio de Cristo como nuestro mediador y sumo sacerdote.

c. La obra de juicio de Cristo.

CRISTO COMO SEÑOR

a. Cristo como Señor (véanse 1 Cor. 8:5, 6; 12:3; Efe. 1:19-23; Fil. 2:9-11; Apoc. 17:14). Cristo ha recibido plena autoridad. En virtud de esa autoridad nos ha enviado a todo el mundo (véase Mat. 28:18, 19). Sin el señorío de Cristo la iglesia no tendría misión. La ejecución constante del señorío de Cristo en el mundo —un punto decisivo en las discusiones teológicas modernas— no se debe definir con un criterio demasiado estrecho.

Significa, por una parte, que Cristo gobierna las vidas de los que creen en él. Vive en ellos y les da poder para mantenerse victoriosos. Cristo apoya a su iglesia y prepara el camino para que cumpla su misión. Los telones políticos, las barreras sociales y las leyes contrarias que cierran puertas serían obstáculos insuperables para la misión si Cristo nuestro Señor no fuera nuestro líder misionero. Todavía puede atravesar las puertas cerradas y, mediante su Palabra, calmar las tormentas y las olas embravecidas. Y cuando la iglesia encuentra oposición a sus avances misioneros, Cristo sigue abriendo continuamente oportunidades para realizar una obra efectiva (véase 1 Cor. 16:9).

Por otra parte, el dominio de Cristo se extiende también a todos los asuntos de este mundo. Toda la historia está en sus manos. Ya se trate de guerras o revoluciones, de cambios tecnológicos o poder económico, Cristo está por encima de todo ello y lo tiene bajo su control. El pensar que este mundo todavía debe estar sujeto a otros poderes, indica falta de fe y una interpretación errónea de la misión de Cristo en el cielo. En realidad es sólo por la misericordia de Dios, demostrada en su señorío a través de la misión, que no ha puesto fin a estos poderes en el mundo. Pero la misión de la iglesia está conduciendo irrevocablemente hacia ese fin. Las paredes de la historia sólo se siguen manteniendo en pie por la misión.

El libro de Apocalipsis da una descripción poderosa de estas actividades de Cristo en el santuario celestial. Juan ve que todos los poderes de Cristo se dirigen al único gran objetivo de la misión: la restauración del reino de Dios. Es en esta gran misión de Cristo que la iglesia ha sido llamada a participar mediante la obediencia, el testimonio fiel, el servicio humilde y el amor.

CRISTO COMO NUESTRO MEDIADOR Y SUMO SACERDOTE

b. Cuando Cristo ascendió al cielo para ser coronado Señor de señores y Rey de reyes, también entró para ser ungido como Sumo Sacerdote y aparecer en la presencia de Dios por nosotros (véase Heb. 4:14; 9:24). Esteban vio allí a Cristo de pie como el Hijo del Hombre (véase Hech. 7:56) y Juan lo vio como el Cordero (véase Apoc. 5). Todo esto nos enseña nuevamente que no hay misión sin encarnación y sacrificio, humillación y sufrimiento.

Esta actividad de Cristo como sumo sacerdote es una obra de reconciliación. Es verdad que él cumplió su misión de reconciliación con la tierra mediante su sacrificio. Pero la cualidad distintiva y la finalidad de ese sacrificio no son una finalidad sin continuación ni una cualidad estática. Nuestro gran Sumo Sacerdote vive continuamente intercediendo (véase Heb. 7:25); Cristo, quien murió en la cruz por todos los hombres, continúa abogando por nuestra causa (véanse Rom. 8:27, 34; 1 Juan 2:1). El libro de Hebreos señala muy enfáticamente que Cristo se ofreció una vez y sólo una vez, pero declara con el mismo énfasis que continúa su ministerio en el cielo para completar su misión de reconciliación. Este es un asunto vitalmente importante para que podamos comprender la misión, sobre la base de la doctrina ampliamente aceptada de la persona de Cristo.

EL SISTEMA DE SACRIFICIOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO

En el sistema de sacrificios del Antiguo Testamento, sombra y antitipo de la realidad celestial, se puede hallar una clave para comprender la misión reconciliadora de Cristo después de su ascensión. En el Antiguo Testamento la expiación se hacía mediante el derramamiento de sangre. Pero para completar la reconciliación entre el pecador y Dios se requería más que el mero hecho de matar el animal para el sacrificio. Incluía, por encima de esto, la aplicación del sacrificio expiatorio y la apropiación de sus beneficios por medio de la fe. Una parte esencial del ritual era, por consiguiente, que la sangre fuese llevada al lugar santo y asperjada sobre el altar. El pacto tenía como blanco, no meramente la expiación del pecado —cumplida por la muerte del ser sacrificado— sino el restablecimiento de una unión entre el hombre pecador y Dios. (Una ilustración clara de este doble aspecto de la reconciliación se halla en Deuteronomio 21:1-9, donde se da una ley acerca de la expiación de un asesinato cuyo autor se desconoce). Lo mismo sucede con la misión de Cristo: el objetivo no es solamente la expiación de los pecados, sino la plena reconciliación entre Dios y cada individuo pecador. En la cruz Cristo quitó el obstáculo que impedía la reconciliación. Pero es igualmente necesario que, después de haber derramado su sangre, la presente delante del trono de Dios, para hacer la aplicación de su sacrificio expiatorio. (Véase el uso que el apóstol Pablo da a los términos katallagé e hilasmós).

Es en esta misión de reconciliación que Cristo nos ha enrolado (véase 2 Cor. 5:18), en primer lugar para proclamar a todo el mundo el gran acontecimiento del sacrificio cumplido en la cruz, que ha eliminado los obstáculos para la reconciliación del hombre, y en segundo lugar, aunque igualmente importante, para instar a la gente de toda nación, cultura, tribu y religión a que se presenten sin temor delante del trono de Dios donde Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, está haciendo la aplicación de su sacrificio en beneficio nuestro (véase Heb. 10:19-22). La misión de reconciliación de la iglesia, por lo tanto, nunca se llega a completar con una mera proclamación. Debe apelar a una decisión por parte del oyente, a fin de que se apropie por la fe de los beneficios de la obra de Cristo en su favor. “Así, pues, nosotros, como colaboradores suyos, os exhortamos también a que no recibáis en vano la gracia de Dios” (2 Cor. 6:1).

Aunque no podemos explicar completamente la naturaleza del ministerio sacerdotal de Cristo, se nos ha revelado lo suficiente como para que sepamos con seguridad que él es nuestro intercesor (Rom. 8:34; Heb. 7:25), nuestro abogado (l Juan 2:1) y nuestro mediador (1 Tim. 2:5). No hay duda de que esta obra intercesora en favor del hombre es tan esencial para cumplir su misión de restauración y reconciliación como lo fue su muerte en la cruz. La iglesia no puede ser negligente en este aspecto de su misión. La misión, entonces, incluye siempre el llamado al arrepentimiento (véase Hech. 2:37-39) para caminar en la novedad de vida que resulta de la reconciliación con Dios y de una vida consagrada y santificada, para que podamos estar de pie, delante de nuestro Dios y Padre, santos y sin mancha cuando nuestro Señor venga (véase entre otros pasajes, 1 Tes. 1:9, 10; 3:13; 4:16). Esto hace que la enseñanza de normas de conducta, disciplina y obediencia a la ley divina sean una parte esencial en la misión de la iglesia. Estas normas de conducta deben ser presentadas en forma tal que se las acepte como una respuesta verdadera y necesaria al Evangelio de Cristo. Se debe entender que la disciplina es un alimento que nutre al discípulo y que la obediencia a la santa ley de Dios es un fruto de la nueva relación con él. Es Cristo obrando en nosotros para que no sigamos permaneciendo en el pecado (véase 1 Juan 4:9-21; 5:1-5). (Continuará.)—

Sobre el autor: Profesor del departamento de Misiones, del seminario teológico de la Universidad Andrews.