(Primera parte)

  1. La iglesia fue llamada a existir con un propósito misionero. Por consiguiente, su vida y su liturgia, su obra y su culto, tienen una intención misionera, por no decir una dimensión misionera. Misionar es la misma razón de ser de la iglesia. Sus miembros, es decir, el pueblo al que Dios, por medio del Espíritu Santo, ha llamado de las tinieblas a su luz admirable, él lo reclama como suyo para que anuncie sus virtudes (véase 1 Ped. 2:9). Todos los que aceptan a Cristo reciben la orden de trabajar en favor de la salvación de sus semejantes. Al aceptar los sagrados votos de la iglesia (sacramentun) los miembros se comprometen irrevocablemente a ser obreros juntamente con Cristo. Misionar es la etiqueta que distingue al cristiano legítimo, al miembro de la familia de Dios.

La misión de la iglesia es participar en la misión de Dios. Siendo ella misma el fruto de la divina misión de amor, la iglesia es el instrumento escogido por Dios para la salvación de los hombres, para extender el Evangelio a todo el mundo y para reunir a los hombres de todas las naciones en la familia de Dios. Y como imagen viviente de Dios debe reflejar la plenitud y suficiencia del Ser Infinito mediante el amor abnegado, el servicio y la vida santificada.

  • La misión de Dios es el método que él usa para tratar el problema del pecado y su poder destructor. Antes de que el pecado entrara en el mundo, se produjo en el cielo una rebelión contra el gobierno divino. Satanás estableció un reino propio, opuesto al reino de Dios, a sus leyes y principios. Fue también Satanás quien engañó a nuestros primeros padres —por cuya caída entró la muerte y ésta pasó a todos los hombres (1 Cor. 15:22)— y quien sigue impulsando a los seres humanos a desobedecer a Dios (Gén. 3; Efe. 6:11; 1 Ped. 5:8). Ninguna cosa de la creación está a cubierto de su poder maligno. El pecado y el sufrimiento, la corrupción y la muerte son los resultados. Pero Dios, que no quiere que ningún hombre sufra o perezca (Exo. 18:23; Juan 3:16, 17: 2 Ped. 3:9), envía a sus ángeles y al Espíritu Santo para proteger y guiar a los seres humanos; les envía ayuda y redención (Sal. 20:2; 111:9); envía también hombres para que sean una bendición para los demás y a sus profetas para que den a conocer su verdadero carácter. Nuestro Dios es un Dios misionero, que ama de tal manera al mundo que envió a su Hijo unigénito para restaurar las relaciones que se habían roto y para establecer su shalom. La iglesia es a la vez una señal y un instrumento de esta acción de enviar que Dios pone de manifiesto.
  • El propósito de la misión de Dios, en la cual la iglesia está llamada a participar, es la restauración de su reino. El diablo y su gobierno serán destruidos, el pecado y la muerte perderán su poder. Las fuerzas del mal que deshumanizan al hombre y lo separan de su Creador, será vencidas. El hombre será recreado a la imagen de Dios y, por su propia voluntad y elección, lo amará y honrará. Los principios y las leyes del reino de Dios serán vindicados y el universo entero será libertado “de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Rom. 8:21).

Nunca será subrayada lo suficiente esta meta de la misión de Dios, la restauración de su reino. Fue justamente con ese fin que Dios envió a Jesús para que con su vida y su misión fuese el ejemplo de toda misión. Con ese mismo propósito, justamente, Cristo llamó a la existencia a la iglesia. Cada función, cada institución y cada actividad de la iglesia tienen significado —y derecho a existir— únicamente en la medida en que señalan hacia esa meta. Por consiguiente, ninguna iglesia tiene libertad para establecer metas que se centren en sí misma, en sus miembros o en sus doctrinas. El gran objetivo de Dios y la función de la iglesia como sierva prohíben dar a la misión un enfoque eclesiocéntrico. Esto también debiera impedirnos que busquemos nuestras metas en la mera acción social liberando al mundo del hambre, la enfermedad, la pobreza o la injusticia social a fin de establecer una cultura cristiana. El reino de Dios no es lo mismo que un mundo mejor. Más aún, el pecado convierte a los hombres constantemente en rebeldes. Pero tampoco podemos hacer que nuestro objetivo consista meramente en rescatar individuos y establecer iglesias. Es cierto que la misión de Dios es siempre buscar y salvar lo que se ha perdido (véase Luc. 19:10), pero el reino de Dios no equivale simplemente a la suma total de los conversos; abarca mucho más que esos actos de salvación. En última instancia, la misión se centra en Dios y no en el hombre.

Estos dos objetivos, el de rescatar a los hombres del pecado y el de combatir las enfermedades, el hambre, la injusticia y las estructuras incorrectas de la sociedad, son aspectos del gran conflicto entre Cristo y Satanás y, por consiguiente, son realmente una parte y una señal de la actividad de la misión de Dios. Pero hay mucho más en juego. Todos estos diversos objetivos deben ser contemplados a la luz de esa perspectiva más amplia, cósmica, de la total restauración del reino de Dios. “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mat. 6:33).

  • La misión divina se cumplió al enviar Dios a su Hijo Jesucristo. El reino se estableció mediante su vida y su muerte. “El reino ha llegado” es el mensaje de todo el Nuevo Testamento. Durante su ministerio terrenal Cristo desenmascaró a Satanás y reveló que su carácter era el de un mentiroso y asesino (véase Juan 8:44). Dios envió a su Hijo para destruir las obras del diablo y realmente lo venció (véase Luc. 10:18). En los sufrimientos y la muerte de Cristo se puso de manifiesto la verdadera naturaleza del pecado, pero a la vez esos mismos hechos revelaron el verdadero carácter de Dios y los fundamentos de su reino: el amor, la libertad, la justicia y la obediencia. Las relaciones del hombre con Dios y con su prójimo han sido restauradas. La iglesia es llamada a ser una demostración viva de ese gran Shalom, esa nueva relación de paz y reconciliación, de unidad, bienestar y justicia (véanse Rom. 14:7; 2 Cor. 5:19). Cristo realmente ha puesto fin al pecado y ha quebrantado su poder, incluso el poder de la muerte. El expió la iniquidad y quitó la culpabilidad del hombre (véanse Juan 1: 29; Rom. 8:3; compárese con Isa. 53; Dan. 9:24). El acusador de los hermanos ha sido vencido. Ahora es la hora de la victoria para nuestro Dios, la hora de su soberanía y poder (véase Apoc. 12:7-10). Lo único que le resta hacer a la iglesia es dar a conocer estos eventos en todo el mundo, mediante la proclamación, el servicio y el compañerismo cristiano, y apremiar a aquellos por quienes Cristo murió, por ejemplo, al hindú y al budista, al musulmán y a los hombres de creencias primitivas, al que ha nacido en un ambiente cristiano, al hombre secular y al comunista para que acepten lio y se aseguren sus beneficios.

Esta misión invita a tomar una decisión, que incluye bautizarse y ocupar un lugar como miembro en la iglesia de Dios. Sólo cuando estamos pregonando el Evangelio a todos los que nos rodean (Rom. 1:16-24) la misión se convierte, para algunos, en un grato “olor vivificante

que les causa la vida”, y para otros, en un “olor mortífero que les ocasiona la muerte” (2 Cor. 2:16, versión Torres

Amat). Ni uno solo de los que el Señor ha conducido a su luz maravillosa está eximido de participar en esta misión, ya sea como misioneros de profesión o de sostén propio, o como misioneros de vocación (laicos), que son el mayor activo de la iglesia de Dios en el mundo actual. Es la única opción que nos presenta el amor divino (véase 2 Cor. 5:14). Cuando este Evangelio del reino haya sido predicado en todo el mundo, vendrá el fin (véase Mat. 24:14). La misión, por consiguiente, consiste siempre en la preparación para el regreso de Cristo y el cumplimiento pleno de su reino.

  • En esa acción de enviar que Dios pone de manifiesto, él siempre tiene como meta alcanzar al mundo entero. La misión de la iglesia se mantiene o cae en la medida en que reconoce o no el hecho de que el mundo entero es objeto del amor divino y que la iglesia ha sido escogida como un canal de la gracia de Dios hacia todos los hombres. Por consiguiente, si Dios escoge a ciertas personas y les envía revelaciones especiales de su gloria, verdades especiales o bendiciones en cualquier otra forma, siempre se trata de una elección para el servicio. La historia de la misión divina en la tierra está, sin embargo, plagada de conceptos humanos erróneos acerca del tema de la elección, lo cual ha obstaculizado la restauración del reino de Dios. Esta fue la causa del fracaso del pueblo de Israel. Ellos acariciaron la idea de la elección como un fin en sí misma y para su exaltación como iglesia de Dios. En consecuencia, Israel fracasó porque rehusó cumplir con la función de siervo de Dios en la realización de la misión divina. Se aisló del mundo, que era el objeto de esa misión. Dios llamó entonces a otro pueblo a la existencia, para que fuese su nación santa y su real sacerdocio, a fin de que proclamase los triunfos de Aquel que los había llamado de las tinieblas a su luz admirable (véase 1 Ped. 2:9, 10). Aunque la misión de la iglesia difiere en muchos aspectos de la que tenía el pueblo de Israel, para comprender el concepto de misión del Nuevo Testamento hay que examinarlo a la luz de ese concepto en el Antiguo Testamento. Y lo que Dios se propuso realizar a través del antiguo Israel lo hará mediante su iglesia actual. Sin embargo, haríamos bien en recordar que todas las cosas que sucedieron en el pasado fueron registradas para nuestra enseñanza y advertencia (véanse Rom. 15:4; 1 Cor. 10:11). El peligro de que la iglesia siga en la actualidad las huellas del antiguo Israel, es muy real.

La iglesia es llamada a ser “la sal para el mundo” (Mat. 5:13). Esta función sólo puede realizarse cuando sus miembros se dispersan en el mundo, se mezclan con sus habitantes, participan de sus actividades y, de esta manera, sazonan y salvan, purifican y juzgan al mundo. Esto no significa, como muchos creen, que la iglesia debe asemejarse al mundo, porque “si la sal se desvaneciere” “no sirve más para nada”. Significa en cambio que la misión divina siempre se lleva a cabo a través de la encarnación. Ningún programa, institución o satélite de comunicaciones será de mucho beneficio a menos que el mundo vea el Evangelio de Cristo ejemplificado en las vidas diarias de sus discípulos, en la forma en que ellos resuelven sus propios problemas y los de la sociedad, en el servicio a su prójimo y en la camaradería cristiana genuina de la comunidad de la fe.

La misión de la iglesia tampoco se cumple por el mero acto de cruzar las fronteras geográficas. El mundo es un colorido mosaico de diversos grupos: sociológicos, económicos, políticos, culturales, lingüísticos, religiosos, consanguíneos, raciales y geográficos. Cada frontera, cualquiera sea su especie, debe ser cruzada en cumplimiento de la tarea misionera. Y la iglesia debe presentar el Evangelio a los hombres alcanzándolos en la situación real en que viven, recordando siempre que esos grupos y marcos cambian constantemente. (Continuará)

Sobre el autor: Profesor del Departamento de Misiones, del Seminario Teológico de la Universidad Andrews