¿Cómo podemos evitar que la educación adventista caiga bajo la misma incertidumbre que caracteriza al sistema educacional norteamericano?

El problema con la mayoría de las declaraciones de propósito es que están escritas en estilo descriptivo determinado por el uso de la forma verbal “es”. Pero el verdadero fin de escribir una declaración de propósitos es destacar el “debe”, que es preceptivo. De modo que la primera pregunta, “¿qué eslo que hacemos tradicionalmente?”, debería formularse así: “¿Qué deberíamos hacer para alcanzar nuestros objetivos?”

Como sucede con el mapa y la brújula, la declaración de objetivos es indispensable para ayudarnos a determinar si los vientos y mareas del tiempo nos están conduciendo por el rumbo adecuado. Y todavía más importante, si nos impulsan a la acción y nos permiten hacer ciertas correcciones a mitad de camino, cuando resultan necesarias.

Este artículo está escrito, sin pedir disculpas, en la forma “debe”. Los que hacen declaraciones de propósitos son muy vulnerables y constituyen un blanco fácil de los soldados de vanguardia, que los consideran como visionarios románticos que desconocen la realidad de la batalla que se libra a su alrededor. Espero, de todos modos, que esta declaración parcial de los compromisos fundamentales de la educación adventista nos ayude a renovar juntos nuestra visión.

Lo ideal es que una declaración de objetivos se condense en una o dos frases declarativas breves, o a lo sumo, en un párrafo corto. He tenido que luchar para lograr la concisión y la claridad necesarias para concentrar en tan pocas palabras los objetivos de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en materia educativa. Nuestra filosofía de la educación es amplia y compleja y no cede fácilmente a las presiones del superreduccionismo. También estoy consciente de que la simplificación excesiva es peligrosa porque muchos matices sutiles y muy necesarios pueden escurrirse por las rendijas. Aquí van de todos modos:

El objetivo primordial de una escuela cristiana es producir cristianos, y en nuestro caso, cristianos fundados totalmente en el adventismo histórico.

En segundo lugar, se esfuerza por dar a nuestros niños y jóvenes una educación básica de calidad, de modo que puedan hacer frente a su mundo con efectividad.

A nivel universitario, intenta formar profesionales para el servicio de la iglesia mundial.

Los administradores de las escuelas cristianas son los responsables de asegurarse que los objetivos prioritarios se cumplan en ese orden. Si fallamos aquí, el insinuante secularismo y el humanismo relativista de nuestros tiempos nos hundirán. No es fácil mantener una escuela teocéntrica en estos días. Exige verdaderos esfuerzos de todos los integrantes de la institución: la administración, el personal docente, el personal de servicio, la junta y los padres. La educación adventista, sin una constante reflexión y evaluación caerá en esa enfermedad casi incurable llamada “deriva” institucional.

La verdadera medida de una escuela

La verdadera medida de una escuela es lo que está pasando con los estudiantes en su seno. Es decir, ¿Qué tipo de mentalidad está desarrollando la impronta de la institución en los estudiantes? ¿Una mentalidad egoísta, secular y materialista? ¿O una mentalidad profundamente espiritual, centrada en Dios? ¿Están los egresados de esa institución comprometidos con un servicio desinteresado a sus prójimos y la expansión del reino de Dios, o están simplemente buscando su propia gloria? No se necesita un doctorado en análisis institucional para hallar las respuestas a estas preguntas.

Un artículo reciente escrito por R. C Sproul en la revista Christianity Today  hace eco a mi preocupación con el título: “No siempre es cristiano un colegio sólo por su nombre”. Los estudiantes pasan la mitad de su tiempo en las aulas de clases y lo que sucede dentro de ellas tiene que ser cualitativamente diferente de lo que acontece en el seno de una buena escuela privada o pública, o no es una escuela realmente cristiana. Pero no sólo debemos considerar las perspectivas dentro del aula. Las actividades extracurriculares son importantes también: los valores que se perciben en el plantel, los héroes de los estudiantes, y una multitud de otras influencias se combinan para moldear la perspectiva general de la vida estudiantil. En ese artículo Sproul dice que la pregunta más importante que podemos hacer a la institución es: ¿Salen los estudiantes de allí con una visión cristiana de la vida, con la habilidad de verla desde el punto de vista del cielo? Todo lo demás no es más que andamiaje y material de apoyo. Esta es la razón por la cual se nos dice que la obra de la educación y de la redención son una misma cosa. Sin lugar a dudas el apóstol Pablo tenía esto en mente cuando exhortó a la iglesia de Roma a que permitiera a Dios transformar toda su perspectiva de la vida, de modo que pudieran comenzar a ver las cosas como Dios las ve (Rom. 12:1).

Esta es una orden muy elevada, indudablemente, pero, en última instancia, el propósito final de las escuelas adventistas, desde el jardín de niños hasta el nivel de posgrado, es dar a nuestros jóvenes una visión cristiana del mundo basada claramente en la Biblia, a “pensar en forma cristiana”, si le parece mejor la expresión. Y ese objetivo incluye ciertamente la enseñanza de la visión de la obra de Dios terminada en la tierra, y un llamamiento a cada estudiante a responder personalmente a la comisión evangélica.

La iglesia tiene sus antenas desplegadas, e instintivamente reconoce si nuestras escuelas están cumpliendo o no con su misión de formar cristianos. Lógicamente, espera que todas las actividades de la escuela adventista se enfoquen sobre ese objetivo global. Ellos saben cuándo una escuela ha perdido el rumbo o ha elaborado otra agenda. Y son ellos los únicos que pueden escribir la palabra “Icabod” sobre los postes de la puerta de una escuela espiritualmente muerta.

Haciendo suya esta elevada responsabilidad, nuestro cuerpo de dirigentes y maestros profundamente consagrados trabaja con espíritu de oración para mostrar’ que son dignos de tan sagrado cometido. Ese grupo de hombres y mujeres merece nuestro apoyo y nuestras palabras de aliento. ¿Ha dado usted un abrazo de reconocimiento a un maestro últimamente? ¿Ora fervientemente por algún maestro en sus devociones personales?

Un modelo conceptual confuso

Temo que para muchos educadores cristianos, una buena escuela cristiana es esencialmente lo mismo que una buena escuela secular, excepto por ciertas influencias que flotan en el ambiente. Para ellos, es el contexto social y ciertas prácticas religiosas que se realizan en la vida del plantel, tales como las clases de Biblia y la asistencia obligatoria a los servicios religiosos, lo que da a la institución su influencia cristiana. Este enfoque reduce la educación cristiana a una mera ingeniería social y no llega al corazón de las cosas consideradas desde el punto de vista de la educación verdadera. Y todavía peor, divide a la escuela en forma antinatural entre lo secular y lo sagrado. Esto proyecta un mensaje falso a los estudiantes y niega la unicidad total de la vida delante de Dios. Si las escuelas se pueden dividir así, lo mismo puede ocurrir con las vidas individuales y los estudiantes no dejan de captar esa lección que no es tan sutil después de todo. Un escenario escolar fraccionado en esa forma produce cristianos seculares de seis días que han cultivado el refinado arte de jugar a la iglesita un día a la semana.

Fraccionar la religión y reducirla a una mera esquina de las actividades tiene un impacto negativo sobre el personal docente también. Da la impresión de que algunos de los maestros pueden quedar exentos de la responsabilidad de ser verdaderos ministros de la educación. Coloca la responsabilidad de la asistencia espiritual de los estudiantes sobre un segmento especializado del personal: los preceptores de los dormitorios, los maestros de Biblia y el cuerpo de capellanes.

Un plantel dividido así, no cumple los verdaderos objetivos de la educación adventista. Todos los maestros deben involucrarse en la conducción espiritual y el desarrollo de los estudiantes, aprovechando todas las oportunidades, tanto en el aula como fuera de ella, para alimentar la fe de los jóvenes colocados bajo su cuidado. Los educadores cristianos están comprometidos en el negocio de la inspiración tanto o más que en el negocio de la información. Esto es esencial para la realización del sagrado cometido de la educación: encender lámparas para Dios.

Por eso somos bastante exigentes en cuanto a la calidad de la gente que permitimos enseñar en nuestras escuelas. A ellos les corresponde modelar de cerca el Evangelio a los ojos de la juventud impresionable e inexperta. Sabemos perfectamente que estamos manejando asuntos del alma cuando seleccionamos maestros, y no nos atrevemos a permitir que éstos sean elegidos al azar.

Saber, hacer y ser

Toda escuela o sistema educativo gira alrededor de uno, dos o a lo más, tres principios básicos de organización. Descubra estos principios fundamentales y sabrá qué es lo que marca el paso en toda la institución.

Si yo tuviera que elegir un modelo conceptual para la educación en general sería, probablemente, una elipsis construida alrededor de dos centros organizadores: saber y hacer. Estos dos principios parecen mantener unidas a todas las escuelas convencionales y las centran en sus objetivos.

En una escuela secular típica estos dos hermanos siameses del objetivo educacional, saber y hacer, son muy evidentes. Después de todo, venir a “saber” es todo lo que significa la escuela en última instancia, ¿verdad? Uno va a la escuela a aprender algo, a obtener información útil para poder hacerle frente a la vida con la esperanza de capacitarse a lo largo del camino para apreciar el legado cultural del mundo. El “hacer” incluye la adquisición de las habilidades necesarias para sobrevivir en el mundo actual. Este es, pues, el objetivo elemental de una escuela secular: garantizar que sus estudiantes adquieran tanto conocimientos como habilidades para enfrentarse con la vida.

¿Quién podría discutir estos objetivos relevantes y loables? Son sólidos académicamente y bien enfocados, hasta donde llegan. Pero, ¿son completos? Más y más personas cada vez contestan “no”, a causa de una profunda desilusión con sus escuelas públicas. Tienen la sensación de que falta algo vital, que el sueño de la educación ideal se ha vuelto rancio. Simplemente obtener información y capacitarse para el trabajo no es suficiente, debe haber más, mucho más.

Admitamos rápidamente que la educación adventista sí abarca los ideales de saber y hacer. Pero el saber y el hacer de la educación cristiana se proyectan hacia arriba, hacia una clase especial de conocimiento: el conocimiento personal de Dios; entrar en una relación salvífica con él, sabiendo que podemos tener confianza en que es capaz de guiarnos y cuidarnos. También comprende el conocimiento acerca de la razonable expectativa de Dios de que participemos en la empresa divino- humana de salvación, y de la asistencia sobrenatural disponible para prepararnos para la graduación de la escuela de la tierra, a fin de pasar a la escuela del más allá.

La educación cristiana tiene su propia manera de hacer las cosas: los estudiantes deberían aprender a hacer la obra del Maestro y habituarse a colaborar con Dios en la extensión de las fronteras de su reino sobre la tierra. Deberían aprender a servir a la humanidad desinteresadamente y a vivir únicamente para la gloria de Dios. Por tanto, las escuelas adventistas se prueban también en función del grado en que se alcanza su género especial de conocer y hacer.

Desarrollo del carácter cristiano

Pero la educación cristiana tiene un tercer ideal: El ideal de ser. Aunque está implícito en la experiencia de fe religiosa mencionada más arriba, no obstante, se lo destaca con especial atención en el programa escolar. Considerándolo así, uno podría decir que la tienda de la educación adventista tiene tres postes: ser, conocer y hacer.

De lo que estamos hablando aquí es de un énfasis fundamental en el desarrollo de un carácter cristiano en cada faceta del programa de las escuelas cristianas adventistas. Nosotros exaltamos, estudiamos y recompensamos esto. Es posible que no se diga con toda la fuerza con que deberíamos expresarlo, que ésta es la piedra angular de toda la educación adventista, expresada en el lema: “El carácter determina el destino”.

La declaración de propósitos de las mejores escuelas seculares con demasiada frecuencia se centra en el mercado del trabajo, en “la buena vida” o en la posibilidad de que los alumnos sean admitidos en el posgrado. Nosotros no decimos que éstos no sean objetivos dignos ni legítimos, pero el objetivo de nuestra educación es procurar que nuestros estudiantes terminen en la Nueva Jerusalén, que sean admitidos en la escuela celestial, con Cristo y los ángeles como sus tutores, para desarrollarse y aprender durante toda la eternidad. Esa es la dimensión cósmica que debe presidir la formación del currículo. Y esta tercera dimensión, expresada en la educación adventista como un enfoque consciente de la atención en el desarrollo espiritual de la persona integral del estudiante, es lo que coloca a nuestras escuelas en un lugar singular en todo el campo de la educación. La falta de dedicación en la búsqueda de este objetivo vital es lo que ha dejado a las escuelas seculares al garete, desprovistas de toda brújula moral.

En vista de que el desarrollo del carácter es de suma importancia, cada nivel de la educación adventista está diseñado para facilitarlo y apresurarlo. Es la línea de fondo en la hoja del balance educacional adventista. Este énfasis es absolutamente central en el logro de los objetivos de la educación adventista.

Todo esto nos conduce a la poderosa triada de la educación adventista: La cooperación del hogar, la escuela y la iglesia en la educación de nuestros hijos para el servicio de Dios.

La gran sociedad

La educación adventista nunca podrá cumplir su misión si los educadores profesionales trabajan aislados. La iglesia y el hogar deberían estar totalmente unidos. Tratar de determinar cuál de estos tres componentes críticos es más importante es como tratar de escoger cuál de las patas de una silla es la más indispensable.

Si el estilo de vida familiar es mundano (particularmente en lo relacionado con la contemplación indiscriminada de la televisión), los jóvenes y niños que asisten a la escuela de la iglesia son arrojados a un caos espiritual. Se hallan viviendo en dos mundos diferentes, cada uno con su propio sistema de valores. Esto produce un estado de suspenso y conflicto interno.

Muchos de ellos no sobreviven a esta batalla, convirtiéndose así en meros números en las estadísticas de la juventud de la iglesia. Algunas escuelas cristianas están tan seriamente interesadas en arreglar la disfunción que existe entre los hogares nominalmente cristianos y su escuela de iglesia que el pastor y los maestros visitan juntos cada hogar antes del comienzo del curso escolar. Requieren que los padres firmen un acuerdo, en presencia del estudiante en perspectiva, acerca de la cooperación recíproca del hogar y la escuela. El acuerdo obliga a la familia a apoyar los reglamentos y normas de la escuela en cuanto a forma de vestir, la música, las drogas, la televisión y otras influencias. Este procedimiento deja bien aclarado que es la familia entera la que se matricula en la escuela. La familia entra en un reconocimiento contractual que involucra a todos sus miembros en el cumplimiento de la misión de la educación cristiana.

Los niños y los jóvenes necesitan saber que ellos pertenecen a algo, que la familia de la iglesia los valora y los ama profundamente, que están en casa de amigos queridos y simpáticos, no en una sociedad de críticos despiadados. Les anima saber que su educación cristiana es una responsabilidad con la cual la iglesia entera se identifica. Alienta también el corazón de los padres que luchan por sus hijos. Por eso, en el año del Docente Adventista, el lema fue “colaboradores en el servicio” y tuvo un sentido especial mientras pastores y maestros se unían para ministrar a los corderos del rebaño. A medida que el hogar, la escuela y la iglesia se unen, el enemigo encuentra muy poco terreno donde trabajar y Dios puede cumplir la promesa que nos ha hecho: “Y tu pleito yo lo defenderé, y yo salvaré a tus hijos” (Isa. 49:25).

Pronto escucharemos las dulces palabras de nuestro Señor diciéndonos: “Bien hecho. Las joyas preciosas, los pequeñitos que te confié, están ahora en mi eterna diadema. ¡Misión cumplida!”

Sobre el autor: George H. Akers, Ph D., fue director del Departamento de Educación de la Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día. Se jubiló en el último congreso de la Asociación General.