Quisiera vivir de tal suerte que si mis padres vivieran, mi manera de vivir no les causara ninguna preocupación.
Quisiera vivir de tal suerte que mi esposa estuviera dispuesta a elegir el mismo compañero que escogió hace medio siglo, para recorrer con él el áspero sendero de la vida.
Quisiera vivir de tal suerte que mis hijos pudieran decir sinceramente: “Nuestro padre nunca bebió; nunca blasfemó; nacimos en un hogar dedicado a la oración.”
Quisiera vivir de tal suerte que mi iglesia pudiera decir: “Vive la doctrina que predica.”
Quisiera vivir de tal suerte que pudiera considerar con mi hermano las diferencias de nuestros credos con tal espíritu que, aunque continuemos en desacuerdo, yo no lo ofendiera.
Quisiera vivir de tal manera que mi proveedor, mi médico y mi banquero pudieran decir: “Su palabra vale tanto como su firma.”
Quisiera vivir de tal suerte que mi vecino se acordara de mí tanto en los momentos de tristeza y aflicción, como en los de gozo y alegría.
Quisiera vivir de tal suerte que el pecador más grande pudiera comprender que en mí tiene a un amigo que está dispuesto a ayudarlo a elevarse a superiores niveles de vida.
Quisiera vivir una vida tan activa, que al morir, mi jardín sea verde y lozano y que otros gocen del fruto de mis labores después de mi partida.