A todos nos agradan los misterios, y el universo está lleno de ellos. Pero el misterio más profundo de todos es Dios mismo —su persona, su poder, su naturaleza. La investigación científica ha dilucidado muchos misterios en provecho nuestro, pero Dios escapa a nuestra posibilidad de comprensión. “¿Alcanzarás tú el rastro de Dios? ¿Llegarás tú a la perfección del Todopoderoso? Es más alto que los cielos… es más profundo que el infierno… su dimensión es más larga que la tierra, y más ancha que la mar” (Job 11:7-9). Pero la Palabra de Dios nos ofrece una revelación de la persona y el poder del Todopoderoso.

Durante más de tres mil años el título de la fe de los hebreos ha sido: “Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es” (Deut. 6:4; Mar. 12:29). Para los judíos el nombre o los nombres de Dios significaban todo. La palabra hebrea que se utiliza para “Dios” es ‘Elohim. De manera que el versículo mencionado, realmente dice: “Jehová nuestro ‘Elohim es Uno”, teniendo la palabra “Uno” el significado de unidad. Pero ‘Elohim realmente es de número plural, aunque singular en esencia. En la traducción de Fenton leemos: “Nuestro Dios eterno es una Vida Única”. Notemos la expresión: “Vida Única”, y no una “Persona Única”.

Los israelitas estaban rodeados por naciones idólatras que practicaban religiones politeístas: adoraban a muchos dioses. De manera que desde el mismo comienzo de su existencia nacional recibieron esta enfática palabra, como verdad repetida por cada uno de sus profetas.

Y esta verdad se encuentra a la base de cada gran revelación acerca de Dios, porque Dios es una Unidad, o más correctamente, una Unidad triple, o Trinidad. En ninguna parte de las Escrituras encontramos la palabra “Trinidad”, pero esta doctrina se manifiesta claramente en el Antiguo Testamento, y bien definidamente en el Nuevo.

Tomemos, por ejemplo, las palabras iniciales de la Biblia: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gén. 1:1). La palabra “Dios” en el hebreo aparece como ‘Elohim. Veamos ahora el versículo 26: “Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”. Cada pronombre está en plural. Siglos después, cuando el profeta Isaías vio la gloria de Jehová de los ejércitos (Isa. 6:8 1-9), oyó la voz de Dios que decía: “¿A quién enviaré, y quién nos irá?” —nuevamente en plural. En Génesis 3:5 leemos: “Mas sabe Dios que el día que comiereis de él… seréis como dioses”. Ambas palabras, “Dios” y “dioses” proceden del mismo término hebreo, ‘Elohim. Consideremos ahora esta palabra ‘Elohim.

Aunque su significación radical es oscura, muchos ven en ella la idea de fortaleza y poder, y en la Creación verdaderamente vemos la fortaleza y el poder de Dios. Pero el universo cósmico revela más que el poder de Dios; también revela su Persona, o la Personalidad de la Divinidad. El apóstol Pablo declara: “Porque las cosas invisibles de él, su eterna potencia y divinidad, se echan de ver desde la creación del mundo, siendo entendidas por las cosas que son hechas; de modo que son inexcusables” (Rom. 1:20). Sí, tanto la Divinidad como su poder pueden discernirse en los dos grandes libros de Dios: la Biblia y la naturaleza. Esto lo veremos más particularmente más adelante.

Primero meditemos acerca de la palabra “Divinidad”. Dios no es un ser único sino una Trinidad. Elena G. de White expresa claramente esto en las siguientes palabras: “Hay tres personas vivientes del trío celestial; el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo” (Evangelism, pág. 615). Y en otro lugar: “El Padre es toda la plenitud de la Divinidad corporalmente, y es invisible para el ojo mortal. El Hijo es toda la plenitud de la Divinidad manifestada… El Consolador… es el Espíritu en toda la plenitud de la divinidad, manifestando el poder de la gracia divina a todos los que lo reciben y creen” (Id., págs. 614, 615).

La doctrina de la Trinidad no es una verdad superficial; es la más profunda de todas las revelaciones divinas. A pesar de que ocupa un lugar preponderante en las Escrituras, ha sido fuente de incontables discusiones y controversias a lo largo de los siglos. Pero pongámonos del lado de Isaías, que vio “al Señor… alto y sublime”. Contempló a Dios rodeado por las huestes celestiales, y nos dice que “sus faldas henchían el templo”. El antiguo templo de Israel tenía un lugar interior llamado el lugar santísimo, o, como ha sido interpretado por algunos, el lugar santo de los Santos. A pesar de las limitaciones de las construcciones terrenas, este templo era, sin embargo, una figura o ilustración de la morada celestial de Dios. Cuando el profeta escuchó, oyó el coro celestial que cantaba: “Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos”. Esta triple expresión es significativa. Nadie discutirá que se refiere a Dios el Padre. Sin embargo, cuando el apóstol Juan se refiere a esta experiencia la relaciona definidamente con Cristo, diciendo: “Estas cosas dijo Isaías cuando vio su gloria [de Cristo], y habló de él” (Juan 12:41). Pero cuando el apóstol

Pablo comenta esta misma experiencia, dice: “Bien ha hablado el Espíritu Santo por el profeta Isaías a nuestros padres, diciendo:” etc. (Hech. 28:25, 26).

Así, las Escrituras revelan que las tres Personas de la Divinidad —Padre, Hijo y Espíritu Santo— estuvieron implicadas en esta experiencia de Isaías. Sin embargo, esto no debe sorprendernos, porque todo lo que Dios hace es hecho por la Divinidad. Aun cuando Cristo dio su vida en la cruz para nuestra redención, leemos que “Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí” (2 Cor. 5:19). Ambos, el Padre y el Hijo, estuvieron implicados en el sacrificio.

Pero también leemos que “por el Espíritu eterno” Cristo “se ofreció a sí mismo sin mancha” (Heb. 9:14). De manera que la redención fue la obra, no de una, sino de las tres Personas —el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por lo tanto puede decirse que “la Divinidad se conmovió de piedad por la humanidad, y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se dieron a sí mismos para llevar a cabo el plan de redención” (Counsels on Health, pág. 222).

Ya hemos dicho algo acerca del significado de la palabra ‘Elohim; veamos ahora este otro admirable nombre, Jehová. Está asociado con la obra de Dios en la salvación de los hombres.

Cuando Dios creó los cielos y la tierra el hombre no necesitaba la salvación, porque era perfecto. Pero posteriormente el pecado se introdujo, y el hombre necesitó un conocimiento de Dios y su gracia. Dios mismo fue el primer evangelista, porque él le dio a Adán las nuevas del Salvador (Gén. 3:15). Este conocimiento se fue transmitiendo de padres a hijos. Los que aceptaron la salvación lo revelaron ofreciendo sacrificios. Posteriormente el Señor eligió a una nación, apartó a sus habitantes para sí, y los hizo sus evangelistas para llevar el glorioso Evangelio hasta los confines de la tierra. Las naciones paganas podían comprender en cierta medida al Dios de poder y fortaleza, pero necesitaban saber que también era un Dios de amor y gracia. Así, al llamar a Moisés como libertador del pueblo hebreo, se anunció a sí mismo con el título de Jehová. Fue como Jehová que sacó a su pueblo de la esclavitud. Fue Jehová quien dio la ley en el Sinaí. Y Jehová, “el que tiene existencia por sí mismo, la fuente y sustentación de toda vida”, fue quien proveyó lo necesario para su pueblo durante la: peregrinación por el desierto.  Isaías canta: “No temeré; porque mi fortaleza y mi canción es JAH Jehová, el cual ha sido salud para mí” (Isa. 12:2) Y el ángel le dijo a María: “Y llamarás su nombre-Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mat. 1:21). En unos pocos lugares de las Escrituras el nombre Jehová se aplica definidamente a Dios el Padre. Y por lo menos una vez se da al Espíritu Santo, pero en un sentido especial se refiere al Hijo. Elena G. de White declara que “Jehová es el nombre dado a Cristo” (Questions on .Doctrine, pág. 643). Y en otro lugar: “Jehová Emmanuel ‘será rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será uno, y uno su nombre’” (Ibid.). Él es “en quien mora ‘toda la plenitud de la divinidad corporalmente” (Ibíd.). “Desde los días de la eternidad el Señor Jesucristo era uno con el Padre” (Id., pág. 645), uno en “naturaleza, en carácter, en propósito” y en “sustancia, poseyendo los mismos atributos” (Id., pág. 641). Aunque se habla de él como el Hijo de Dios, es “igual con el Padre en dignidad y gloria” (Id., pág. 647). En efecto, se nos asegura de que “nunca hubo un tiempo cuando no haya estado en estrecha relación con el Dios eterno” (Evangelism, pág. 615).

En las Escrituras no se encuentran otras palabras de mayor profundidad que la declaración con que se inicia el Evangelio de Juan: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (Juan 1:1). Aquí se habla del Verbo eterno: Dios. Ahora bien, ¿cuál es el propósito de un verbo, de cualquier verbo? ¿No es acaso expresar una idea, dar a conocer un pensamiento? Así también. Cristo vino para expresar a Dios, para darlo a conocer a los hombres. Leemos: “Todas las cosas por él fueron hechas” —es decir, por el Verbo eterno. Este Verbo fue quien le dio existencia a todas las cosas. Y posteriormente el mismo Verbo “fue hecho carne, y habitó entre nosotros”.

Pero, ¿por qué carne? Porque la carne es el medio ideal de la auto expresión. Cuando Dios quiso dar una verdadera revelación de sí mismo no envió una serie de declaraciones escritas con pluma y tinta: vino en persona, en carne y sangre. Nosotros los seres humanos podemos comprender la carne, porque somos de carne. Y debido a que la Deidad se reveló en forma de carne humana, hemos podido aprender más acerca de ella de lo que hubiéramos podido aprender en mil millones de años estudiando un millón de universos. La tierra, el cielo y el océano revelan su obra, pero ningún sol ni constelación, ni el océano encrespado ni las bullentes cataratas, pueden revelar el carácter de Dios. Sin embargo, cuando adoptó la forma humana y vino a morar entre nosotros, entonces los hombres pudimos comprenderlo mejor. La palabra “habitó” (del griego, skenoo) es interesante. Algunas veces se la ha traducido con el sentido de “puso tabernáculo” o “armó la tienda”. Es una figura de origen árabe, de hermosa sencillez. Sugiere que alguien es un peregrino que hace el mismo viaje que nosotros, de manera que viene y arma su tienda junto a la nuestra. Y esto es exactamente lo que Dios hizo. Se revistió con la carne humana y anduvo entre los hombres, comunicándose con ellos como hombre, sufriendo las privaciones del hombre y finalmente, muriendo en lugar del hombre.

Pero la expresión “puso tabernáculo” todavía puede enseñarnos algo más. Nos refiere al tiempo cuando Israel habitó en el desierto, a los días cuando la religión estaba en su estadio inicial. La frágil morada que Moisés erigió junto al Sinaí se conocía con el nombre del “tabernáculo del testimonio”. El Dr. G. Campbell Morgan señala que ésta es una traducción defectuosa. Podría leerse más correctamente “la tienda del testimonio”. El tabernáculo no era un lugar donde se reunían grandes multitudes para adorar como en una gran iglesia o catedral. Era más bien un lugar donde Dios hablaba a la intimidad de la conciencia de los hombres mientras escuchaban. Sí, en realidad era “una tienda del testimonio”. El tabernáculo del desierto o el Templo de Jerusalén eran en verdad el símbolo de la encarnación. Bien podía Jesús hablar del “templo de su cuerpo”. La “tienda del testimonio” es un símbolo de Jesús, en quien Dios se encuentra con el hombre y le habla. La naturaleza revela la grandeza de Dios; podemos oír el trueno de su poder y descubrimos su toque delicado en los pétalos de las flores. Pero en Cristo vernos su amor, simpatía y gracia.

En verdad, Dios armó su tienda junto a nosotros, y rudos pescadores del pasado vieron “su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14). Fueron testigos de su trato misericordioso dado a los pecadores de ese tiempo. Se conmovieron a causa de su tierna compasión por los corazones heridos y las madres ansiosas. Nunca cruzó un desvalido el camino de Jesús, sin que el alma del Salvador sintiera el dolor y la angustia.

Sócrates, el gran maestro griego, decía: “Conócete a ti mismo”. Pero ellos no podían conocerse. No podían seguir plenamente a Sócrates. El confesaba que no era capaz de solucionar todos sus problemas. “Algún otro debió venir —decía— para contestar a todas vuestras preguntas”. Ese “algún otro” vino: era Cristo, el más grande de todos los Maestros. Pero era más que un maestro o aun que un “maestro enviado de Dios”, porque era Dios mismo manifestado en la carne. El cristianismo ortodoxo siempre ha creído que “Cristo era Dios esencialmente.  Dios, sobre todo, bendito para siempre” (Questions on Doctrine, pág. 645). Veló su gloria, se hizo carne, armó su tienda junto a nosotros, y habló en nuestro idioma. ¡Qué símbolo de compañerismo! Dios le dijo a Samuel: “No he habitado en casas desde el día que saqué a los hijos de Israel de Egipto, hasta hoy, sino que anduve en tienda y en tabernáculo” (2 Sam. 7:6). Sí, recorrió los caminos de los hombres, experimentó sus aflicciones, y finalmente murió sobre la afrentosa cruz. Pero se levantó del sepulcro y volvió junto a su Padre. Y en su lugar envió al Espíritu Santo, el Consolador —la tercera Persona de la Divinidad. Las palabras “consolador” y “abogado” proceden del mismo término griego: parakletos, que significa uno que está junto a otro en necesidad. Cristo es nuestro Abogado en el cielo, y nos representa junto al trono de gracia, y el Espíritu Santo es nuestro Abogado en la tierra, y representa a Dios junto al trono de nuestros corazones. Así la Divinidad —el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo— son uno en vida y propósito, y cada uno está preocupado de nuestra salvación, habiendo planeado nuestra redención antes de la creación del mundo. La salvación del hombre es “la determinación eterna” de Dios (Efe. 3:11).

“Desde antes que fueran echados los cimientos de la tierra, el Padre y el Hijo se habían unido en un pacto para redimir al hombre en caso de que fuese vencido por Satanás. Habían unido sus manos en un solemne compromiso de que Cristo sería fiador de la especie humana” (El Deseado, pág. 762).

El que armó su tienda junto a nosotros ahora ministra en el cielo a favor nuestro, “porque hay un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Tim. 2:5). El dio su carne para vida del mundo, pero se levantó en carne para ser nuestro representante. Sigue siendo Hombre, pero un Hombre glorificado, que ocupa el trono de su Padre como corregente en el gobierno del universo. Desde ese trono envía su Espíritu a nuestros corazones y actúa sobre la voluntad humana tan imperceptiblemente como el viento agita el pasto del campo. No podemos ver el viento, ni tampoco podemos ver de dónde procede. De igual modo no podemos comprender la acción del Espíritu Santo sobre nuestros corazones. Pero él viene para hacernos retornar a Dios, para hacernos miembros de la familia celestial. Él nos asegura de nuestro derecho al cielo y de nuestra idoneidad para el cielo, porque únicamente la justicia de Cristo puede hacernos aceptables como hijos de Dios.

Otro símbolo del Espíritu Santo es el fuego —un poder purificador y regenerador que quema en nuestros pobres corazones todo lo que es impuro y extraño a la naturaleza de Dios.

Si queremos ser participantes de la naturaleza divina, entonces debemos conocer la operación que su Espíritu realiza dentro de nosotros. Al someter nuestra voluntad a la suya demostramos nuestra unidad con él, y él se identifica tan plenamente con nosotros que realmente nos da su nombre santo. Somos bautizados “en el nombre [no nombres] del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mat. 28:19). Así todo el poder de la Divinidad nos pertenece porque somos de Cristo. Todo el cielo está listo para ayudarnos a vivir una vida victoriosa.

“Todos los que consagran su alma, su cuerpo y espíritu a Dios, recibirán constantemente una nueva medida de fuerza físicas y mentales. Las inagotables provisiones del cielo, están a su disposición. Cristo les da el aliento de su propio espíritu, la vida de su propia vida (Ibid pág. 755). Dios se reveló en carne en la persona de su Hijo; y ahora, mediante su pueblo quiere revelarse constantemente para que el mundo pueda conocer su amor y gracia. Cuando los pobres seres finitos reflejan la naturaleza y los atributos de la Deidad, hasta el mundo incrédulo puede contemplar la belleza y el carácter de Dios, para gloria del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Sobre el autor: Director de la Asociación Ministerial de la Asociación General