Es un sentimiento natural, común, el que un individuo aspire a llegar a cierta posición en su carrera o profesión.

 Un joven cadete, por ejemplo, al ingresar en el ejército como aspirante, no tiene sólo el blanco de conquistar la primera estrella plateada correspondiente al grado de subteniente; tiene su vista fija en el cargo supremo: llegar a ser general.

 En nuestro medio, como iglesia, un joven, al comenzar a trabajar como instructor bíblico, también tiene su atención concentrada en el día en que se lo recomendará para recibir la ordenación. Es posible que asista a muchas ceremonias de esta clase, y que en cada una de ellas se vea transportado a aquel día, tal vez lejano, en que escuche su nombre cuando se lo llame para su propia ordenación.

 Y al llegar a ocupar tal puesto en la obra de Dios, al gozar de todos los privilegios del pastor ordenado, habrá llegado a la culminación de sus aspiraciones como obrero. Este es el grado máximo que le ofrece la Iglesia Adventista. Es una honra ser ministro del Evangelio, y es un título solemne que debe ser guardado con cariño y conservado limpio de toda mancha.

 Quien llega a ser pastor, debe seguir siéndolo por toda la vida. Aún después de su desaparición se mencionará que Fulano de tal fue ministro del Evangelio. Solamente su negación del Maestro o una conducta incompatible con sus funciones podrá descalificarlo como ministro del Evangelio. Es necesario no olvidar que tal cosa es una deshonra, una vileza, una derrota, un vilipendio. ¡Mil veces la muerte antes que pecar, siendo pastor, al punto de merecer que se le retire la credencial!

 Alguien podría preguntar: “Pero, entonces, los cargos de director de departamento, gerente de alguna institución, director de colegio, presidente de asociación, unión, división o de la Asociación General, ¿no son superiores al de ministro del Evangelio? ¡Absolutamente no! Un presidente de campo es sólo un pastor que desempeña un cargo para el cual fue elegido por determinado período. En la presidencia no goza de una posición superior a la de un pastor. El cargo para el cual fue elegido sólo es un detalle en su carrera ministerial. Tanto es así que, una vez concluido el período para el cual fue elegido, pierde su título transitorio y sólo conserva aquel que lo definía: ministro del Evangelio.

 No debemos evitar las responsabilidades mayores cuando se nos invite a afrontarlas. Aceptemos, con la honrada dignidad de pastor, el puesto de director de colegio, presidente de campo o un cargo cualquiera en otro ramo de la obra, y apartémonos de ellos una vez concluido el plazo, si no se nos pide que permanezcamos en él, con los mismos sentimientos con que entramos. Si lo hacemos así, y sinceramente lo sentimos así, estaremos honrando al ministerio, al cual pertenecemos en todo momento y circunstancias. —Orlando G. de Pinho, presidente de la Asoc. Paraná-Santa Catarina, Brasil.

Predicadores Gozosos

El predicador sumamente serio y sombrío, ¿es una influencia más positiva para la causa de Dios que el ministro burlón y frívolo? Ciertamente, debe existir un feliz término medio, al cual debiéramos aspirar todos nosotros.

 Como portavoces de Dios, ¿no sería bueno que de vez en cuando nos estudiáramos el rostro para asegurarnos de que revela alegría mientras llevamos las buenas nuevas de salvación? El gozo debiera emanar de nuestro rostro como de nuestra vida. A menudo hemos notado que algunos predicadores se ponen de pie y saludan a la congregación diciéndole: “Me siento feliz de verlos esta noche,” mientras su rostro revela una expresión seria, si no sombría. Tal saludo, difícilmente procederá del corazón.

 A veces, los que al comenzar su ministerio trascendían alegría y una esperanza radiante, se convierten inconscientemente, a través de los años, en personajes sombríos, a tal punto que es posible que el auditorio se pregunte si hay verdadera alegría en el servicio que rinden al Señor.

 ¿Carecemos de fe sencilla y genuina en nuestra propia vida? Tal vez nos estamos preocupando demasiado de la obra y de nuestro propio éxito personal en la causa. Si tal cosa ocurriera, necesitamos desarrollar una fe firme en las promesas de Dios, pues en verdad ellas constituyen la mejor teología. Tal vez sería bueno que participáramos del espíritu de los jóvenes, de sus aspiraciones y optimismo, y que observáramos también quedamente a los niños, advirtiendo con cuánto entusiasmo y alegría se dedican a todas las actividades de la vida. Tratamos de tener una apariencia atractiva cuando nos sentamos delante de la cámara fotográfica; pero ¿acaso no es el mundo como una cámara? La gente está tomando constantemente fotografías mentales de nosotros, y nos está reteniendo en la mente.

 Sobre todo, si el corazón es recto, la expresión del rostro revelará rectitud también. Los santos no necesitan ese halo que a menudo los artistas pintan en torno a su cabeza. Pero si el santo está siempre entonando un himno en el corazón, circundará su rostro algo muy semejante a un halo. Seamos, pues, predicadores gozosos.