A la iglesia del desierto, la sacó Dios de Egipto “con mano fuerte”, y la guio hasta la tierra prometida. A la iglesia de la restauración, “la buena mano de su Dios” la condujo con felicidad desde Babilonia hasta Jerusalén. De los apóstoles, fundadores con Cristo y dirigentes de la iglesia cristiana primitiva, declara la inspiración que “la mano del Señor era con ellos”. Y del movimiento adventista, la iglesia remanente, puede sostenerse con seguridad indubitable y corazones agradecidos, que la mano de Dios lo levantó, lo condujo hasta ahora y lo guiará hasta su triunfo completo y final.

 Al pueblo de Israel lo guio la mano del Señor mediante circunstancias providenciales, y por una columna de fuego de noche y una nube de día. “El ángel de su faz”, “en su amor y en su clemencia los redimió, y los trajo, y los levantó todos los días del siglo”; y el mayor de los profetas antiguos fue su dirigente visible. “Por profeta hizo subir Jehová a Israel de Egipto, y por profeta fue guardado” (Ose. 12:14).

 Fueron muchos los recursos especiales de la Divina Providencia que se concitaron para que Israel saliera de Egipto en el día señalado y llegara en salvo a Canaán; para que se produjera a su tiempo y con buen éxito el retorno de los cautivos a Jerusalén bajo la dirección de Zorobabel; y para que naciera la iglesia cristiana en el momento y el lugar convenientes; como fueron el descubrimiento de América, la Reforma del siglo XVI, la Revolución Francesa y la independencia de las colonias americanas —especialmente las del norte—, como también la creación de las sociedades bíblicas, hechos históricos que prepararon el escenario y el tiempo del movimiento adventista.

 Pero fue el cumplimiento de las profecías, sin embargo, y la intervención personal de los profetas, lo que reveló muy manifiestamente la mano de Dios en los grandes movimientos religiosos de inspiración divina.

 “Y pasados cuatrocientos treinta años, en el mismo día salieron todos los ejércitos de Jehová de la tierra de Egipto” (Exo. 12:41). En el año 536 DC, al final de los setenta años anunciados por Jeremías (Cap. 25:11, 12) y mencionados por Daniel (Cap. 9:2), regresaron los cautivos a Jerusalén, bajo la dirección de Zorobabel.

 Y “venido el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo”. Al comenzar la septuagésima semana de Daniel 9 (Vers. 24-27), en el año 27 DC, fue ungido el Salvador; en el año 31 fue crucificado, y en el 34, al terminar las setenta semanas, se comenzó a predicar el Evangelio a los gentiles en forma nueva y poderosa.

 Asimismo, al final de los 2300 años predichos en el capítulo 8 de Daniel surgió el movimiento adventista. Lacunza en Sudamérica, Gausscn en Francia y Suiza, Bengel en Alemania, Hentzepeter en Holanda, Irving en Inglaterra, Wolff en Egipto, Abisinia, Palestina, Siria, Persia, la India y otros países; Guillermo Miller, José Himes, Josías Litch, Carlos Fitch, Jaime White, José Bates y otros en Norteamérica, predicaron por entonces con fervor y poder la proximidad del segundo advenimiento de Cristo. Algunos de ellos, particularmente en Norteamérica, creían que el acontecimiento se produciría primeramente el 22 de abril de 1844, y luego el 22 de octubre de ese año. Pero se chasquearon.

 El movimiento adventista que sufrió el chasco del 22 de octubre de 1844 no era la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Pero en él estuvo indudablemente la mano de Dios. Se desarrolló de acuerdo con la profecía de Apocalipsis capítulo 10, y cumplió un propósito divinamente señalado. Contribuyó decididamente al nacimiento y la organización de la iglesia remanente: una iglesia profética, con una fe cristocéntrica, basada en la permanente y sólida palabra de Dios, una iglesia impulsada por la esperanza en el pronto regreso de nuestro Señor Jesucristo, y auxiliada por el espíritu de profecía.

Después que el gran chasco hubo desarticulado y casi disuelto por completo el movimiento adventista, Dios extendió de nuevo su mano con manifiesta gracia y poder. Como el divino Alfarero, recogió los pedazos, remodeló el cuerpo de su iglesia, la iluminó con nuevas revelaciones de su voluntad, y la levantó con la fortaleza de su brazo, para guiarla por los caminos de “toda nación y tribu y lengua y pueblo”, a fin de alumbrar la tierra con la gloria del último mensaje de misericordia y salvación.

 En diciembre de 1844, Elena Gould Harmon recibió su primera visión. Un tiempo antes Guillermo Foy y Hazen Foss habían tenido prácticamente la misma visión, pero se habían negado a exponerla. Si la hubiesen relatado habrían ahorrado a muchos el chasco. Pero la mano de Dios levantó a tiempo a su mensajera escogida. Después que la gran desilusión hubo separado la paja del trigo, y los mejores granos estaban dispuestos a nutrirse con la palabra de Dios y respirar la atmósfera de la oración, era necesario el profeta mediante el cual el Señor proporcionara aliento, consejo y reprensión a su pueblo.

 El don de profecía, manifestado en Elena G. Harmon, más tarde Sra. E. G. de White, cumplió desde el principio el designio divino. Fue aceptado lenta pero progresivamente por los adventistas. Fortaleció su languideciente valor y fe.

 En los años 1845 y 1846, más que en ningún tiempo ulterior, hizo frente a las manifestaciones del fanatismo: falsos conceptos de santidad, demostraciones físicas de la supuesta presencia del Espíritu, culto a la ociosidad, falsa humildad, fijación de nuevas fechas para la segunda venida de Cristo, y otras excentricidades. (Véase Elena G. de White, Mensajera de la Iglesia Remanente, pág. 52).

 Contribuyó al desarrollo y la unidad de las doctrinas de la iglesia, confirmando las conclusiones a las cuales habían llegado, con ferviente oración, los estudiosos de las Sagradas Escrituras, respecto a la segunda venida de Cristo, la observancia de los mandamientos de Dios, entre ellos el cuarto, los tres mensajes angélicos de Apocalipsis 14, el ministerio de Cristo en el santuario celestial, la condición mortal del alma, la justificación por la fe. (Id., págs. 54-68).

 Contribuyó asimismo el espíritu de profecía al desarrollo del orden de la iglesia, su organización, su plan de trabajo y su avance a través del tiempo hacia los extremos de la tierra, en sus diversas actividades.

 En 1848, la Sra. White le dijo a su esposo que debía imprimir un periódico, que sería pequeño al principio, pero que de ese comienzo brotarían raudales de luz que circuirían el mundo. (Véase Testimonios Selectos, tomo 1, págs. 126, 127). Más tarde dio consejos respecto a la creación de ca-as editoras y la publicación de libros y folletos. Hoy tenemos 44 casas editoras y sucursales, y publicamos 309 periódicos, y miles de libros y folletos, en 220 idiomas.

 Temprano en la historia de la iglesia remanente, ya en 1856, se inició la obra de la educación. Dios trajo luego a las filas de la fe a G. H. Bell, experto educador, que fundó una escuela de éxito. Luego vinieron los admirables consejos del espíritu de profecía respecto al establecimiento de escuelas o colegios de educación integral. Esos consejos figuran en libros como La Educación, Consejos para los Maestros, Fundamentos de la Educación Cristiana, etc. Y aunque no estamos en todo a la altura de ellos, 4.450 escuelas primarias y más de 330 colegios secundarios y superiores dan testimonio de la dirección divina en esta rama de la obra de la iglesia remanente.

 En materia de salud y temperancia, los primeros pasos los dio en los comienzos de nuestra historia el pastor José Bates. En 1863 la mensajera del Señor recibió instrucciones definidas sobre los principios del sano vivir; y en 1866, acerca de la fundación de un sanatorio. En 1884 se creó la primera escuela enfermeras de nuestra organización; y 1895, la facultad de medicina. Hoy una cadena de más de 200 sanatorios y salas tratamiento, y la publicación de muchos libros, revistas y folletos prueban fehacientemente la presencia de la mano guiadora de Dios en la obra médica adventista, mediante los recursos de su providencia

 Igual testimonio podría darse de los demás departamentos o ramos de trabajo: la predicación de la Palabra, las escuelas sabáticas, V los misioneros voluntarios, la libertad religiosa, las actividades misioneras de los miembros de la iglesia, la obra de caridad y asistencia social.

 Sería largo enumerar los casos más extraordinarios de la intervención divina, mediante su instrumento escogido, para guiar a su iglesia en momentos difíciles o en medidas decisivas para el avance del mensaje del tercer ángel en sus diversos aspectos.

 Recuérdense los consejos de la Hna. White respecto a la organización en 1850, en 1861, 1863 y 1901. Recuérdense casos específicos como su intervención en el establecimiento y desarrollo del colegio misionero de Avondale (Australia); el traslado de las oficinas de la Asociación General a Washington; la crisis de la obra de publicaciones de 1902, que terminó con el fortalecimiento de la casa editora de Nashville. (Véase El Permanente Don de Profecía, por A. G. Daniells, págs. 338-388.)

 La vida espiritual de su pueblo ha sido objeto especial del interés y amor de Dios y de los mensajes de su sierva, la Sra. White. Lo prueban hechos definidos, como las instrucciones recibidas en torno del año 1890 acerca de la justificación por la fe, los mensajes que hicieron frente a la amenaza del panteísmo a principios del siglo, y la provisión de los nueve tomos de los Testimonios y libros como El Camino a Cristo, Lecciones Prácticas del Gran Maestro, y la serie del Gran Conflicto: Patriarcas y Profetas, Profetas y Reyes, El Deseado de todas las Gentes, Los Hechos de los Apóstoles y El Conflicto de los Siglos.

 Hoy, gracias a la mano guiadora del Señor, y de acuerdo con las instrucciones de su Palabra y el don de profecía manifestado en E. G. de White, la iglesia remanente ha extendido su acción a 200 naciones del mundo, predica el mensaje del tercer ángel en más de 780 idiomas y dialectos, y se dispone a dar, con el poder del Espíritu Santo, el fuerte pregón de Apocalipsis 18.

 Podemos decir con Samuel: “Hasta aquí nos ayudó Jehová (1 Sam. 7:12). Y podemos repetir las palabras de la sierva del Señor: “No tenemos nada que temer en el futuro, excepto que olvidemos la manera en que el Señor nos ha conducido y sus enseñanzas en nuestra historia pasada” (Joyas, tomo 3, pág. 443).

 La promesa: “Te haré entender y te enseñaré el camino en que debes andar: sobre ti fijaré mis ojos” (Sal. 32:8), es para nosotros hoy. Bien puede decir la iglesia, con el salmista: “Si tomare las alas del alba, y habitare en el extremo de la mar, aun allí me guiará tu mano y me asirá tu diestra” (Sal. 139:9, 10).

Sobre el autor: Presidente de la Unión Austral