El predicador es quien determina en gran medida si la predicación es censurada como “locura” o aclamada como “voz de Dios”. Es ciertamente el colmo de la locura robarle a alguien una hora el sábado de mañana y desperdiciarla en vocalización religiosa.

La predicación es una deuda moral no sólo hacia Dios sino hacia nuestros semejantes. Cada miembro de la congregación invierte un tiempo precioso cuando viene a escuchar al predicador semana tras semana, y merece oír algo que valga la pena. Cuando un predicador somete a sus oyentes a algo que no es más que una andanada de frases hechas, una mezcla confusa de estadísticas o una sesión de piadosas purgas, como suelen hacer ciertos autotitulados Jeremías, la predicación se reduce a una especie de asalto a mano armada.

Como dijera el fallecido presidente Eisenhower, “darle a la gente en la cabeza no es dirigirla; es asaltarla”. Cuando el apóstol Pablo declaró que “la palabra de la cruz es locura a los que se pierden” (1 Cor. 1:18), prolongó esa afirmación diciendo que la “sabiduría de palabras” (vers. 17) era uno de los mayores factores causales de esa situación.

El motivo del predicador para predicar merece agudo escrutinio. Si no somos cuidadosos, nuestros propios motivos ocultos pueden hacernos alguna jugarreta. Paradójicamente, uno puede usar el “manto” del profeta como pantalla para proyectar los conflictos profundamente asentados de su personalidad. 2 Corintios 13:5 se aplica tanto al predicador como al laico. Así como Satanás llevó a Cristo al “pináculo del templo” (Mat. 4:5), también lleva a los predicadores a las alturas del “supremo llamamiento” (Fil. 3:14), sólo para incitarlos a saltar al precipicio de los esfuerzos presuntuosos. El apóstol Pablo expresó dos motivos opuestos para la predicación (Ver Fil. 1:15 y 2 Cor. 4:5.)

Perfiles de predicador

Simbólicamente, los predicadores vienen en diferentes formas, tamaños y calibres. Hablaremos aquí de cuatro tipos.

A. El metal que resuena: Este es el hombre provisto de lenguas humanas y angélicas (1 Cor. 13:1), pero su realización final es emitir ondas de sonido. Como dijera un escritor, “no puede haber elocuencia real sin grandes ideas… ¡Ay del mundo cuando un orador adquiera gran habilidad en el uso de las técnicas, pero no tiene ningún mensaje constructivo que dar! Es inevitable que se convierta en un dictador o un semidiós, que seducirá a las multitudes llevándolas a la vacuidad o la destrucción como un moderno tocador de la flauta mágica” (W. B. Garrison, The Preacher and His Audience). La causa principal en este caso es el letargo mental. El hombre es demasiado perezoso para el pensamiento original y creativo.

B. El genio tranquilizador: Este es la “enciclopedia ambulante”, la “computadora humana”. Es el hombre que entiende “todos los misterios y toda ciencia” (1 Cor. 13:2). No hay hecho o cifra que él no conozca. Ha escrito muchos libros y su mente y su pluma prolíficas siempre funcionan a toda vela. Después de su nombre hay pilas de títulos ganados y honorarios, suficientes para llenar su lápida de punta a punta. Pero, desgraciadamente, la mitad de su auditorio ya está bostezando antes que haya comenzado a hablar, y la otra mitad que se las arregló para mantenerse despierta no captó el mensaje.

C. El profeta llorón: Este es el hombre de gafas negras. No ve nada bueno en la iglesia y nada bueno en el mundo. Cada persona que él mira está enferma desde la coronilla hasta la planta de los pies. El mundo es una masa de contaminación moral y material que se dirige a un choque inevitable con un Dios airado, que está aguardando a las puertas para pulverizar a los transgresores bajo la rueda de la justicia divina. Su santo y seña favorito es la palabra Arrepentíos, haciendo rechinar la i como los frenos de un automóvil en una curva muy cerrada.

D. El cosquillaoídos: Este es el artista de hablar suave y reposado que por temor de los “altos y poderosos” al pecado lo llama más bien “desajuste social”, “mundanalidad”, “el proceso del crecimiento”; a la unión con los incrédulos, “ecumenismo, o fraternidad”. Su apóstol favorito es Sigmund Freud, y su evangelio preferido es el psicoanálisis.

Con estos cuatro grupos de caballeros de la homilética es más que apropiado echar a un lado la predicación como locura, en verdad. Pero queda un retrato más con el cual los predicadores adventistas pueden identificarse plenamente con toda seguridad.

El predicador del Maestro

Este hombre no es el Maestro. No es un maestro de los predicadores. Es el predicador del Maestro… el hombre de Dios, que hace la obra de Dios, en la forma que Dios quiere. Todos los voceros de Dios del pasado fueron predicadores del Maestro. Fueron llamados por Dios, preparados por Dios y enviados por Dios. Sus labios fueron santificados por los carbones encendidos del altar del cielo (Isa. 6:6, 7); en sus mentes fue infundida la “sabiduría que es de lo alto” (Sant. 3:17; 2 Cor. 1:12); y “hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Ped. 1:21).

Ningún ser humano puede reclamar con justicia el título de maestro de los predicadores. Pablo, que es aclamado por los historiadores de religión como el evangelista de todos los tiempos, admitió que “ahora vemos por espejo, oscuramente” y que conocemos “en parte” (1 Cor. 13:12). A la verdad, apenas si hemos empezado a usar de los recursos infinitos de la Omnipotencia. Ningún hombre puede con justicia jactarse de haber llegado al éxito. Esto es lo que hace de la verdadera predicación el supremo llamamiento o soberana vocación (Valera antigua).

Pero es el privilegio de cada predicador adventista ponerse bajo el toque del Maestro. El camino está abierto para proseguir “a la meta… del supremo llamamiento” (Fil. 3:14). No debe haber lugar para la mediocridad. Si bien Dios ha escogido lo “débil” y lo “necio” para avergonzar a los “sabios” y a lo “fuerte” (1 Cor. 1:27), sin embargo “lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (vers. 25).

El mandato del predicador

El mandato del Maestro a sus voceros es doble: predicar el Evangelio (Mar. 16:15) y “apacentar la iglesia del Señor” (Hech. 20:28). La palabra evangelio significa “buenas nuevas”. Las buenas nuevas rejuvenecen, llenan a quien las oye de gozo, esperanza, valor y optimismo. Todo lo que no tenga estas cosas es un falso evangelio. El objetivo principal de la predicación es crear una actitud favorable hacia Dios, pues se nos dice: “El enemigo del bien cegó el entendimiento de los hombres, para que éstos mirasen a Dios con temor, para que lo considerasen severo e implacable. Satanás indujo a los hombres a concebir a Dios como un ser cuyo principal atributo es una justicia inexorable, como un juez severo, un duro, estricto acreedor. Pintó al Creador como un ser que está velando con ojo celoso por discernir los errores y faltas de los hombres, para visitarlos con juicios” (El Camino a Cristo, pág. 9). Acerca de su obra como predicador, el Maestro declaró: “Me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos” (Luc. 4:18).

Es el alto privilegio de cada predicador efectuar la reconciliación de los hombres con Dios por medio de una relación de amor. Podréis aterrorizar a algunos de modo que realicen una especie de reforma, pero eso sólo es transitorio y superficial. Todo aquel que entre por las puertas perlinas estará allí sólo porque habrá aprendido a amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con toda su fuerza.

“Jesús no suprimió una palabra de verdad, sino que profirió siempre la verdad con amor. Hablaba con el mayor tacto, cuidado y misericordiosa atención, en su trato con las gentes. Nunca fue áspero, nunca habló una palabra severa innecesariamente, nunca dio a un alma sensible una pena innecesaria. No censuraba la debilidad humana. Hablaba la verdad, pero siempre con amor” (Id., pág. 10). Las profecías pueden acabarse, las lenguas pueden cesar, y el conocimiento desvanecerse (1 Cor. 13:8), pero el amor nos llevará a nosotros hasta el fin.

Apacentar la iglesia es la otra mitad de la gran comisión. Esto significa más que ensartar un puñado de textos o referencias que tienen relación entre sí, revistiéndolos con un par de ilustraciones y un salpicón de poesía. Vivimos en una época de especialistas en alimentación, y estos dietistas dicen que en la preparación y la subsiguiente presentación del alimento, lo primero que hay que tener en cuenta es la necesidad nutritiva de la persona, o las personas, según el caso. Aplicando el principio, el alimento espiritual debe satisfacer las necesidades nutritivas del espíritu. Ciertas listas de platos pueden llenar el estómago y aliviar los retortijones del hambre, pero nada más que eso. El cuerpo permanece desnutrido y por consiguiente cede ante la acometida de la enfermedad. ¡Cuántos miembros de la grey sucumben espiritualmente por falta de una alimentación adecuada!

A esta altura surge una pregunta significativa: ¿Conoce el predicador las necesidades de su grey? Una cosa es cierta: el predicador que no visita regularmente a su grey en sus casas no está en condiciones de evaluar objetivamente sus necesidades. Sólo en la intimidad de sus hogares la gente revela realmente el mal que está padeciendo. Solamente en la medida en que el predicador siga las pisadas de su Señor, quien vivió y habitó entre los hombres, podrá apacentar verdaderamente a su rebaño. El predicador debe bajar de su pedestal y caminar entre las ovejas en el valle. Entonces podrá realmente conducirlas hasta las alturas de la plenitud espiritual.

Es ahora el tiempo cuando la predicación debe ser rescatada del abismo de la locura y restaurada como la “voz de Dios”. Quiera el Señor que cada ministro adventista sea realmente un “obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad” (2 Tim. 2:15). Porque, “¿cómo oirán sin haber quien les predique?” (Rom. 10:14).

Sobre el autor: Pastor en la Asociación Californiana del Sur