Cada vez que debo hablar a un grupo de obreros y dirigentes recuerdo el primer congreso adventista a que asistí. Todas las reuniones eran interesantes y fascinadoras para un niño que pocas veces se relacionaba con otros grupos de adventistas. Miraba embelesado las grandes tiendas de campaña, la pequeña tienda familiar donde nos alojábamos, la muchedumbre de personas adventistas, las reuniones de testimonios de la mañana, y las comidas vegetarianas.

Mi familia asistía a todas las reuniones. Pero un día quedé perplejo al ver que todos los oradores y otros obreros se habían reunido en una tienda para asistir a lo que en un anuncio llamaron la “reunión de los obreros”. Cuando pasé frente a la entrada vi a un pastor encanecido que predicaba con entusiasmo. Vencido por la curiosidad me acerqué a la pared de la tienda para enterarme acerca de lo que un predicador podía predicarle a un grupo de predicadores. No podía concebir que un grupo de hombres perfectos como debían ser ésos tuviera que escuchar un sermón cada día. Mientras estaba en cuclillas, escuchando algunas sorprendentes declaraciones, oí una voz amigable y sentí que una mano me tomaba del brazo. Era el pastor Meade MacGuire. Sonriendo, me invitó a entrar si deseaba hacerlo. Turbado y temeroso lo seguí y me senté en uno de los últimos asientos.

Nunca olvidaré la predicación de ese pastor. ¡Predicaba como si se dirigiera a pecadores! Andando el tiempo, cuando llegué a ser pastor, comprendí mejor la necesidad de tener predicadores que hablen a los pastores y obreros., Y hoy digo esto con una profunda comprensión de mi propia necesidad espiritual. Me siento como se sintió Pedro cuando escribió su segunda epístola a la iglesia primitiva: “Carísimos, yo os escribo ahora esta segunda carta, por las cuales ambas despierto con exhortación vuestro limpio entendimiento; para que tengáis memoria de las palabras que antes han sido dichas por los santos profetas, y de nuestro mandamiento, que somos apóstoles del Señor y Salvador” (2 Ped. 3:1, 2).

Ciertamente todos necesitamos que despierten nuestras mentes y que se nos recuerden las admirables instrucciones que hemos heredado como pueblo y como dirigentes a través de la Palabra de Dios y los consejos del espíritu de profecía.

Estamos viviendo en una época de grandes realizaciones científicas. Estamos en la era de los sputniks, de la retropropulsión y de la fisión nuclear. Los gobiernos de los países están gastando cuantiosas sumas de dinero para enseñar a los hombres a estudiar y ahondar en los secretos de la naturaleza, y para inventar nuevos métodos científicos que les permitan mantenerse a la vanguardia en el campo de la ciencia. Se trabaja febrilmente para lograr el desarrollo de máquinas más perfectas, máquinas con más accesorios automáticos, y para la fabricación de productos más perfectos y útiles. A mi regreso a la patria desde una división de ultramar, quedé asombrado por la perfección alcanzada en el arte de grabar y reproducir la voz y las interpretaciones musicales. Una tarde pensé que un vecino tenía a la Orquesta Sinfónica de Nueva York en su casa. Me dijo que tenía un aparato de alta fidelidad, y me explicó que era un nuevo sistema de reproducir los sonidos con un grado muy elevado de exactitud. Era una nueva realización de la técnica.

Al meditar en esa música maravillosa, y al pensar en la perfección de tantos útiles necesarios para la vida moderna, decidí volver el haz de la reflexión hacia mi vida interior. Me pregunté con cuánta exactitud había reproducido en mi vida y obra la vida y el carácter del Señor Jesús, cuyo camino he decidido transitar, y cuyo reino he establecido en mi corazón. Rememoré esta declaración del Deseado de Todas las Gentes, pág. 827: “Cristo está retratándose en cada discípulo”. En mi examen introspectivo me vi obligado a preguntarme con cuánta fidelidad se reproduce en mí el retrato de la vida y el carácter de Cristo. Me pregunté si la intensidad de mi alma estaba produciendo los tonos de alta fidelidad que Dios desea transmitir al mundo mientras toca las cuerdas de mi corazón y el órgano de mi alma. El desarrollo del carácter cristiano y la reproducción de los atributos de Cristo ¿se han mantenido a la par con el progreso registrado en los campos de la ciencia y la industria, de las comunicaciones y los viajes? Como adventistas, ¿hemos adelantado en la ciencia y el arte de las virtudes cristianas tanto como la ciencia ha avanzado en su campo?

Algunos piensan que la iglesia, en lugar de avanzar más cada año, ha estado inclinada a retroceder en la reproducción y desarrollo de sus atributos cristianos. Dios nos invita a volver a nuestro “primer amor”. Nos dice: “Arrepiéntete, y haz las primeras obras”. Y a Laodicea, el Señor le recomienda: “Unge tus ojos con colirio, para que veas”.

Sé que nosotros, como dirigentes de la iglesia, no somos perfectos todavía. Sin embargo, estoy seguro de que no necesitamos arrepentirnos de los pecados comunes de nuestra época irregenerada. Dudo de que muchos estén transgrediendo abiertamente el cuarto o el séptimo mandamiento. Tengo la certeza de que hemos ganado la victoria sobre el bar, el salón de baile y el deseo de robar o defraudar a nuestros vecinos. Mi relación con nuestros obreros me induce a creer que por la gracia de Dios hemos progresado más allá de los pasos elementales de la vida cristiana. Ocasionalmente alguno de nuestros obreros sufre una caída moral, pero la inmensa mayoría han peleado la batalla, y por la gracia de Dios han surgido con sus mentes puras. Agradecemos a Dios por el desarrollo experimentado en la edificación de la estructura del carácter cristiano. Pero tal vez haya algunos sectores en los que no hemos desarrollado los matices de alta fidelidad. A menudo es en los principios intangibles o en las zonas límites donde encontramos difícil reflejar con perfección la imagen de nuestro Redentor.

Podemos delimitar tres grandes esferas de actividad en la conducta humana. Podemos denominar la primera, la esfera de la ley positiva. En ella, la ley de los Diez Mandamientos define nuestros principios morales. Las leyes de un país delimitan los actos antisociales que merecen una pena. En esta área limitada podemos determinar lo que debemos o no debemos hacer.

En el extremo opuesto está lo que podríamos llamar la esfera de la libre elección. Aquí estamos en libertad para realizar nuestras propias decisiones y hacer lo que nos place. Puestos en esta esfera es donde decimos descortésmente a la gente: “¿Y a Ud. qué le importa lo que yo hago?”

Sin embargo, entre estos dos puntos existe otro plano, descripto en un editorial de la revista Times de Nueva York como el dominio de la ley de lo que no se puede poner en vigor. Podemos considerarla como la principal de las tres esferas de acción. Aquí no se hace ninguna determinación específica acerca de lo que la persona puede no puede hacer.’ Sin embargo, no está enteramente libre. En ciertos casos la restricción es tan marcada que tiene el efecto de una definición positiva. Es una ley o restricción autoimpuesta.

Para ilustrarlo: no hace mucho un gran barco fue azotado por un tifón en aguas japonesas. Llevaba a bordo cientos de personas. Una ley autoimpuesta hizo que los hombres dedicaran sus esfuerzos al rescate de las mujeres y los niños en primer lugar. Muchos de ellos prefirieron quedar sepultados en las aguas antes que transgredir esa norma ética. Esto mismo sucedió con los pasajeros varones del malogrado Titanio, cuya historia es tan conocida en los anales de las tragedias marítimas. Esta ley de las buenas maneras autoimpuesta a menudo actúa con la fuerza de una ley positiva. Se produce una obediencia instantánea a un código que nadie puede poner en vigor.

Lord Moulton cuenta la historia de algo que le aconteció en su niñez, y que le ayudó a comprender la importancia de esta ley de restricción. Su padre había cuidado solícitamente un árbol de membrillo, pequeño y frágil, que había plantado en el patio de su casa. El arbolito creció y finalmente produjo fruto. El niño a menudo había disfrutado del rico dulce que su madre solía servir en las comidas. Pero ese año creció un solo gran membrillo. El padre había dictado una ley y la había promulgado en forma positiva y enfática. Este era su texto: “No sacarás el membrillo hasta que yo dé la orden”.

Este joven aristócrata se veía frente a una tremenda tentación porque el membrillo a medida que aumentaba de tamaño iba inclinando la rama que lo sostenía hasta ponerla justamente al alcance de la boca. Recordando el sabor del rico dulce, el niño anhelaba probar el membrillo que cautivaba el interés de toda la familia. Cada día, cuando salía o entraba, aumentaba la exigencia de su estómago. Un día, finalmente, concibió la idea de satisfacer su apetito y de cumplir al mismo tiempo la ley de su padre. Puesto que la ley rezaba: “No sacarás”, se iba a limitar a tomar sólo un bocado de la deliciosa fruta. Cediendo a ese impulso, acercó el membrillo y abriendo su boca como sólo podía abrirla un niño hambriento, le dio un tremendo mordisco y le arrancó un buen pedazo de jugosa pulpa.

Quedó satisfecho de inmediato; pero comenzó a pensar lo que sucedería cuando su padre descubriera la novedad. Razonó que no podría castigarlo porque había obedecido la letra de la ley. Cuando su padre llegó esa tarde vio el desmán cometido contra el hermoso membrillo. Lord Moulton fue llamado sin demora ante su presencia. “Sí, papá —dijo—, yo mordí el membrillo; pero obedecí la ley que dice: ‘No sacarás’

Él cuenta: “Cuando mi padre avanzó hacia mí con la mano levantada, concluí que había fallado mi argumento defensivo. Pero en vez de golpearme, me palmeó en la espalda y me felicitó por mi sagacidad. Luego dijo que iba a colgar el membrillo en la sala de recibo para que toda la familia y nuestros amigos oyeran hablar acerca de su brillante hijo”.

Durante dos semanas todos los que entraron en la sala oyeron el relato del talentoso hijo que sólo había mordido el membrillo para cumplir con la letra de la ley. Como consecuencia de esto, al niño le pareció que todos los pobladores de la ciudad habían pasado por su casa esa semana. “Yo siempre estaba presente —dice— cuando se contaba la historia”.

Rápida y enfáticamente aprendió que existe una ley que está por encima y por debajo de la letra de la ley —una ley en el ámbito de lo que no se puede poner en vigor, que tiene el mismo efecto de una ley positiva.

Esta ley obra en primer término entre las naciones. Pero, desafortunadamente, parece que las naciones han perdido su código de ética e integridad. La ley que no se puede poner en vigor en cuanto a la amistad nacional e internacional se ha empequeñecido en estos días de presiones e influencias políticas.

Esta ley también obra en la comunidad. Recuerdo que en una víspera de Navidad se incendió nuestra casa, y el fuego destruyó casi todas nuestras reservas de alimento. Pero la comunidad obedeció a la ley de lo que no se puede poner en vigor y nos llevó canastos llenos de provisiones, que fueron suficientes para nuestras necesidades.

Esta ley también obra en las relaciones de los obreros y los patronos. Las calurosas relaciones humanas no resultan en su totalidad de los contratos, o del aumento de los salarios, o de otros beneficios. Ni siquiera las bonificaciones desarrollan estos íntimos vínculos de la buena comprensión. No surgen al impulso de leyes fijas que definen y prescriben detalladamente la decencia y los buenos modales. La mutua comprensión, las buenas relaciones y los sentimientos de amistad emanan de un total concepto de integridad y responsabilidad personal —de la obediencia a una ley que no se puede poner en vigor.

Encontramos que esta ley también obra en la iglesia. Un miembro no hace comparecer a su hermano ante una corte de justicia. En 1 Corintios 6: 1 leemos lo siguiente: “¿Osa alguno de vosotros, teniendo algo contra otro, ir a juicio delante de los injustos, y no delante de los santos?” Sin embargo, en esta época algunos han transgredido esta ley de lo que no se puede poner en vigor. Solemos oír hablar de hermanos que pleitean contra sus. hermanos. Este principio pertenece al dominio de la ética de los miembros de iglesia —o a la esfera de la ley de lo que no se puede poner en vigor. Como miembros de iglesia no debemos quebrantar esta ley, que prohíbe que alguien saque ventaja de su hermano. No exponemos ante el mundo sus errores o faltas; tampoco lo criticamos ni nos aprovechamos de su bondad. Esta esfera también comprende la lealtad a los dirigentes, y el respeto y la caridad hacia los profesores y los compañeros de estudio.

Vivo en una pequeña comunidad adventista donde se puede conseguir un préstamo en el banco diciendo únicamente que uno es obrero adventista, y sin ofrecer grandes garantías. Hace poco tiempo uno de nuestros obreros tuvo un problema doméstico y se separó de su familia para ir a vivir a otro lugar, donde encontró trabajo. Pronto supimos que había obtenido un préstamo del banco por varios miles de dólares, presentando como garantía un auto viejo. La ley no responsabilizaba a la asociación local de esa deuda. Pero la ley de lo que no se puede poner en vigor rezaba: “Ese es un obrero adventista. Por esto el banco consintió en prestarle tanto dinero con tan poca garantía”. Admiré al presidente de la asociación cuando dijo: “Hermanos, tendremos que responder por ese préstamo del banco”. La obediencia a esa ley nos ha hecho dignos de confianza en el mundo de los negocios en esa comunidad.

A veces cuando vemos las faltas de la gente decimos: “Alguien debiera hacer una ley contra eso”. Pero en la realidad, los principios de esta ley de lo que no se puede poner en vigor no pueden reglamentarse por una ley positiva, porque no hay manera de ponerlos en vigor; están fuera del alcance de la ley. Sin embargo, son principios reales y fundamentales que rigen a los hombres que aman a Dios y tienen una conciencia.

La ley de la iglesia o del estado no puede impedir que un hombre lleve chismes o siembre semillas contra un enemigo. No se puede poner en vigor la ley contra los celos o la envidia. Ciertos aspectos de la honestidad pueden caer, bajo la acción de la ley positiva, pero hay otros aspectos que atañen a la integridad en cuestiones de dinero, que la ley no puede regir. Los dirigentes no pueden legislar acerca de cuántos estudios bíblicos debiera dar un obrero en un mes, o de cuántas horas se espera que trabaje un pastor para el Señor antes de dar por concluida su jornada. Esta área indefinible requiere hombres y mujeres leales a la ley de lo que no se puede poner en vigor. Aquí necesitamos alta fidelidad en el rendimiento. Cristo ha prometido que cuando se lo entronice en la vida producirá el carácter deseado.

Me han impresionado las siguientes declaraciones de la sierva del Señor:

“Los hombres que ocupan puestos de responsabilidad deben progresar continuamente. No deben aferrarse a los métodos antiguos, y creer que no es necesario convertirse en obreros que empleen métodos científicos. Aunque cuando viene al mundo el hombre es el más impotente de los seres que ha creado Dios, y es el más perverso por naturaleza, es capaz, sin embargo, de progresar constantemente. Puede ser ¡lustrado por la ciencia, ennoblecido por la virtud, y puede progresar en dignidad mental y moral, hasta alcanzar una perfección de la inteligencia y pureza de carácter, tan sólo un poco inferiores a la perfección y la pureza de los ángeles. Con la luz de la verdad que resplandece sobre los intelectos humanos, y el amor de Dios que se derrama en su corazón, no podemos concebir lo que pueden llegar a ser, ni cuán grande obra pueden hacer” (Joyas de los Testimonios, tomo 1, pág. 574).

“En el amor al yo, la exaltación propia y el orgullo, hay gran debilidad; pero en la humildad hay gran fuerza. Nuestra verdadera dignidad no se mantiene cuando pensamos más en nosotros mismos, sino cuando Dios está en todos nuestros pensamientos, y en nuestro corazón arde el amor hacia nuestro Redentor y hacia nuestros semejantes. La sencillez de carácter y la humildad de corazón darán felicidad, mientras que el engreimiento producirá descontento, murmuraciones y continua desilusión. Lo que nos infundirá fuerza divina será el aprender a pensar menos en nosotros mismos y más en hacer felices a los demás” (Id., págs. 484, 485).

Sobre el autor: Presidente de la Unión del Atlántico, EE. UU.