Estamos viviendo en una época en la que los problemas financieros aumentan de continuo, de modo que nuestras mentes se ofuscan fácilmente con las cosas mundanales. Señal de esto es el hecho de que cada vez son más los obreros, en los Estados Unidos y en ultramar, que dedican parte de su tiempo a otros trabajos. Algunos han caído en la trampa de emplear tanto de su tiempo en construir y alquilar departamentos, o en vender medicamentos o automóviles, o en otros trabajos ajenos al suyo específico, que su servicio para el Señor parece haber quedado relegado a un plano secundario. Aquí volvemos a encontrar el dominio de la ley de lo que no se puede poner en vigor. Un obrero toca el órgano para otra iglesia los domingos, por 30 dólares, y a eso llamamos un trabajo ajeno. Otro puede pasar varias horas al día transformando el subsuelo de su casa en un departamento para percibir una entrada adicional. Puede decir que emplea en ello el mismo tiempo que otro obrero utiliza trabajando en su huerta. Este último puede sostener que no pasa en su huerta más tiempo del que emplea el obrero aficionado a las fotografías en su hobby. El fotógrafo puede observar: “Pero yo no emplea tiempo jugando el volleyball o en otros juegos, como hacen otros, de modo que ésta es mi recreación”. Y así continuamos, sin poder establecer principios o reglamentos que contemplen esta situación. Aquí, una vez más entramos en el reino de lo que no se puede legislar.

En este punto, necesitamos examinar nuestra fidelidad para ver si realmente el rendimiento de nuestro trabajo equivale a lo que se nos paga por él. ¿No debiéramos examinarnos sinceramente? Atendamos a la amonestación de las Escrituras: “Revestíos del Señor Jesucristo” (Rom. 13:14). Cuando él more en nosotros, se solucionarán todos estos problemas.

Tonalidades estereofónicas

Muchos de nosotros somos dirigentes administrativos —dirigentes en la gran causa de Dios que busca dar el mensaje a toda la humanidad. ¿Cómo está su fidelidad, hermano mío? Al examinar la mía delante de Dios, encuentro que dista mucho de las tonalidades estereofónicas que quisiera reproducir. Es posible que a veces perdamos de vista los verdaderos objetivos que perseguimos. Estamos tan preocupados en desarrollar una personalidad de dirigentes magnéticos —tan ocupados en ganar amigos e influir sobre la gente— que Satanás incursiona con éxito en nuestra veracidad e integridad. Es desconcertante ver a un administrador recomendar entusiastamente al mismo obrero de cuyos servicios quiere prescindir. En realidad, esto ha llegado a ser tan notorio en ciertos círculos, que algunas juntas casi rehúsan aceptar a un obrero que ha sido recomendado. Nuevamente nos encontramos en el terreno de la ley de lo que no se puede legislar.

No quiero decir con esto que debemos hacer leyes o reglamentos para controlar estas cosas, porque eso es imposible. No me gusta ver reglamentos en todas las cosas, porque cada adición hecha en el ámbito de las leyes, positivas conduce a una contracción en el ámbito de la obediencia a la conciencia, o a la ley de lo que no se puede legislar. Las leyes positivas no pueden controlar el espíritu humano. Cuando una ley, o un reglamento, o un principio entra en vigor, invariablemente se comprueba un aflojamiento en la responsabilidad individual hacia todo lo que escapa a los límites legales estrictos. La tendencia, en esos casos, es cumplir con el mínimo de lo exigido.

Algunos obreros no se sienten obligados por el horario de trabajo, y están dispuestos a trabajar largas horas extra cuando tienen trabajo del que se sienten responsables. Hay otros que se ciñen rigurosamente al reloj. Dos minutos antes de la hora de salida sus sombreros abrigos están sobre sus escritorios, y no bien suena la señal de salida, o las manecillas de sus relojes indican la hora ya están en la calle rumbo a quehaceres más agradables. No quisiera tener que confiar mi fortuna a esa clase de personas; no quisiera tener que confiarles mi vida. Yo quisiera poner mi destino en las manos de alguien que siempre ha obedecido la ley de lo que no se puede exigir por ley.

Realmente es difícil definir este ámbito, pero unas pocas palabras nos ayudarán a comprender mejor. Abarca la responsabilidad personal; significa producir la misma cantidad de trabajo cuando nos están mirando que cuando estamos solos; es llevar la misma vida justa en una gran ciudad donde somos desconocidos que en compañía de nuestros hermanos. La confianza propia, la decencia, las buenas maneras, y una conducta digna de un soldado de Cristo, también forman parte de esta ley indefinible de lo que no se puede legislar.

Hemos mencionado la integridad personal, el respeto propio y el respeto por los demás. Entre los ministros, y especialmente entre los dirigentes, eso cae dentro de principios de ética. Con alguna frecuencia el pastor recién llegado a una iglesia ha rebajado la obra del pastor anterior con el propósito de hacer brillar más la propia. Posiblemente con demasiada frecuencia el pastor tiene en menos la excelente obra del evangelista con el fin de cubrir su propia falta de energía en la ganancia de almas o en la atención de su grey. Tal vez puede suceder que un miembro de una junta sienta celos de un obrero propuesto para un ascenso, y haga surgir algo desfavorable contra él, a causa de sus propias ambiciones egoístas. Aun podría suceder que un dirigente se rodee de colaboradores poco competentes con el fin de destacarse y asegurar un nuevo nombramiento para el puesto que ocupa.

Este ámbito también incluye la pureza —personal y social. Cuán trágico es cuando un dirigente, un obrero, o un miembro, cae herido por el dardo de la inmoralidad y la trampa de la licencia sexual. La violación de la ley de lo que no se puede legislar es siempre el primer paso que conduce al desastre.

La crítica conveniente

El tema de la crítica correcta es demasiado amplio, de modo que aquí nos limitaremos a unas pocas observaciones. Como dirigentes, a menudo tenemos que tratar con otros obreros.

Nos vemos en la necesidad de disciplinar, instruir y aconsejar. Examinemos siempre nuestros corazones y veamos si obramos con imparcialidad en nuestro trato con los demás.

Antes de ceder al impulso de criticar, conviene que prestemos atención a los siguientes puntos:

1. Lo que se ha hecho, ¿es demasiado trivial para merecer que se lo critique?

2. ¿Me anima realmente el motivo de beneficiar a la persona criticada, o es mi deseo meramente enaltecer mi propio yo?

3. ¿Estoy preparado para presentar la crítica con la claridad necesaria que excluya una mala interpretación?

4. ¿Se basa esta crítica en principios firmes o es nada más que cuestión de gusto de parecer?

5. ¿He considerado los posibles efectos que producirá mi critica? ¿Despertará sentimientos antagónicos, destruirá la cooperación o producirá desánimo?

6. ¿Estoy preparado para evitar el empleo

de sarcasmo y las manifestaciones de enojo? ¿Puedo hacer la crítica ciñéndome a maneras cristianas de proceder, con una persuasión firme pero amigable y con una sincera preocupación por las circunstancias y los sentimientos de la otra persona?

Las relaciones espirituales

Todo el ámbito de la ley de lo que no se puede legislar ha quedado delimitado en las bondadosas palabras del gran Maestro:

“Todas las cosas que quisierais que los hombres hiciesen con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque ésta es la ley y los profetas” (Mat. 7:12) —es la ley de lo que no se puede exigir por ley, la ley de la conciencia. Este principio puede carecer de significado para un hombre que vive solitario en una isla, porque estará sujeto únicamente a la ley de la naturaleza. Lo que hemos venido analizando da el tono de nuestras relaciones espirituales recíprocas. Si estas relaciones no se tienen en el clima espiritual adecuado —si no están respaldadas por el Espíritu de Cristo morando en el corazón—, con toda seguridad fracasarán. Para que pueda haber paz, armonía, felicidad y satisfacción, estos principios deben obrar en la familia, la iglesia, la escuela, la comunidad y la nación. Debemos obedecerlos si queremos que Dios derrame su Espíritu en su iglesia. Si queremos desarrollarnos hasta llegar a ser los hombres y las mujeres que han de terminar la obra, debemos manifestar esta clase de alta fidelidad en la vida cristiana diaria. Eso es la piedad práctica.

La mensajera del Señor ha dicho: “La transformación del carácter es para el mundo el testimonio de que Cristo mora en el creyente. Al sujetar los pensamientos y deseos a la voluntad de Cristo, el Espíritu de Dios produce nueva vida en el hombre y el hombre “queda renovado a la imagen de Dios” (Profetas y Reyes, pág. 175).

Yo quiero que mi vida refleje esa imagen; ¿no lo queréis vosotros también?

Preguntémonos, hermanos: ¿obedeció Cristo esa ley de lo que no se puede legislar? Sí, fue obediente a la ley del amor que lo indujo a ofrecerse a sí mismo para pagar el precio del rescate por todos nosotros; a dejar su hogar en las cortes celestiales para venir al mundo a vivir, sufrir y morir por la humanidad.

Fue obediente a la ley de la compasión y eso lo indujo a abrir los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos, a sanar a los leprosos, los cojos y los mancos.

Su obediencia a la ley de la humildad hizo que amara al pobre, que comiera con los pecadores y que trabajara con los pescadores.

Su obediencia a la ley de la justicia y la equidad lo impulsó a echar a los cambiadores de dinero del templo, a apoyar a la mujer caída mientras rechazaba a sus acusadores, a reprochar severamente a los fariseos porque honraban a Dios de labios mientras sus corazones estaban alejados de él.

Su obediencia a la ley de la abnegación hizo que viajara toda la noche para predicar un sermón, para echar un demonio, para resucitar a Lázaro, o para cumplir una cita en un lugar donde se necesitaba eso lo hizo trabajar para consolar los corazones quebrantados.

Su obediencia a su gran amor y ternura; más de ocho horas diarias almas tristes y los corazola ley de la ternura hizo que proclamara: “Dejad ¡os niños venir, y no se lo estorbéis; porque de los tales es el reino de Dios” (Mar. 10:14).

Por su obediencia a la ley de la honradez dijo: “Dad lo que es de César a César; y lo que es de Dios, a Dios” (Mar. 12:17).

Y finalmente, su obediencia a la ley de la misericordia y el perdón lo indujo a llevar, sin quejarse, la corona de espinas, a soportar el cruel látigo romano, a extender sus manos sobre la cruz para recibir los clavos, y a exclamar: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Luc. 23:34).

Hermanos, éste es mi Cristo, vuestro Cristo. Él espera producir en nuestros corazones esa misma sinfonía en tonos de alta fidelidad si queremos permitírmelo.

Sobre el autor: Presidente de la Unión del Atlántico.