La imputación de la justicia de Cristo torna innecesarias cualquier infusión de sacramentos o las obras meritorias.

El Concilio de Trento (1545-1563) lanzó anatemas a la doctrina protestante de la justificación, y los protestantes contraatacaron. La verdad estaba en juego. Pero eso no ocurre ahora. Se ha dicho que la supervivencia del cristianismo es la única razón para desestimar las diferencias y enfatizar puntos en concordancia ante un enemigo común: el secularismo.

Particularmente, desde el Concilio Vaticano II (1963-1965), la Iglesia Católica Romana ha trabajado persistentemente para atraer a otras iglesias a sí. Un artículo titulado “Evangélicos y católicos juntos; La misión cristiana en el tercer milenio” declara: “Juntos oramos por el cumplimiento de la oración del Señor:

‘Que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me enviaste’ (Juan 17:21). Juntos, evangélicos y católicos, confesamos nuestros pecados contra la unidad que Cristo deseaba para sus discípulos”.[1] El artículo agrega que católicos y protestantes concuerdan en que “el escándalo del conflicto entre cristianos ensombrece el escándalo de la Cruz, Incapacitando la única misión del único Cristo”.

¿Cuál es la misión de Cristo? Si esta misión es proclamar la salvación por medio de la vida y la muerte de Jesús, sería conveniente preguntar: ¿Tienen católicos y protestantes la misma misión? La comprensión que los dos grupos tienen sobre la salvación no responde positivamente a esta pregunta.

La justificación definida en Trento

En Trento se declaró la Vulgata Latina como la Biblia oficial, pero esta Biblia no le hace justicia a la palabra griega dikaiosune, que significa “declarar justo”. La Vulgata traduce con la palabra latina iustificare, que significa “hacer justo”. Ser declarado justo no guarda relación con el mérito personal, mientras que ser hecho justo conduce a obras meritorias. “El verbo griego alude a algo externo a la persona en cuestión” mientras que “la latina se refiere a cualidades de la persona en cuestión”.[2]

De acuerdo con el concilio de Trento, la justificación “no solo es el perdón de los pecados, sino también la santificación y la renovación del hombre interior por la admisión voluntaria de la gracia y los dones que la siguen; de donde resulta que el hombre, de injusto, pasa a ser justo; y de enemigo a amigo”.[3] La fe, la esperanza y el amor son infundidos al cristiano, declara William Schroeder.[4] Con la infusión de la justicia comienza un proceso de justificación en el que las obras ameritan mayor justificación.[5] Esta es una contribución católica crucial. Este punto de vista católico parece confundir las categorías de justificación y santificación, y coloca la santificación antes que la justificación. William Shed acierta al afirmar que “lo hombres son justificados para poder ser santificados, no santificados para ser justificados”.[6] Además, el concepto católico de la justificación infundida, o “justificación física”,[7] es un estado en el que se experimenta una remisión parcial del pecado, pues la culpa aún existe y la deuda debe ser cubierta con castigos temporales e incluso, más allá de este mundo, en el purgatorio.[8] Esto, creo yo, no le hace justicia a la Cruz.

La teología católica sostiene que la justificación es un acto transformador por medio del cual algo sobrenatural es infundido, colocado en el alma del creyente. Por contraste, la noción protestante afirma que “ser justificado” significa que Dios dice que la persona es justa al aceptar por fe la muerte sustitutiva de Cristo. Nada nuevo se infunde en el alma. Esto, me parece, le hace justicia a la Cruz.

La justificación definida por las Escrituras

La justificación llega por la fe en Jesucristo y no puede ser ganada. Pablo dice que somos “justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Rom. 3:21), pues “el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley” (vers. 28). E incluso esa fe, en si misma, no es algo que brota del corazón humano, sino un regalo que proviene de Dios (Rom. 10:17; Efe. 2:7,8). La humanidad es justificada por la sangre de Cristo (Rom. 5:9). El Calvario fue “la justicia de uno”, que condujo “a todos los hombres [a] la justificación de vida” (5:18). Dios, “al que no conoció pecado [Cristo], por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en el” (2 Cor. 5:21).

En Romanos, Pablo usa los términos justificar [dikaioo]o justicia [dikaiosune] en un sentido declarativo y no transformativo. “Abraham creyó a Dios y le fue contado [logizomai]por justicia” (Rom. 4:3), o “tomado en cuenta”. Contado o tomado simplemente significa que Abraham fue declarado o considerado legalmente justo por causa de su fe en Dios. El término “contado” significa imputación, no infusión.

La justicia imputada de Cristo hace innecesaria la infusión por medio de sacramentos u obras meritorias para alcanzar justicia. El Calvario fue un pago completo. La justicia imputada siempre halla al receptor dependiente de la justicia imputada e impartida de Cristo. Por contraste, la enseñanza de la Iglesia Católica sobre la infusión se centra en la justicia inherente y en las obras humanas. El desempeño personal y la mediación de otros (María y los santos) ocupan el lugar de la dependencia única de Cristo crucificado, resucitado e intercesor ante el Padre, en el Trono celestial.

Diferentes comprensiones

La diferencia central entre la comprensión católica y la protestante acerca de la justificación es la que existe entre infusión e imputación. Paul G. Schrotenboer escribe: “Aparte de una nueva confesión católica romana sobre justificación por fe, el concilio de Trento permanece como la mayor barrera entre los herederos de la Reforma y el catolicismo romano”.[9]

En armonía con la antigua tradición católica, la encíclica del papa Juan Pablo II Redemptoris Missio, entregada el 7 de diciembre de 1990, declara: “Dios ha constituido a Cristo como único mediador y ella misma [la iglesia] ha sido constituida como sacramento universal de salvación”. Citando el Concilio Vaticano II, la encíclica continúa, “El diálogo debe ser conducido y llevado a término con la convicción de que la Iglesia es el camino ordinario de salvación y que solo ella posee la plenitud de los medios de salvación”.[10]

El Concilio Vaticano II también detalla que, “permanecemos en él [Cristo] por medio de la Iglesia”. La iglesia es el cuerpo de Cristo, en donde la vida de Cristo “se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa y realmente a Cristo, paciente y glorificado, por medio de los sacramentos… En la fracción del pan eucarístico, participando realmente del cuerpo del Señor, nos elevamos a una comunión con él y entre nosotros mismos”.[11] La iglesia y sus sacramentos ocupan un rol central en el proceso católico de la salvación, uno que no se halla en el protestantismo.

Además, la encíclica papal hizo una declaración significativa, en la que se le confía la dirección de la iglesia y de su misión a María, una noción no compartida por los protestantes. Mientras que los protestantes sostienen que la salvación es solo por medio de Cristo, el único Intercesor y causa de la salvación, los católicos creen que la iglesia, María y los santos también cumplen un rol mediador entre Dios y los hombres. Estos tres se interponen entre Cristo y los creyentes, y a menudo transmiten la idea de que su misión, su vida, su muerte y su actual intercesión no son suficientes.

¿Quién está cambiando?

¿Se está desmoronando la barrera del Concilio de Trento? ¿O está cambiando la misión protestante del siglo XVI? Algunos líderes protestantes están preocupados. David F. Wells, por ejem pío, escribe: “El mundo evangélico, de hecho, se está desmoronando, porque las verdades fundamentales que alguna vez le daban cohesión ya no tienen el poder unificador que alguna vez tuvieron y, en algunos casos, son rechazadas de plano sin ningún reclamo posterior”.[12] Ejemplo de esto es el surgimiento de muchos movimientos exóticos que rechazan la doctrina de justificación únicamente por fe [sola fide], el fundamento sobre el cual la iglesia protestante se sostiene o cae. Guy R Waters advierte correctamente: “La iglesia está enfrentando una amenaza que ataca sus fundamentos”.[13]

Karl Barth se refirió al Concilio de Trento como uno que “habla de las buenas obras del hombre regenerado, que es tan solo un pequeño pecador que comete pequeños pecados, y que está en la feliz posición de ser capaz de crecer en la gracia de la justificación en cooperación con ella, e incluso aumentar su grado de su felicidad eterna. La consecuencia práctica de todo esto es que la miseria del hombre no se considera, en ningún modo, seria o peligrosa ya sea para cristianos o para no cristianos. Las comuniones nacidas de la Reforma no podrían reconciliarse con una iglesia que sustenta esta doctrina, y no pueden aceptar la invitación actual a unirse”.[14]

Barth continúa: “Con su doctrina de la justificación, la iglesia romana cerró la puerta a la autorreforma y se privó de toda posibilidad de tomar la iniciativa en unir la iglesia dividida. Era imposible que las iglesias evangélicas volvieran a la comunión con Roma cuando el punto decisivo en discusión fue manejado de esta manera No pudieron renunciar a la verdad por la unidad”.[15] Esta renuncia está bastante avanzada en los recientes documentos católico-protestantes en pro de alcanzar una unidad, que termina siendo superficial, contra el secularismo.

Aunque la Escritura sola fue la posición del reformador en el siglo XVI, los métodos críticos actuales son colocados sobre la Escritura por algunos eruditos protestantes, tal como el Magisterio se colocó sobre las Escrituras en el catolicismo. Cuando la Escritura no es suprema ni se interpreta a sí misma, la tradición usurpa el rol interpretativo de las Escrituras, sea en manos católicas o protestantes. Esta es una razón fundamental para la mayor armonía que existe hoy, entre católicos y protestantes, que la que había en el siglo XVL En otras palabras, el protestantismo ha cambiado.

El contexto perdido

Naturalmente, la salvación es más amplia que la justificación. El abismo entre los pecadores y el Salvador es insalvable por el lado del pecador. Se requirió que Dios tomara la iniciativa y extendiera la Cruz sobre el abismo, con tal de rescatar a los seres humanos. La salvación requiere la vida, la muerte, la resurrección y el actual ministerio del Salvador. La salvación incluye la justificación, la santificación y la glorificación final. Requiere la obra del Espíritu Santo, quien restaura la imagen de Dios dañada por el pecado.

La salvación incluye el trabajo de recrear, y solo Dios lo puede hacer. Por eso, las Escrituras hablan sobre la salvación en tres tiempos: los que “fuimos salvos” (Rom. 8:24]; aquellos que “se salvan” (1 Cor. 1:18); y aquellos que “será[n] salvos]” (Mat. 24:13). La salvación es un proceso; comienza con el nuevo nacimiento (Juan 3:3-7) y culmina con la glorificación en ocasión de la segunda venida de Cristo (1 Cor. 15:51-55). La salvación es la respuesta de Dios al problema del pecado. Ya que el pecado es el quebrantamiento de la Ley (1 Juan 3:4), lo que resulta en muerte (Rom. 6:23), Cristo murió para pagar por el pecado humano (Isa. 53:5). El Calvario no fue una mera revelación del amor de Dios, fue salvación. Al morir, Cristo mantuvo la invariabilidad de su Ley. Reveló la verdad sobre la Cruz. Esto no se aborda en el debate católico-protestante actual.

La salvación necesita ser estudiada en el contexto de la relación en la Trinidad. La salvación no es el resultado de obras meritoria humanas, como nuestros amigos romanos creen; ni es la obra de Dios que decide por decreto el destino eterno del hombre, como creen nuestros amigos reformadores. La primera posición considera la salvación como una obra humana, la segunda la ve como un decreto divino. La última se elaboró para responder a la primera. Ambas teologías necesitan considerar la salvación en el contexto relacional de la Trinidad.

La historia interna de la Trinidad relacional es un pacto eterno de amor. Entre las personas de la Trinidad se mantiene un eterno amor recíproco, de manera que cada una ama a las otras dos y, así, la Deidad ama a sus seguidores, lo que es la esencia misma de la Ley, según lo enunció Jesús (Mat. 22:37- 40). La naturaleza de Dios es amor (1 Juan 4:8-16), y su historia interna de amor trinitario demuestra que la Ley es una transcripción de su carácter. El pecado es más que quebrantar la Ley (1 Juan 3:4), es una relación quebrantada (“todo lo que no proviene de fe, es pecado” [Rom. 14:23])- El pecado quiebra la relación con la Trinidad. La salvación, por otro lado, es una restauración plena con la Trinidad. Esto significa que la relación pactual entre los seres humanos y la Trinidad refleja la relación pactual dentro de la Trinidad. De hecho, la relación pactual en la dinámica interna de la Trinidad rebasa hacia la dinámica externa entre la Trinidad y la humanidad. Los creyentes amarán a Dios y a sus semejantes al amar la Ley de Dios por medio de la comunión pactual con la Trinidad.

Por lo tanto, cuando las Escrituras declaran que la salvación es solo por fe y que no depende de las obras humanas (Efe. 2:7,8), estamos ante una verdad fundamental. La salvación es únicamente el resultado del amor y de la gracia de Dios hacia los pecadores. Debido a lo que Dios ha hecho por medio de Cristo, él nos declara justos. La justificación no es la infusión de algo en nuestra vida, ni contribuyen en algo nuestras buenas obras al proceso de la salvación. Sin embargo, una persona redimida lo es para buenas obras, no por buenas obras. Los redimidos expresarán una experiencia tal, en sus vidas, por medio de obras de obediencia. Como lo dijo Cristo, amar a Dios se revela guardando sus mandamientos (Juan 14:15). La santificación significa que “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas Cristo vive en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál. 2:20; cf. Fil. 2:13). Esto proclama la verdad sobre el Calvario.

La esencia de guardar la Ley se demuestra en la historia eterna de la Trinidad. Su amor recíproco nunca cambia, pues la Ley es inmutable como Dios. La Escritura establece que Dios no cambia (Mal. 3:6) y que “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Heb. 13:8). Por esto, la Ley fue escrita en los corazones de los creyentes tanto en el periodo del Antiguo Pacto (Deut. 5:29; 6:4; 11:13; 30:6,10; Isa. 51:7) como en el período del Nuevo Pacto (Jer. 31:31-33). La salvación siempre ha incluido la escritura de la Ley en nuestros corazones y en nuestras mentes, pues la salvación es restauración, lo que cambia a rebeldes quebrantadores de la Ley en creyentes guardadores de la Ley. La Escritura dice que los santos “guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús” (Apoc. 14:12). La importancia de guardar la Ley se pasa por alto en el debate católico-protestante.

La unión por la cual oró Cristo no es un mero empapelamiento sobre las diferencias, haciendo de cuenta que hay un acuerdo. Cristo oró: ‘Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:17). Que “todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti” (Juan 17:21). Esa es verdadera unión. La Deidad está unida en amor y en verdad. No hay otra unión que responda la oración de Cristo, o combata el secularismo, pues será, en sí misma, secular. Así pues, los líderes que estén impulsando la unión entre católicos y protestantes van por el camino equivocado, pues se apartan de la verdadera unión en vez de acercarse a ella.

Sobre el autor: Profesor de Teología en la Southern University, Estados Unidos.


Referencias

[1] Charles Colson, First Things: The Journal of Religion, Culture and Public Life (mayo 1994), p. 43.

[2] Alister E. McGrath, Christianitys Dangerous Idea: The Protestant Revolution – A History from the Sixteenth Century to the Twenty-First (Nueva York, NY: HarperCollins, 2007), p. 29.

[3] H. J. Schroeder, The Canons and Decrees of the Council of Trent (Rockford, IL: Tan Books and Publishers, 1978), p. 33.

[4] Ibíd., p. 34.

[5] Ibíd., pp. 36, 45.

[6] William G. T. Shedd, Dogmatic Theology (Phillipsburg, NJ: Presbyterian & Reformed Publishing, 2003), p. 800.

[7] Francis Turrentin, Institutes of Elenctic Theology (Phillipsburg, NJ Presbyterian & Reformed Publishing, 1994), t. 2, p. 660.

[8] H. J. Schroeder, ibíd., p. 46.

[9] Paul G. Schrotenboer, Roman Catholicism: A Contemporary Evangelical Perspective (Grand Rapids, MI: Baker, 1988), p. 66.

[10] J. Michael Miller, ed., The Encyclicals of John Paul II (Huntington, IN: OurSunday Visitor, 1996), pp. 441, 442.

[11] Walter Abbott, ed., The Documents of Vatican II (Londres: Herder and Herder Publishing, 1967), pp. 19, 20.

[12] David F. Wells, en By Faith Alone: Answering the Challenges to the Doctrine of Justification (Wheaton, IL: Crossway, 2007), p 13.

[13] Guy P. Waters, en By Faith Alone Answering the Challenges to the Doctrine of Justification, p. 32.

[14] Karl Barth, Church Dogmatics (Edinburgh: T&T Clark, 1958), t. 2, p. 498.

[15] Karl Barth, Church Dogmatics, t. 4,1, p. 626.