Hasta el siglo XIX había una sola explicación aceptada acerca del origen del hombre: el relato de la creación del Génesis. En el siglo XX el concepto evolucionista de la creación ha alcanzado una difusión casi general. Los dirigentes cristianos, en un esfuerzo por armonizar estos conceptos que son diametralmente opuestos, ‘se esfuerzan por “explicar” el Génesis, el primer libro de la Biblia, en términos de teoría que llamaron la atención por primera vez en los días de Darwin. La falta de un análisis sincero de esta coalición imposible ha conducido a uno de los más grandes desatinos intelectuales de nuestra época.
El objeto de este artículo no es reabrir el juicio de Scopes realizado en 1925, y tampoco persuadir acerca de qué es la verdad y qué es el error, su propósito es más bien demostrar que estos dos conceptos o doctrinas (el cristianismo y la evolución) son completamente antagónicos.
La evolución orgánica puede definirse como “la teoría según la cual los diferentes géneros de animales y plantas se han desarrollado de otros preexistentes a través de modificaciones en generaciones sucesivas y que todos los animales y plantas descienden de formas simples”. Los hombres de ciencia no están de acuerdo en ciertos detalles acerca de la forma como se realizó el cambio. Sin embargo, los sostenedores de la teoría de la evolución orgánica concuerdan en que todos los animales vivientes, incluyendo el hombre, se desarrollaron de un antecesor común que se originó hace millones de años.
Una definición exacta y abarcante del término “cristiano” es casi imposible. El cristianismo debe definirse primero en términos de conducta y luego en términos de doctrina. Casi todos estamos de acuerdo en que la conducta cristiana significa la observación de la regla de oro. Sin embargo, no tiene sentido clasificar como cristianas a todas las personas que llevan una “buena” vida, porque muchas de ellas son ‘ateas o agnósticas.
El diccionario define la palabra cristiano como “el que pertenece a cualquiera de las religiones que aceptan la divinidad o la dirección de Cristo”. Podríamos decir que el cristianismo es la religión de una persona que profesa o acepta las enseñanzas de Cristo. De esta manera la palabra “cristiano” denota una reverencia o lealtad hacia Cristo. En consecuencia, por definición, el que no honra a Jesucristo no tiene derecho de llamarse cristiano. Aunque la mayor parte de los cristianos están unidos a una iglesia organizada, ésta no es una regla sin excepciones.
Muchas organizaciones, y las iglesias cristianas en particular, respetan en cierta medida la Biblia, y especialmente el Nuevo Testamento. Los autores de los Evangelios son particularmente reverenciados porque hablan de la vida, el carácter y las enseñanzas de Cristo. Examinemos por lo tanto su punto de vista sobre la creación.
Lucas, el médico, en su Evangelio traza claramente la genealogía de Cristo (Luc. 3:23-38). Las palabras “hijo de Matusalén… hijo de Enoc, hijo de Set, hijo de Adán, hijo de Dios” no dan cabida a la especulación en lo que se refiere al origen de la humanidad. Si Adán fue el padre terreno de Cristo, es lógico inferir que también fue el padre de la humanidad.
En Marcos 10:6, 7 Cristo hace referencia a la creación del hombre según se registra en el Génesis: “Pero al principio de la creación, varón y hembra los hizo Dios. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer”.
El apóstol Pablo, quien más que ningún otro hombre ha causado un enorme impacto en el pensamiento y en la filosofía de la iglesia cristiana primitiva, también enseña que la humanidad se originó de un solo hombre, de Adán. Todo el capítulo 5 de Romanos habla del pecado y de su perdón mediante la sangre de Cristo. En el versículo 12 se asocia la entrada del pecado en el mundo directamente por Adán. En ese capítulo se habla de Adán no menos de diez veces. Pablo también se refiere a Adán en 1 Corintios 15:22, 45 y también en 1 Timoteo 2:13, 14.
En Santiago 3:9 y Judas 14 se encuentran evidencias adicionales acerca del origen del hombre. Forzosamente tenemos que concluir que estos escritores apostólicos estaban en armonía con Lucas y los otros autores evangélicos. En el Nuevo Testamento, los nombres de Eva y de sus dos hijos, Caín y Abel, aparecen varias veces; Noé y el diluvio figuran nueve veces. Aproximadamente veinte de las cincuenta referencias bíblicas a la creación se encuentran en el Nuevo Testamento. ¿Quién puede sostener honradamente que estos escritores bíblicos pensaron que la humanidad se había originado de una larga serie de gérmenes, moluscos y cuadrúpedos?
Podríamos preguntar: “¿No pudo acontecer que estos escritores cristianos hayan estado sinceramente equivocados? ¿No habrán tenido esos conceptos a causa de la falta de conocimientos científicos de ese tiempo?” Todo lo contrario, tenemos evidencia indirecta de que Jesucristo se esforzó por dar pruebas adicionales sobre la teoría de la creación. Para comprobar esta hipótesis, retrocedamos diecinueve siglos con nuestro pensamiento y entremos en el pueblecito de Judea, Betania. Encontramos a dos hermanas que lloran a un hermano muerto cuatro días antes. Según el relato de Juan 11, Cristo entró en escena. Después de consolarlas y animarlas llevó a cabo uno de sus mayores milagros. Rodeado por una hueste de testigos, resucitó a Lázaro que estaba muerto.
Al resucitar a Lázaro, Cristo llevó a cabo un acto de creación. En apoyo de esto, refirámonos a la complicada maquinaria fisiológica que es el hombre. ¿No está el hombre compuesto de materia, cuya unidad básica es el átomo? La disposición y el número de los protones, neutrones y electrones produce variaciones con lo cual origina los diferentes elementos químicos. Estos átomos son estructuras relativamente sencillas. Cientos de miles de estos átomos pueden unirse para constituir una sola molécula. Sin embargo, en la formación del cuerpo de un animal, una molécula de proteína sigue siendo insignificante. Cientos o millones de estas moléculas, juntamente con otros compuestos, constituyen la célula viviente, que es la unidad biológica básica. A su vez, miles y millones de células se unen para formar un órgano. Los órganos especializados, cada uno de los cuales desempeña una función característica, constituyen el cuerpo.
¿Qué constituye la vida? Hasta ahora la vida no ha sido sintetizada. Los hombres de ciencia creen que. la vida se produce en algún punto entre el estado de molécula y de célula. La materia orgánica viva, además de su enorme complejidad, no se desarrolla espontáneamente. En condiciones naturales, ésta ha resultado de un lento proceso de crecimiento.
La muerte, en contraste con la vida, es un fenómeno espontáneo; en ella todos los procesos vitales se detienen en poco tiempo. La estructura viviente bien coordinada y compuesta por incontable número de unidades especializadas, en la muerte queda reducida a un conjunto desorganizado de moléculas. Los órganos y las células conservan únicamente las formas de lo que anteriormente constituyó una vibrante unidad en funcionamiento. En pocas horas los productos de la lisis y de la necrosis dan cuenta de lo que antes fue un hermoso cuerpo orgánico. Desde el punto de vista del bioquímico, estas moléculas malolientes tienen poca o ninguna semejanza con el organismo que constituyeron poco tiempo antes.
Volver las cosas a su estado original constituye una hazaña que escapa a las posibilidades de los más audaces hombres de ciencia.
Formar una célula viva a partir del material inerte es algo en lo que casi no se puede pensar, y no digamos nada de la creación de un órgano en funcionamiento como el hígado o el riñón. Añadamos a esto la compleja formación de huesos el sistema vascular, etc., que funcionan controlados por centros racionales y emocionales del sistema nervioso autónomo. Producir un cambio espontáneo en ese sentido es verdaderamente una nueva creación.
En el relato de Lázaro, que aparece en Juan 11, Jesús indicó claramente que tenía el poder de resucitar a un hombre muerto. Jesús dijo: “Yo soy la resurrección y la vida”. El próximo paso lógico es éste: Si Cristo se identificó a sí mismo claramente con la resurrección y la vida, y reclamó para sí poder para resucitar, cuál es en el nombre de la razón, la base para aceptar la teoría de que una masa de restos necrosados nauseabundos pudo resucitar para constituir un hombre vivo, y a pesar de eso rehusar creer que Dios haya podido crear a Adán del polvo de la tierra. Verdaderamente, la filosofía de la iglesia cristiana primitiva se basaba en la fe antes que en la aceptación ciega del folklore o de las historias tradicionales.
Supongamos por un momento que Lázaro no haya estado muerto, sino únicamente en estado de coma, y que la voz de Cristo lo haya despertado de su inconsciencia. La persona que intente “explicar” la resurrección de Lázaro de esta forma, coloca a Cristo en la posición de ser un mentiroso y un engañador de la peor clase. La misma voz que proclamó: “Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad”, también dijo enérgicamente: “Lázaro ha muerto” (Juan 11:14). Un análisis lógico y sincero de la evidencia que hemos dado puede conducir únicamente a una u otra de estas dos conclusiones: 1) Cristo fue un impostor; 2) Cristo creó a un ser vivo. Los que a sí mismos se denominan cristianos, podrían meditar con provecho en estas palabras: “Ignoráis las Escrituras, y el poder de Dios” (Mar. 2:34).
Consideremos ahora la evidencia que ha sido presentada. La Biblia muestra que la creación fue un hecho. Para algunas personas, la acusación de no ser cristianas es un insulto de la peor especie, y sin embargo ellos mismos consideran una ridiculez no creen en la evolución. Objetivamente, esos dos conceptos no tienen nada en común, y, sin embargo, la mayor parte de los cristianos, se adhieren a ambos. ¿Por qué existe esta situación?
La psicología da la respuesta. Todos los miembros del reino animal escapan del peligro. El ser humano no es una excepción; sin embargo, debido a su inteligencia, el homo sapiens hace frente a los peligros mentales con algunas astutas estrategias mentales. La mente tiene ciertos métodos característicos de enfrentar los peligros y evitar las situaciones desagradables. En consecuencia, es de esperar que la mente en el cumplimiento de sus funciones naturales se esfuerce por obtener los beneficios del cristianismo sin aceptar sus responsabilidades. Los caminos que sigue la mente para llegar a esta condición de seguridad son comunes para todos, y son fácilmente reconocibles cuando se los señala. En ese caso actúan la proyección y la racionalización.
La evolución le ofrece al cristiano la posibilidad de evitar su responsabilidad personal. Sea que recorramos el polvoriento camino o que nos sentemos entre las enormes columnas de una catedral, todos estamos conscientes de tener un conflicto. Los textos bíblicos, los sermones que se predican en todos los púlpitos y cada reunión de las congregaciones cristianas constituyen una evidencia de ese conflicto entre el bien y el mal. En resumen, todos los críspanos estamos empeñados en mayor o menor grado en combatir a un enemigo común cuyo nombre es pecado.
¿Qué es el pecado? Aunque resulta difícil definirlo, todos sabemos en qué consiste. El pecado, en su forma más depravada, nos causa repugnancia y horror; cuando adopta una forma menos evidente, es apoyado por algunos y condenado por otros. Un pecador, por voluntad propia, puede dejar de serlo y convertirse en un santo. Por su parte, un santo puede elegir convertirse en un pecador. En esta elección interviene el bien contra el mal, y el ejercicio del dominio propio en la abstinencia del pecado personal es un blanco propuesto por todas las confesiones. Esto coloca sobre el cristiano un sentido de responsabilidad que no puede ser compartido por otros miembros del reino animal.
Notemos la paradoja psicológica a la que la evolución ha conducido al mundo cristiano. El hilo de la razón no es demasiado fuerte, y sin embargo claramente conduce al evolucionista cristiano a un dilema embarazoso. El homo sapiens, al sostener que es el resultado de la evolución de los braquiópodos y peces pulmonados realizada en millones de años, se ha colocado en una posición defendible que hace difícil que Dios pueda apuntarle su dedo y preguntar: “¿Por qué lo hiciste?”
Si suponemos que la humanidad actual es racional y responsable ante un Dios supremo, ¿podemos decir lo mismo de nuestros padres, abuelos, antecesores de la Edad Media, del tiempo del Imperio Romano o de la antigüedad? Lógicamente, estamos obligados a contestar afirmativamente. Según la evolución, en algún período anterior al de los egipcios y babilonios antiguos, las formas superiores de primates adquirieron el concepto de pecado. Desarrollaron la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, y así pudieron discernir el pecado. Verdaderamente, la evolución minimiza el pecado porque lo atribuye únicamente como resultado de la herencia animal. No es culpa del hombre el que sea pecador, es simplemente su desgracia.
La teoría de la evolución orgánica hace mucho énfasis en los largos períodos de tiempo. Considera que la vida actual es el resultado de cambios ocurridos durante millones de años. Prácticamente todos los libros de ciencia de las escuelas públicas enseñan la teoría de la evolución atribuyéndole la misma autoridad que tiene un hecho histórico comprobado, tal como el descubrimiento de América. Paradójicamente, los mismos estudiantes que aprenden el concepto evolucionista de la remota antigüedad en nuestro planeta, deben ceñirse a un código moral y social que tiene como base los Diez Mandamientos. ¿Cómo puede enseñársele a un adolescente que Dios no quiere que matemos o robemos o cometamos adulterio, si al mismo tiempo se niega la declaración de ese mismo documento bíblico que dice: “Porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay” (Exo. 20: 11)? ¿No es ya hora de que descartemos la teoría según la cual los Diez Mandamientos no tienen validez?
¿Por qué tantos cristianos tratan de llevar la cruz de Cristo en sus hombros mientras descansan a la sombra del árbol de la familia de los primates? El agnóstico tiene la respuesta a esta pregunta. Dice que no sabe si acaso Dios existe ni tampoco cómo se originó el universo. Además, presenta cuidadosas excusas diciendo que nadie más puede saberlo. Es como si el agnóstico dijera: “Nadie es más inteligente que yo. Si Dios no existe, no se ha revelado a ninguno porque no se me ha revelado a mí. ¿Quién podría ser más digno que yo de que Dios se le revele?” El cristiano evolucionista, ¿no está siguiendo más o menos la misma forma de razonamiento? Sus acciones dicen: “Jesucristo es un buen Dios y dirigente, pero no puede ser culpado porque no sabía lo que iba a acontecer; después de todo él no vivió en la esclarecida época científica en la que nosotros vivimos”. Los cristianos aceptan a Jesucristo como su Señor y Maestro; el dios de los evolucionistas es su propia interpretación intelectual de la experiencia. Quienquiera que intente consolidar esos dos conceptos en realidad no ha aceptado ninguno.
Todos los cristianos han oído hablar de la “redención”. C. C. Foss, dice: “Debajo de toda la arcada de la historia bíblica, a través de todo el gran templo de las Escrituras, repercuten estas dos expresiones: el hombre está arruinado, el hombre está redimido”. Si el hombre es un producto final, un ente biológico que se ha formado a sí mismo, entonces, ¿a quién vino a redimir Jesucristo?
La honestidad intelectual no puede aceptar un servicio de labios al cristianismo mientras al mismo tiempo se honra a una filosofía que ha llegado a ser la columna dorsal del comunismo. La creación y la evolución son posiciones diametralmente opuestas. El hombre de Cro Magnon y Adán no tienen absolutamente nada en común. No importa qué esfuerzos se realicen por distorsionar los hechos, es imposible hacer que Moisés y Darwin se reconcilien.
La lógica y la ética necesitan el apoyo del razonamiento sólido cuando se trata de la aceptación de una religión. Una filosofía religiosa nunca ha sido probada por los hechos objetivos y la evolución no es una excepción. Dejemos de engañarnos a nosotros mismos y aceptemos por fe la filosofía del cristianismo o aceptemos por fe la teoría de la evolución.
Sobre el autor: Profesor de la Universidad de Loma Linda