La religión de Cristo ejemplificada en la vida diaria de sus seguidores, ejercerá diez veces más influencia que el sermón más elocuente.” (“Counsels on Health,” pág. 289.) Con estas palabras la sierva del Señor se refirió a la mayor de las influencias individuales en la obra de ganar almas en los sanatorios—la influencia diaria del obrero.

Otra declaración igualmente enfática la encontramos en la página 278 del mismo libro: “No son los edificios grandes y costosos; no son los ricos muebles; no son las mesas cargadas de manjares, que le darán a nuestra obra influencia y éxito. Es la fe que obra por amor y purifica el alma; es la atmósfera de gracia que rodea al creyente.”

Es verdad que la limpieza y los alrededores atractivos y el buen alimento desempeñan una parte importante en la vida de los enfermos, pero más efectiva es la “atmósfera de gracia” producida por la vida de los obreros.

En el Sanatorio de Wáshington hemos comprobado con frecuencia los efectos de la bondad de los obreros y de la atmósfera agradable que reina dentro de la institución.

Hace varios meses un hombre de negocios de éxito ingresó en el Sanatorio. Había recibido dos golpes: tenía las articulaciones doloridas e hinchadas a causa de la artritis; y estaba desanimado y deprimido por su fracaso en el matrimonio. Estaba tan embargado por las preocupaciones, que no sabía, ni le interesaba, dónde lo habían llevado sus familiares para que recibiera atención médica. Con el transcurso de los días y las semanas, el enfermo se aventuró por los pasillos y salas, y trabó amistad con los demás pacientes.

Con el tiempo se inició una serie de estudios bíblicos. Cierto día me dijo: “Mi vida estaba dedicada a los negocios y a ser un éxito en el mundo de las finanzas—tal vez en gran parte debido a la infelicidad de mi vida matrimonial. Traté de compensar esta desgracia con las actividades sociales. Frecuenté los clubs, jugué al golf y asistí a las fiestas. Ahora todo ha cambiado. Deseo dedicar mi vida a Dios. La bondad de estas personas me ha vencido, y quiero ser como ellas. Pero ¿cómo puedo saber si Dios me aceptará?” A medida que pasaban los días, necesitaba que le repitieran con frecuencia que Dios perdona. Aprendió a orar; y me contó que dedicaba su vida a Dios cada vez que oraba. Estaba ansioso de continuar aprendiendo más acerca de la verdad cuando regresó a su hogar.

Tenemos a un judío que ha venido por segunda vez dentro del año. Resumió sus problemas en estas palabras: “Sé que no es curación física lo que necesito; es mi alma la que necesita algo.” Volvió al Sanatorio porque pensó que ahí podía encontrar ayuda espiritual. Había estado leyendo algunos libros de carácter espiritual, entre ellos: “La Paz de la Mente,” de Josué Liebman. Dijo que el inconveniente que tenía con todos los libros que había leído, era que apelaban a su intelecto, pero le dejaban frío el corazón. Cuando comenzó a leer Patriarcas y Profetas,” recibió la inspiración que buscaba.

Esta persona había sido educada en un bogar ortodoxo, pero había rechazado la religión a causa de las inconsistencias y las tradiciones ilógicas que prescribía. Durante los estudios bíblicos que recibía hacía preguntas como éstas: “¿Quién es el Cordero del cual se habla con tanta frecuencia?” “¿Cuál es la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento?” “¿Contradice el uno al otro?” “¿Cómo pueden los judíos rechazar a Cristo cuando el Antiguo Testamento contiene tanto acerca de él?” Otra pregunta que formuló fué la siguiente: “En los cultos de la tarde veo que asisten personas que sufren realmente—algunas son inválidas. Cuando el capellán ora, a menudo habla del amor de Dios por ellas. ¿Cómo puede decir que Dios las ama, cuando ahí están, en una condición tan desesperada?”

Está admirado por la armonía que existe en las Sagradas Escrituras; y la esperanza de una vida verdadera, una vida eterna, le está infundiendo nuevo ánimo. Se ha despojado de todo prejuicio y se ha tornado muy receptivo.

Cierto día, cuando estábamos por comenzar un estudio bíblico, manifestó que había algo que deseaba discutir primero. Se había enojado tres veces esa mañana—con su doctor, con un amigo y con su esposa. Quería saber qué debía hacer para remediar el mal. Una vez que hubimos hablado de la confesión y el perdón, me dijo: Ya ve Ud. que esto está cambiando mi manera de pensar y de vivir. Hasta ahora, nunca habría admitido que estaba equivocado. De hecho, habría procurado justificar lo que había dicho o hecho.”

Estoy pensando en otro paciente—una mujer que se hizo adventista hace unos quince años, y abandonó la verdad porque creía que no sería capaz de soportar la oposición que le hacía su esposo. Su corazón permaneció en el mensaje, aun cuando ella no se había mantenido en contacto con la iglesia.

Hace unos tres meses internaron a su esposo, que debía someterse a una intervención quirúrgica. Y hace una semana, ella misma quedó hospitalizada para recibir atención médica. No bien hubo llegado, solicitó estudios bíblicos para su esposo. Creía que ésta era la oportunidad de tocar su corazón; me pidió que fuera durante las horas de visita, cuando su esposo podía estar con ella. Cuando llegué donde estaban y ella le manifestó que iban a tener un estudio bíblico, él tomó su sombrero y se dispuso a salir, diciendo: “Tengo que retirarme, porque debo hacer una diligencia antes de irme a casa.” Pero se quedó, a instancias de la esposa. Cuando el estudio hubo terminado, preguntó: “¿Cuándo vendrá otra vez? Esto me interesa.”

Estos tres ejemplos que hemos citado representan personas de creencias diferentes—una es protestante, otra es judía y una tercera es católica romana. Sin embargo cada una ha sido alcanzada por la verdad y está reaccionando ante la atmósfera de bondad e interés con que las rodean quienes ministran sus necesidades en los momentos de enfermedad.

Sobre la autora: Instructora Bíblica del Sanatorio de Washington.