Ni la grandeza institucional, ni el prestigio mundano, ni la abundancia financiera. Dios tiene otro criterio para medir el éxito de su iglesia y de su ministerio.
En nuestra comunidad, un grupo de creyentes se reúne cada lunes por la noche para estudiar la realidad del Espíritu Santo y orar implorando su derramamiento. Las instituciones locales de la iglesia son grandes, prósperas y florecientes. Hay cinco iglesias expresivas en la comunidad. Ante esto, ¿será necesario seguir orando por el derramamiento del Espíritu Santo? Por otro lado, ¿es el éxito fruto de la obra del Espíritu Santo? ¿Qué es verdaderamente el éxito?
La empresa Mac Donalds, Shell, las organizaciones bancarias, o tantas otras instituciones o empresas exitosas no tienen reuniones de Directorio para pedir la bendición del Espíritu Santo; de hecho, hay empresarios exitosos que hasta son ateos. La pregunta que surge es: si ellos no lo necesitan, ¿por qué sí nosotros?
Las diferentes iglesias cristianas han luchado, y luchan, por lograr éxito en el desarrollo de su misión. Dean Kelley hace un profundo análisis del fenómeno ocurrido en la mayoría de las iglesias protestantes en los Estados Unidos en la década de 1960, cuando la feligresía, que había venido creciendo en forma constante, comienza a decaer. “En cada una de las diferentes denominaciones, la fuerte curva ascendente se debilita, vacila y cae como un cohete apagado”.[1]
Kelley lo ilustra con gráficos que son clarísimos. No solo hubo una caída en la feligresía, sino también en cuanto a la construcción de templos, publicaciones y envío de misioneros. Y el factor más dramático fue la caída en la credibilidad de las iglesias. Una estadística mostrada en la página 10 indica que, en 1957, un 14% de los consultados creía que la religión estaba perdiendo influencia. Los años siguientes muestran un aumento gradual de esta tendencia: 31% en 1962, 45% en 1965, 57% en 1967 y un 67% en 1968. ¿Cuál será la situación en estos días?
Lógicamente, este fenómeno asustó a muchos líderes, quienes se dedicaron a buscar soluciones. Kelley cuenta de una reunión a la que asistió, en la que se buscaban soluciones para revertir esa situación. Entre las sugerencias presentadas estaban desde bailes hasta un mayor ecumenismo; desde luchas por la justicia social hasta bajar las normas.
Iglesia-empresa
De hecho, muchas soluciones han sido probadas desde entonces, y se siguen probando hasta hoy. Un predicador puertorriqueño sintió que el hombre moderno deseaba más dinero y más cosas materiales, por lo tanto, comenzó a predicar un mensaje, que basó en que la riqueza es una bendición de Dios y la pobreza es su maldición. Durante una de sus predicaciones, llamó a la plataforma a su secretaria, adornada con todo tipo de joyas y vestimenta costosa, y la mostró como un ejemplo de las bendiciones divinas; por supuesto que él tenía una costosa mansión… producto de las jugosas ofrendas que pedía a empresarios “para que su empresa prosperara”. Mucha gente lo seguía, atraída por la posibilidad de hacerse rico. Cristo, la salvación eterna, la realidad del pecado y otras verdades fundamentales de la fe cristiana estaban ausentes de su mensaje. Esa era su idea del “éxito” de su iglesia-empresa.
En este momento, un fuerte movimiento religioso está reuniendo a miles de personas en varios países. Al parecer, han hecho un “estudio de mercado”, buscando cuáles eran las preocupaciones, las necesidades o los problemas del hombre común. Encontraron que el sufrimiento propio de la vida moderna agitada y el anhelo de riquezas eran dos deseos fuertemente acariciados, e idearon un “evangelio” destinado a atraer a quienes los deseaban.
Cualquier estudioso que se dé el trabajo de analizar sus predicaciones, descubrirá que no está presente en su “evangelio” el verdadero evangelio. El pecado no existe; Cristo y su salvación son secundarios o superfinos; la vida eterna no cuenta. Los testimonios son de solución de problemas, curación de enfermedades, alivio de dolores, dejar de sufrir. Las propuestas se basan en el aquí y ahora. A pesar de una aparentemente fuerte espiritualidad, los fines están orientados al mayor interés personal, mercantilista, y hasta egoísta.
Samuel Escobar, al hablar de las “megaiglesias”, a las que llama también “paracristianas”, surgidas en Latinoamérica y que son dirigidas por líderes autoritarios, menciona los “escándalos sexuales y financieros” que se han presentado en varios países. Según él, eso “ha demostrado los peligros de una forma autoritaria de liderazgo que no tiene control ni directivas claras de rendimiento de cuentas”, y agrega que muchos pastores “se ven tentados a adoptar este estilo autoritario, cediendo así a la propaganda que dice que es la única manera de conseguir crecimiento numérico y éxito financiero”.[2] ¿No son estos dos objetivos propios de una empresa?
Se han probado métodos muy diversos como el uso del rock, el baile, el drama, la lucha armada para implantar un tipo de justicia social, culto “celebración”, neopentecostalismo y muchos otros. La Iglesia Adventista no está inmune a estos peligros. Necesitamos permanecer alertas.
Lecciones de nuestro pasado
¿Es ése el éxito que el Señor desea para su iglesia? Algunos reúnen multitudes y otros amasan fortunas millonarias. ¿Es la iglesia un club, una sociedad o una empresa? ¿Cuál es su verdadera misión y cómo se mide su verdadero éxito? No se mide la temperatura con un metro o las distancias con una balanza. Las multitudes que asistan, o el dinero recogido no son, necesariamente, una señal de verdadero éxito en las dimensiones divinas. En ese caso, los conjuntos de rock o los musulmanes nos ganan.
Pero, sin entrar en esos métodos espurios de medir, hay otras maneras que pueden mostrar un éxito loable, pero secundario, y son un peligro latente para la Iglesia Adventista también. Mencionemos, por ejemplo, nuestras instituciones. La iglesia puede sentirse sanamente orgullosa, o al menos satisfecha, al considerar las instituciones médicas que están esparcidas por todo el mundo. Muchas de ellas han sido pioneras en el cuidado de la salud y muestran un altísimo nivel científico, profesional y de trato al paciente. “Al ver el sanatorio desde lejos, mientras voy llegando, ya comienzo a sanarme”, me decía una señora. El trato del personal, la rapidez con que podía completar sus exámenes médicos, el confort de la institución, el parque que la rodea, todos eran elementos que contribuían a su curación. Y, lógicamente, las oraciones elevadas en su favor por el personal que la atendía producían un efecto altamente curativo.
Pero, ¿alcanzarán todas nuestras instituciones médicas ese nivel profesional y misionero? Algunas pueden ser una rémora que perjudiquen el avance de la misión que nos corresponde cumplir. De hecho, en la División Norteamericana se han cerrado muchas instituciones médicas por haber llegado a ser una carga y no producir los frutos que se esperaba de ellas. El más grande sanatorio de Europa, ubicado en Skodsborg, Dinamarca, fue cerrado después de muchos años de intensa labor.
Una ilustración de ello es el hospital de Battle Creek, en manos del Dr. Kellogg. Nadie discutía la calidad profesional ni el impacto público que ejercía. Personalidades de la política, de los negocios, del arte acudían a ser tratados allí. La prosperidad del plan era evidente. El éxito en materia de finanzas, prestigio y movimiento de pacientes era indiscutible. Sin embargo, la institución fue creada con un plan, que fue gradualmente puesto a un lado por ideas ajenas a los objetivos iniciales. Según la Enciclopedia adventista, la institución original debía “ser administrada en el espíritu de servicio y humildad, y debería siempre ser mantenida de manera que se note claramente la diferencia con una institución secular”.[3]
Lamentablemente los consejos no fueron atendidos y la institución terminó en bancarrota financiera y tuvo que ser vendida al gobierno de los Estados Unidos por sus ahora propietarios, para afrontar las muchas deudas contraídas con las construcciones y al enfrentar la gran crisis de la década de 1930. Finalmente, el Dr. Kellog, cuando tenía 90 años de edad, entabló una demanda en contra de la Asociación General. Por pedido de líderes civiles de la ciudad, el Sanatorio volvió al control de la organización en 1957 y funciona ahora de acuerdo con los objetivos originales, en otro edificio.
Enfatizamos la expresión: “Que se note claramente la diferencia con una institución secular”. Para Kellogg, el éxito consistía en edificar más y más lujosos edificios, tener fama, y mostrar su grandeza como cirujano e inventor. Estos objetivos fueron alcanzados, pero una institución creada por voluntad de Dios, y con fines definidos, totalmente ligados a los principios de la iglesia, no puede considerar esos parámetros como demostración de total éxito. Eso equivaldría a tratar de medir la temperatura ambiente con un metro.
Lo mismo podría decirse de otras instituciones de la iglesia en las áreas de educación, fábricas de alimentos, casas editoras, ADRA, planes de salud, y aun de una iglesia local. El éxito se mide por el grado de cumplimiento de la misión encomendada por Dios a su iglesia. Las instituciones no son un fin en sí mismas, sino un apoyo muy valioso para el cumplimiento de la misión. Sin embargo, si ellas funcionan solo como empresas seculares, en lugar de ser una ayuda pueden ser una carga. Eso no significa que no se las deba manejar con las normas y los principios administrativos que deben regir una institución sólida. El punto es que ellas existen con una misión definida, que no es comercial, y que si no la cumplen o ayudan a cumplir no tienen razón de existir.
En el caso del Colegio de Battle Creek, dirigido por personas que no tenían en vista la verdadera misión, Elena de White aconsejó: “Si ha de sentirse una influencia mundana en nuestra escuela, vendámosla a los mundanos, dejémoslos encargarse de toda la dirección; y los que han invertido sus recursos en esa institución establecerán otra escuela, que será dirigida, no según el plan de las escuelas populares y según los deseos del director y los maestros, sino de acuerdo con el plan que Dios ha especificado”.[4]
Jugando con fuego
Ralph Neighbour se refiere en forma dura al proceso que se nota en ciertas denominaciones, con estas palabras: “¿Por qué un amor natural y poderoso en favor de los inconversos ha sido distorsionado en la iglesia contemporánea? La presión por aumentar las finanzas, la desesperación por ver aumentar la feligresía y la preocupación por el tamaño de los edificios han facilitado el abandono de los objetivos espirituales en favor de las preocupaciones materiales que presionan a la institución. Como resultado, hay un profundo cinismo entre los no convertidos o los que no tienen una iglesia”.[5]
Ese cinismo, explica Neighbour, hace que mucha gente rechace todo lo que tiene que ver con la institución llamada iglesia. Lo que se espera de una iglesia es fe, esperanza, seguridad, consuelo, salvación eterna. Cuando la iglesia no los provee, cae en descrédito y es rechazada. Tal vez sea esa la causa por la que algunas iglesias hayan caído en el proceso de la década del 60, presentado por Kelley. Habían perdido el rumbo.
Este análisis podría ser aplicado también a otros elementos de la vida de la iglesia. Tomemos, por ejemplo, la labor de un pastor.
Un pastor puede ser un verdadero ministro o un empresario cuya meta sea aumentar el número de bautismos. Hagamos una diferencia entre un bautismo y un alma salvada. Por lo general, coinciden los dos términos, pero pueden ser diferentes: cuando la preocupación es su prestigio ante las organizaciones superiores o cuando, a sabiendas, bautiza a alguien que sabe que no podría hacerlo a conciencia, o cuando abandona al recién bautizado porque debe buscar nuevos números para su informe, sin duda es un simple empresario. Aún más serio que eso: estará jugando con un fuego sacratísimo, lo que es muy peligroso.
¿Cómo podría explicarse el caso de aquel pastor que oficiaba en un bautismo o en una Santa Cena, o dirigía una campaña de evangelización mientras estaba viviendo en flagrante pecado? ¿O aquel administrador que predicaba la vida cristiana mientras era deshonesto en el manejo de las finanzas? No son novedad estos casos, porque Judas participó de la Cena mientras negociaba la entrega de Cristo; o David, que vivía un doble y vil pecado mientras gobernaba en nombre de Dios al pueblo de Dios.
La acción del Espíritu Santo
Neighbour declara que “el crecimiento de la feligresía es siempre un subproducto de la calidad de vida de la iglesia y una obra totalmente del Padre, no de la promoción”.[6]
El Espíritu Santo debe estar presente en la vida de la iglesia en todas sus expresiones, sean una iglesia local, una entidad de administración eclesiástica, una institución de cualquier tipo, un ministro o un empleado en tareas no ministeriales directas. Debe estar presente, básicamente, de dos maneras:
El fruto del Espíritu. La verdadera experiencia cristiana está marcada por un antes y un después. El “antes” era la vida “sin esperanza y sin Dios”, y el “después” la vida transformada por el Espíritu Santo. Saulo-Pablo, ejemplo clarísimo de esa experiencia, la vivió cuando tuvo un encuentro con Cristo que le cambió radicalmente el rumbo de su vida. Por eso habla tan claramente de la necesidad de un paso de la naturaleza camal a la espiritual. En Romanos 6 habla de “muertos al pecado”, de pasar de “esclavos del pecado” a “siervos de la justicia”. En Romanos 8, habla de “los que están en Cristo Jesús, que no andan conforme a la carne sino conforme al Espíritu”. Al escribir en el capítulo de Gálatas 5, contrastó las “obras de la carne” con el “fruto del Espíritu”.
Por lo tanto, todo el que participa de la obra de la iglesia y, más aún, todo aquel que ha dedicado su vida a ella, debe haber experimentado esa obra del Espíritu Santo en su vida. No se es un profesional de la predicación o de la enseñanza, de la salud o de la obra de publicaciones: todo aquel que se ha dedicado a la obra de la iglesia debe ser un testigo de la obra sanadora y transformadora del Espíritu de Dios. Eso no significa perfección, que solo la tiene Dios, pero sí una vida que sea un testimonio vivo de que un ser humano pecador puede ser cambiado: su hogar lo testifica, sus intereses en la vida también, así como su honestidad, dedicación y transparencia. El que simplemente está porque tiene un salario asegurado, no es digno de ser parte del “cuerpo de Cristo”. Es un empresario en un lugar que no corresponde.
Los dones del Espíritu. La Palabra de Dios afirma claramente que Dios llama a individuos para que sean sus mensajeros. Los casos de Moisés, Elias, Isaías, Jeremías y once de los discípulos de Jesús son clarísimos. Un hecho curioso es que la mayoría de ellos no se sintieron dignos del llamamiento: Moisés dijo “Ay Señor, nunca he sido hombre de fácil palabra, ni antes ni desde que tú hablas a tu siervo, porque soy tardo en el habla y torpe de lengua” (Éxo. 4:10). Isaías dijo: “Ay de mí que son muerto, porque siendo hombre inmundo de labios […]” (6:5). Y Jeremías respondió al llamado diciendo: “No sé hablar, porque soy niño” (1:6).
Sin embargo, llegaron a ser grandes hombres porque Dios les concedió los preciosos dones del Espíritu, haciéndolos apóstoles, profetas, maestros, obradores de milagros, sanadores, ayudantes, administradores, (1 Cor. 12:28). De Judas se nos dice: “El Salvador no rechazó a Judas. Le dio un lugar entre los doce”.[7] Pero no quiso recibir el fruto del Espíritu, pues “Judas no llegó al punto de entregarse enteramente a Cristo. No renunció a su ambición mundanal o a su amor al dinero”.[8] Ni aceptó los dones del Espíritu: “Judas […] no se dejó modelar por la acción divina. Creyó que podía conservar su propio juicio y sus opiniones, y cultivó una disposición a criticar y acusar”.[9]
Judas, por lo tanto, fue una deshonra para la causa de Cristo. En cambio, Pedro, con todas sus imperfecciones, permitió que Cristo obrara en él, lo transformara y lo capacitara. Para ser lo que llegó a ser. El rudo pescador, transformado por el Espíritu y equipado con los dones del Espíritu, fue instrumento para que tres mil personas aceptaran el mensaje de salvación, ¡mediante un solo sermón!
Hoy, el poder del Espíritu Santo está dispuesto a modelar a quienes se dedican a la labor de la iglesia en todos sus niveles. La promesa es: “[…] el poder vivificador del Espíritu Santo, que procede del Salvador, llena el alma, renueva los motivos y afectos, somete hasta los pensamientos para que obedezcan la voluntad de Dios, y capacita al que lo recibe para producir los preciosos frutos de las acciones santas”.[10]
Ese poder lo necesitan no solamente los ministros de la predicación o la evangelización, sino también lo necesitan los administradores, quienes trabajan en las instituciones, y también los laicos. La iglesia no es como Shell, Mac Donalds o cualquier institución bancaria. La iglesia es “el cuerpo de Cristo”. Su labor no es de promoción ni de ganancias financieras, sino de aplicación de los méritos de Cristo a un mundo que se debate en las garras del pecado. Su éxito no se mide con parámetros mundanos sino celestiales. Usa promoción, tiene instituciones, tiene un sistema administrativo eficaz, porque fue establecida por inspiración. Pero esas son las herramientas, los medios para alcanzar un fin: la salvación del pecador.
Sobre el autor: Ex secretario ministerial de la División Sudamericana, jubilado, reside en la Rep. Argentina.
Referencias
[1] Dean M. Kelley, Why Conservative Churches are Growing [Por qué las iglesias conservadoras están creciendo] (Nueva York: Harper and Row Publishers, 1972), p. 2.
[2] Samuel Escobar, “Los evangélicos en América Latina”, Apuntes Pastorales, Volumen XXII-1, p. 13.
[3] Para una historia mas completa acerca del tema, ver Enciclopedia adventista del séptimo día, artículos “John Harvey Kellogg” y “Sanatorio de Battle Creek”.
[4] Elena G. de White, Consejos para maestros, padres y alumnos (Buenos Aires: Casa Editora Sudamericana, 1948), p. 71.
[5] Ralph Neighbour, The Seven Last Words ofthe Church [Las últimas siete palabras de la iglesia] (Gran Rapids, MI.: Zondervan Publishing House, 1973), p. 47.
[6] Ibíd., p. 48.
[7] Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes (Bs. As.: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1990), p. 664.
[8] Ibíd.
[9] Ibíd.
[10] White, Los hechos de los apóstoles (Bs. As.: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1977), p. 230.