En su reciente encíclica Humanas Vitae (Sobre la vida humana), el papa Paulo VI reafirmó la tradicional oposición de la Iglesia Católica a cualquier método científico (especialmente el uso de la píldora anticonceptiva) capaz de detener o impedir el proceso de la concepción. La única excepción admitida en este controvertido documento pontificio —y en esto la iglesia sigue la opinión de papas anteriores— es la relativa al sistema basado en la abstinencia periódica, coincidente con el período de fecundidad de la mujer, conocido vulgarmente con el nombre de método Ogino-Knaus.
La histórica decisión de Paulo VI de condenar el uso de los procesos artificiales de control de la natalidad, como es sabido, suscitó una gran algazara, dentro y fuera de la Iglesia Católica. Desde el Concilio Ecuménico Vaticano II el problema está polarizando la atención del mundo, ya que hay por lo menos dos corrientes de opiniones aun dentro del mismo Vaticano.
Por un lado están los que, preocupados por la “explosión demográfica” que amenaza al mundo, insisten en el control de la natalidad como recurso para erradicar el pauperismo y detener los avances del hambre. Oponiéndose a esta corriente de opinión están los conservadores que entienden que la limitación del número de hijos no constituye una solución ética para el problema. Esta idea está perfilada en la encíclica Humanas Vitae al declarar que los artificios aplicados para limitar el número de hijos son “prácticas contrarias a la ley natural y divina”.
ENÉRGICA REACCIÓN
La decisión papal expresada en esta encíclica suscitó una enérgica declaración emitida en Washington por docenas de teólogos católicos que definen el documento como “indiferente hacia la dignidad de los pobres” e incompatible con la realidad contemporánea. Preocupados por el crecimiento galopante de la población mundial, estos teólogos, desafiando la autoridad de la iglesia, defienden la necesidad de un amplio programa de planificación de la familia mediante un control artificial de la natalidad.
No son estos teólogos los únicos en pronunciarse contra la histórica decisión papal. A ellos se han unido médicos, economistas y sociólogos denunciando la bula de Paulo VI como divorciada de la realidad de nuestros días en su aspecto demográfico.
El fabuloso crecimiento de la población en nuestros días constituye un motivo de inquietud y alarma. No hace mucho, en un documento oficial, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), declaró que pronto será imposible alimentar a todos los habitantes del mundo, pues el ritmo de su crecimiento aumenta en forma más acelerada que la capacidad humana de producir alimentos.
Esta declaración agitó los trabajos del Octavo Congreso de la Federación Internacional de Planificación de la Familia, celebrado en Santiago de Chile en abril del año pasado. Entre los delegados reunidos, representantes de 87 naciones, había sacerdotes latinoamericanos que hablaron acerca de las gestiones que se estaban realizando ante el Vaticano a fin de lograr la aprobación del uso de anticonceptivos para limitar la natalidad.
“El control de la población es necesario —declaró Lord Caradon, representante británico— si queremos resolver los problemas mundiales de la pobreza, el hambre, la enfermedad y la violencia”.
No se mostró indiferente el papa a este problema, pues en su encíclica animó a los científicos a proseguir en sus esfuerzos, teniendo en vista el esclarecimiento cada vez más amplio de las condiciones capaces de favorecer el sano control de los nacimientos, sin descartar la posibilidad de que la ciencia llegue “a una forma honesta de regular la procreación del hombre”.
LA EXPLOSIÓN DEMOGRÁFICA EN LA PROFECÍA
El mundo actual está dividido en dos grupos antagónicos: los que están hambrientos y los bien alimentados, los que sufren de indigestión y los que viven el drama de la inanición.
El medio mundo de la abundancia se encuentra en los países occidentales: los Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelandia, parte de América Latina y gran parte de Europa Occidental. La otra mitad —el mundo del hambre— incluye la mayor parte del Asia, el Medio Oriente, prácticamente toda el África, y extensas zonas de América Latina.
“Esta situación —dijo Sir Benegai Rau en un discurso pronunciado en la ONU— produce descontento, estimula el desorden, y es, por consiguiente, un peligro para la paz y la estabilidad del mundo”.
De ahí los esfuerzos de muchos por controlar la población, teniendo como objetivo combatir el pauperismo y eliminar el siniestro espectro del hambre.
Para nosotros los adventistas este inquietante problema social constituye una señal inequívoca de la segunda venida de Cristo. Al responder la memorable pregunta de uno de los doce: “¿Qué señal habrá de tu venida, y del fin del siglo?”, el Señor Jesús satisfizo no solamente al pequeño grupo de seguidores, sino también a las multitudes que a través de todos los siglos habrían de levantar los ojos al cielo, interrogando a Dios sobre las cosas por venir.
“Respondiendo Jesús, les dijo… [Que habría] pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares” (Mat. 24:4, 7).
Por lo tanto, la “explosión demográfica” y sus consecuencias no constituyen para nosotros motivo de alarma y turbación, pues en medio del angustioso tumulto de nuestros días oímos en forma clara y distinta el solemne anuncio de Dios: “He aquí yo vengo pronto” (Apoc. 22:12).
LA IGLESIA ADVENTISTA Y LA REGULACIÓN DE LA NATALIDAD
Sobre este asunto controvertido la Iglesia Adventista no se pronunció en forma oficial. El espíritu de profecía, sin embargo, arroja abundante luz sobre el problema.
“Hay padres —escribió la Sra. White— que, sin considerar si pueden o no atender con justicia a una familia grande, llenan sus casas de pequeñuelos desvalidos, que dependen por completo del cuidado y la instrucción de sus padres… Este es un perjuicio grave, no sólo para la madre, sino para sus hijos y para la sociedad” (El Hogar Adventista, pág. 144).
En otra oportunidad, así se expresó la sierva del Señor:
“Antes de aumentar su familia, deben considerar si el traer hijos al mundo habría de glorificar a Dios o deshonrarle. Deben procurar glorificar a Dios por su unión desde el principio, y durante cada año de su vida matrimonial” (Ibid.).
Al considerar el número de hijos que tendrán, es imperioso que los padres tengan en cuenta la relevancia del problema educacional:
“Los padres no deben aumentar sus familias más ligero de lo que pueden cuidar y educar debidamente a sus hijos. El que haya año tras año un niño en los brazos de la madre significa una gran injusticia para ella. Reduce, y a menudo destruye, para ella el placer social y aumenta la miseria doméstica. Priva a sus hijos del cuidado, de la educación y de la felicidad que los padres tienen el deber de otorgarles” (Id., pág. 145).
Estas y numerosas otras declaraciones del espíritu de profecía son sumamente orientadoras. No nos oponemos a los métodos anticonceptivos legítimos, pues no consideramos que su uso sea una forma de destruir la vida.
A los padres, pues, y sólo a ellos cabe decidir inteligentemente el número de hijos que tendrán, aceptando sus responsabilidades delante de Dios, hacia ellos mismos y hacia los hijos que trajeren al mundo.