Sus implicaciones para la fe, la predicación y la enseñanza.

Uno de los momentos más críticos del ministerio de Cristo aparece en el capítulo 6 de Juan, cuando muchos de sus discípulos se apartaron, “y ya no andaban con él” (vers. 66). En esa oportunidad, Jesús se dirigió a los Doce y les dijo: “¿Queréis acaso iros también vosotros?” (vers. 67). La respuesta de Pedro, formulada como una pregunta retórica, es un resumen elocuente del clamor de toda la especie humana: “Señor, ¿a quién iremos?” (vers. 68).

La cuestión del significado de la existencia humana y su destino sólo se puede encontrar en la verdad de Cristo y en su evangelio. ¿Qué otra respuesta puede competir con esta? Además, la descripción de Cristo y su evangelio en el marco de las convicciones “teológicas” distintivas de los “pioneros” del adventismo (1845-1915) constituye un único y amplio juego de perspectivas y creencias. Y estas convicciones tienen poder para conformar el concepto que tienen los cristianos adventistas respecto del mundo, la filosofía de la vida, su misión y su perspectiva ética.

“La verdad presente”

El historiador y escritor adventista George Knight sugiere que las dos mayores contribuciones teológicas del período de los “pioneros” ha sido: (1) Dar forma a lo que es el “adventismo” y (2) definir qué es ser cristiano en el sistema de creencias de los adventistas del séptimo día.[1]

La tradicional expresión adventista “verdad presente” ha ejercido desde los comienzos de nuestra existencia como movimiento una gran influencia en cuanto a determinar qué doctrinas condecían con el concepto de los primeros pioneros adventistas (1845-1863), y ayudaron a los “pioneros” de mediados del siglo XIX a aclarar qué componentes eran más específicamente “adventistas” en su teología cuando se la proyectaba contra el telón de lo que se consideraba “cristiano”.

Este concepto incluía los siguientes puntos: (1) la segunda venida de Cristo literal, visible, inminente y anterior al milenio; (2) el ministerio de Cristo en el Santuario Celestial, que incluye su obra como Sumo Sacerdote en el Lugar Santísimo de ese santuario, y el “juicio investigador”; (3) la vigencia eterna de la Ley de Dios y del sábado; (4) el hecho de que el alma no es inmortal (condicionalismo) y el estado inconsciente de los muertos; (5) la idea de que los impíos son destruidos en el lago de fuego; (6) el Milenio, como un período durante el cual los redimidos reinan con Cristo en el cielo y Satanás preside una tierra desolada; (7) los dones espirituales, incluso el de profecía, permanecen en vigencia, y el Espíritu los puede conceder a la iglesia actual; (8) recibe un gran énfasis una salud íntegra: física, mental, social y espiritual, como parte del proceso de desarrollo mental, espiritual y ético (es decir, de la santificación); y (9) un profundo sentido de que, como “iglesia remanente”, el adventismo del séptimo día tiene una tarea especial en el cumplimiento de la visión de los tres ángeles de Apocalipsis 14.

Estas doctrinas distintivas, o de la “verdad presente”, no eran perlas aisladas de un collar, sino que disponían de una fuerza teológica colectiva gracias al poder conector de cuatro perspectivas clave.

  1. Una dedicación plena al principio protestante de “Sola Scriptura”; de allí la profunda convicción acerca de la primacía de la autoridad bíblica en todos los aspectos teológicos y éticos.
  2. De acuerdo con el principio de la primacía de las Escrituras, a las porciones apocalípticas del canon bíblico (especialmente Daniel, el sermón profético, y el Apocalipsis) se otorgó un lugar de privilegio al modelar la teología adventista.[2]
  3. El tema del “conflicto de los siglos”. Esta gran historia nos remonta a los orígenes del pecado, la reacción de Dios frente a la caída en el cielo, y de qué manera el pecado se difundió por el mundo con la caída de Adán y Eva en la tierra. Sigue contándonos todo lo que Dios hizo para redimir y salvar a la humanidad, y para la restauración de la armonía en todo el universo.
  4. Las imágenes del Santuario (extraídas de los libros de Daniel, Apocalipsis, el sermón profético y la Epístola a los Hebreos) y el Juicio Investigador, que contribuyen a desarrollar una “teodicea” de alcance cósmico, que constituye el telón de fondo del gran conflicto entre Cristo y Satanás, y su final.[3]

El conflicto de los siglos y la doctrina del Santuario se convirtieron en elementos clave que contribuyeron a unir los pilares o fundamentos de la “verdad presente” con las “eternas verdades”,[4] de la más amplia herencia doctrinal cristiana.

La aceptación de las “eternas verdades” puso de manifiesto una creciente toma de conciencia acerca de la importancia de las doctrinas fundamentales aceptadas por la cristiandad occidental, gracias a las decisiones de los credos y los primeros cuatro concilios ecuménicos, y más tarde, gracias también a la herencia de los reformadores protestantes desde 1517 hasta 1850.

Las doctrinas más importantes asumidas por el adventismo, de esta herencia de la ortodoxia cristiana, tanto latina como oriental, son:

  1. La Trinidad, con un énfasis especial en la plenitud de la divinidad y la humanidad de Cristo.
  2. La esencia del concepto de San Agustín de Hipona acerca de la total depravación del ser humano.
  3. El optimismo de los ortodoxos orientales acerca del poder transformador de la gracia.
  4. El énfasis latino sobre las metáforas legales relativas a la salvación. Más adelante, estas “eternas verdades” se incrementaron gracias a la herencia protestante de los adventistas (1517- 1850):
  5. Las grandes “solas” de Lutero y Calvino (fide – fe, scriptura – escritura, gratia – gracia, y el sacerdocio universal de los creyentes).
  6. El énfasis arminiano en el libre albedrío.
  7. El énfasis protestante en la total depravación de la naturaleza humana, en las metáforas legales acerca de la salvación y en el optimismo de la gracia.
  8. Los reavivamientos, tan populares en Inglaterra y en los Estados Unidos, con su preocupación por las misiones.
  9. El concepto norteamericano de “restauración”, con su radical apego a la Biblia, su individualismo optimista y su “racionalismo” santificado.

Cristo en el centro

El efecto colectivo de todo lo detallado más arriba fue despertar la conciencia acerca del carácter central de la persona de Cristo: su vida, su muerte, su resurrección, su ascensión y su entronización como abogado intercesor en el Santuario Celestial.

Si bien es cierto que los “pioneros” adventistas eran buscadores de la verdad, es decir, de las doctrinas bíblicas expuestas con claridad, poco a poco llegaron a entender que la exaltación no sólo de las enseñanzas sino también de la persona y la obra de Cristo, podía servir como catalizador para llegar a una experiencia más profunda en las cosas de Dios. Y esta perspectiva centrada en Cristo, más profunda, daría como resultado un reavivamiento que produciría un carácter más amante y considerado en el cristiano (y más eficaz), tanto para el servicio como para el testimonio ante el mundo.

En este contexto, Elena y Jaime White se dieron cuenta de la aridez espiritual de los santos adventistas del “remanente”, cargados de “verdades”. Esta toma de conciencia los llevó a la emocionante convicción de que Cristo, la Cruz y el amor de Dios no sólo debían formar parte del desenvolvimiento doctrinal del adventismo, sino además de su corazón, su alma y su desarrollo espiritual.

Este proceso finalmente condujo a Elena de White a sus más profundas y conmovedoras descripciones acerca del amor de Dios. Más adelante, esas descripciones fueron acompañadas por fervientes invitaciones dirigidas al pueblo de Dios, para que abrazara este “amor divino” tal como se manifiesta en la obra salvadora de Cristo y en la actividad redentora del Espíritu Santo. Esas descripciones abarcaron lo siguiente:

Doctrinalmente, el amor piadoso se describió en forma conmovedora como la revelación de la justicia y la misericordia divinas, que constituyen la misma esencia de la naturaleza de Dios. Ese amor se expresó en formas más teológicas, prácticas y equilibradas mediante la Ley y la gracia, la justificación y la santificación, la constante misericordia y el juicio inminente de la raza humana.

Esta exposición crucial y superlativa del amor de Dios (especialmente en el marco de la muerte expiatoria de Cristo en el Calvario), la recuperación de la doctrina de la Trinidad en el contexto del conflicto de los siglos y el ministerio de Cristo en el Santuario Celestial, aparecen en El Deseado de todas las gentes, especialmente en las páginas 706 a 713.

En el contexto del ministerio de Elena de White a partir de 1888 y hasta 1901, el adventismo realmente se dedicó a la tarea de integrar su herencia “adventista”, o su “verdad presente”, con la herencia más amplia de la “ortodoxia”[5] y del protestantismo. El resultado de esta integración se manifestó en el esfuerzo que se hizo para que la proclamación de los mensajes de los tres ángeles estuviera más centrada en Cristo y en la Cruz. Y el resultado de este esfuerzo fue la exaltación del gran tema de todos los temas, a saber, el amor consecuente e inalterable del Dios trino y uno por los indignos, alienados y depravados pecadores.

Elena de White siempre estuvo a la vanguardia de todo reavivamiento importante teológico o misional de los adventistas. Sin su contribución, el adventismo muy fácilmente habría llegado a ser una secta semicristiana. Su decidido énfasis en que la verdad siempre estuviera de acuerdo con la Palabra fue fundamental para nuestra formación doctrinal.

Consideraciones adicionales

El apego a la Biblia que encontramos en estas iniciativas de avanzada incluye no sólo reunir todos los textos fundamentales de un determinado tema teológico, sino también su interpretación cuidadosa en el contexto del amplio tema del conflicto de los siglos. Y este relato no tiene que ver sólo con Satanás y su rebelión, la Caída y la restauración final de la paz y la justicia en el universo: el tema central que recorre, como un hilo conductor dorado, toda la narración es la naturaleza o el carácter del amor de Dios, especialmente cuando se manifiesta en la vida, las enseñanzas, la muerte, la resurrección y la intercesión celestial de Jesús.

En el contexto de esta “historia de amor” que gira en tomo de la Persona y la obra de Jesús, aparecen la contribución teológica fundamental y las perspectivas de Elena de White. Y esta poderosa descripción del amor de Dios en permanente desarrollo ilumina cada doctrina con una aureola de fructífero significado.

Para Elena de White, el amor de Dios se manifestó ampliamente en la Cruz, e incluía dos componentes fundamentales: un desarrollo maravillosamente equilibrado de (1) justicia y (2) misericordia.

Con toda seguridad, la “primera carta” del amor divino es su constante misericordia; pero sería muy fácil que, en el concepto de los hombres, esta degenere en aguada complacencia. Por eso, en última instancia, la misericordia divina tiene que estar equilibrada por su justicia. Por otra parte, en la percepción de los seres humanos, esta puede fácilmente degenerar también en una fría venganza o en una fría imparcialidad. Pero, en la Cruz, y en las etapas sucesivas del proceso de la redención, el amor de Dios se ha manifestado constantemente como un maravilloso equilibrio entre la justicia y la misericordia, y ha dado como resultado la solución plena y definitiva del problema del pecado. Y, como otra consecuencia de este amor redentor, nos encontramos con la genial contribución trinitaria al peregrinaje teológico adventista.

Secos como las colinas de Gilboa

Los primeros “pioneros” se habían convertido en firmes defensores de la ley (tanto moral como física, es decir, de la “reforma pro salud”) y en decididos mensajeros del mensaje del Juicio. Había que guardar el sábado: no tanto experimentarlo. El Milenio tenía más que ver con que el diablo recibiera su merecido que con el hecho de que Dios tomara decisiones redentoras y desarrollara estrategias productivas tendientes a ese fin.

Elena de White dijo que habíamos predicado tanto acerca de “la ley, que (habíamos llegado a ser) tan secos como las colinas de Gilboa, que carecen de rocío y de lluvia”.[6]

Este énfasis en una justicia descarnada había llevado a un estilo de predicación que era, en buena medida, una serie de “discursos teóricos” presentados con un estilo polémico. Lo más trágico es que todo esto se hacía con la exclusión de todo énfasis en Cristo y sin mención alguna de la “piedad práctica”.[7]

No se trataba, por supuesto, de que la Hna. White quisiera dejar a un lado los aspectos doctrinales y teóricos de la verdad, o que descuidara el aspecto de la justicia de Dios; sencillamente, había una carencia de la gracia centrada en Cristo, que debía saturar las doctrinas esenciales con el aspecto misericordioso del amor divino.[8]

Al percibir esta necesidad, en el Congreso de la Asociación General de 1883 Elena de White pronunció un poderoso mensaje de gracia. Este fue el período que culminó con el gran reavivamiento de la “justificación por la fe” y un claro énfasis en la primacía de la justificación por la gracia y la fe sola. La muerte expiatoria de Cristo, como un misericordioso sacrificio por los pecados del mundo, fue la nota clave de sus escritos y sus discursos. Especialmente después del congreso de 1888, ella exaltó al Crucificado como el gran canal por el que se derrama el amor de Dios hacia un mundo perdido.

Además, este período no sólo destacó al Cristo exaltado y su gracia misericordiosa y justificadora; también fue testigo de una recuperación algo tardía, pero persistente, de doctrinas claves tales como la plena divinidad de Jesucristo y la personalidad del Espíritu Santo. En otras palabras, la levadura de la Trinidad había estado leudando la masa del adventismo inicial.

Es interesante notar que cuando el adventismo comenzó a proclamar su “verdad presente” a la luz del amor trinitario que fluye del Calvario y del ministerio celestial de Cristo, un nuevo elemento entró en escena: esas doctrinas, que originalmente se veían sólo como manifestaciones de justicia, se las vio entonces saturadas de misericordia. No es sorprendente que una nueva nota de esperanza haya invadido la proclamación de la bendita esperanza.

Conclusión

La suma de lo dicho es lo siguiente:

Como herederos de este rico legado, los adventistas debemos enfatizar en cada doctrina, cada práctica, cada norma y cada requerimiento ético a la luz de la impresionante historia del amor triuno, tal como se revela en la cruz de Cristo, y en la salvación por la fe sola en los méritos y la gracia de Jesús.

Si cualquier doctrina, práctica o demanda ética no se puede adecuar en forma estricta al amor trinitario de Dios, debería ser objeto de revisión. Si el amor revelado en la Cruz y apropiado por parte del ser humano por medio de la fe sola no está presente en nuestra predicación, enseñanza o práctica, tales esfuerzos no son dignos de nuestro tiempo ni de nuestras energías.

Sobre el autor: Doctor en Teología. Profesor de Religión, Teología e Historia de la Iglesia en el Seminario Teológico de la Universidad Andrews, Berrien Springs, Michigan, Estados Unidos.


Referencias

[1] George R. Knight, A Search for Identity [En busca de una identidad] (Hagerstown, MD: Review and Herald Publishing Association, 2000), p. 10.

[2] También aparece en los evangelios sinópticos: Mat. 24, 25; Luc. 17, 21; Mar. 13.

[3] La expresión “teodicea” es un término técnico que se aplica a cualquier intento de dar una explicación teológica satisfactoria al problema del mal.

[4] La expresión “verdades eternas” fue acuñada por LeRoy Edwin Froom para los adventistas, a fin de describir la forma discriminatoria en que recurrían a la tradición cristiana más amplia o mayor; es decir, a “la gran tradición” acumulada en veinte siglos de teología cristiana.

[5] Necesitamos advertir al lector que estamos usando el término “ortodoxo” para referirnos tanto a la tradición occidental católico-romana o latina, como a la oriental: griega. A esta última, generalmente se le da el nombre de ortodoxa: es una familia de iglesias que encabeza el patriarca de Constantinopla (hoy Estambul, Turquía).

[6] Elena G. de White, Review and Herald (11 de marzo de 1890).

[7] Esta expresión se refiere a los pasos que se debe dar para llegar a una reconciliación con Dios, y a una vida de testimonio y de servicio eficaces.

[8] Elena G. de White, Obreros evangélicos (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1971), pp. 164-168.