El propósito de Dios para su iglesia es que en ella la justicia de Cristo encuentre su máxima expresión. El apóstol dice que Jesús se entregó por ella “para santificada… a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Efe. 5:26, 27). De esta manera, se llama al creyente a vivir la más que dichosa certidumbre de la salvación. Debe revelar, como fruto de dicha experiencia, la reproducción del carácter de Jesús en su vida, de modo que Dios reciba la gloria y la honra. Eso fue precisamente lo que dijo Jesús: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mat. 5:16). Si sólo estamos interesados en llegar al cielo y no en glorificar a Dios por medio de una vida de obediencia, es más que dudoso que hayamos sido tocados por la gracia transformadora de Dios.
Más que una hermosa teoría, la justificación por la fe es una experiencia transformadora que se debe manifestar en el seno de la sociedad, en las relaciones diarias de gente con personalidades distintas, y que pueden no estar de acuerdo en muchas cosas. La justicia de Cristo produce una comunidad eclesiástica completamente nueva, dirigida y motivada por el Espíritu, caracterizada por individuos que viven y actúan por amor. Es una comunidad en la cual la ley de Dios está en plena vigencia.
Pero debemos guardarnos del concepto judío de justificación mediante el cumplimiento de las obras prescritas por el sistema legal. Para combatir esa idea Pablo escribió la Epístola a los Gálatas. En esa carta exalta lo que Dios ha hecho mediante Cristo para la salvación de los hombres, y rechaza de manera categórica la idea de que alguien se pueda justificar por la obediencia a la Ley. Según Pablo, ésta nunca fue un fin en sí misma, sino un medio para conducir a hombres y mujeres a la salvación en Cristo.
No nos debemos olvidar de la manera como Jesús trata el pecado, y cómo debemos tratarlo nosotros. Lamentablemente, estamos comprometidos con el pecado (Sal. 51:4,5). Pero tenemos que romper esas ataduras y comprometernos para siempre con Jesús. No hay otra forma de hacerlo sino la que describe el apóstol: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí” (Gál. 2:20). Cristo murió por nuestros pecados, para que nosotros también muramos a ellos. Su perfecta obediencia no descarta la nuestra. Al contrario, es posible por la continua provisión de su gracia en nosotros.