“Podemos disfrutar del favor de Dios. No debemos inquietarnos por lo que Cristo y Dios piensan de nosotros, sino que debemos interesarnos en lo que Dios piensa de Cristo, nuestro Sustituto. Somos aceptos en el Amado” (Mensajes Selectos, tomo 2, pág. 37).

    Gracias a su fe en Cristo, el creyente puede vivir la vida de la nueva era. “Estar en Cristo” es una expresión que el apóstol usa a menudo para oponerla a “estar en Adán”. Para Pablo significa que hemos sido trasladados al reino de la gracia de Cristo (Col. 1:13), por medio del poder regenerador del reino del Señor: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5:17).

    Debido a la muerte de Cristo, el creyente es absuelto de toda culpa y librado del presente mundo malo. (Gál.1:4.) Es trasladado del reino de pecado de Satanás al reino de Cristo. (Col. 1:13.) La cruz de Cristo produjo la derrota de todos los poderes del mal. (Col. 2:14.)

    Sin embargo, el creyente redimido todavía vive en la era antigua, en un mundo irredento y en un cuerpo mortal. Por un lado experimenta ya, ahora, los poderes del reino venidero, la libertad del dominio del pecado (Rom. 8:1, 2), y por el otro gime, consciente de su naturaleza débil y pecaminosa y de la decadencia y perversidad de un mundo esclavizado por el pecado. (Rom. 8:20-23.)

   Por eso la vida del creyente es ambigua. Vive el desequilibrio producido por una experiencia escatológica anticipada, es decir, entre el cumplimiento parcial y la completa consumación del reino de justicia de Dios.

    Este desequilibrio aparece en la siguiente doble aplicación de los mismos términos por parte de Pablo.

Redención

    Efe. 1:7; Col. 1:14; Rom. 3:24:

    Apolútrosis (redención) es una redención actual, el perdón de los pecados por medio de la sangre de Cristo.

     Efe. 4:30; 1:14; Rom. 8:23:

    Se usa la palabra redención refiriéndose a la salvación futura que se producirá en ocasión de la segunda venida de Cristo.

Adopción

    Rom. 8:15; Gál. 4: 5.

    Se usa la palabra huiothesia (adopción) como una experiencia actual de salvación, por la cual clamamos: “Abba, Padre”. Ahora somos hijos e hijas de Dios.

    Rom. 8: 23.

    Huiothesia en este caso es un don apocalíptico por medio del cual todos los cristianos pueden sólo esperar, gimiendo interiormente, mientras están en esta vida.

    Es notable que Pablo pueda decir en el mismo capítulo 8 de Romanos que los creyentes experimentan la adopción aquí y ahora, sellada por la absoluta seguridad dada por el Espíritu Santo (vers. 16), e inmediatamente agregue que como cristianos deseamos y anhelamos fervientemente la adopción (vers. 23.) Es decir, Pablo puede decir a la vez: Estamos redimidos (Efe. 1) y todavía no estamos redimidos (Efe. 4; Rom. 8: 23). Pudo decir las dos cosas al mismo tiempo porque era consciente a la vez de la realidad actual del primer advenimiento del Mesías y la realidad futura de su segunda venida.

    Por esa razón, también, Pablo pudo decir: “Soy salvo”, al tener en vista el primer advenimiento de Cristo y “No soy salvo todavía “, al tomar en consideración su futuro advenimiento.

    Los evangélicos en general toman estas declaraciones en forma unilateral, dándole importancia sólo al primer postulado, mientras desmerecen o ignoran la realidad del juicio apocalíptico.

    Los adventistas, en cambio, tienden a darle énfasis al segundo postulado y al juicio futuro, de modo que muchos de ellos pierden el gozo de la salvación presente.

   Ni el primero ni el segundo postulados separadamente, sino ambos constituyen el ineludible equilibrio del Evangelio en su plenitud.

    Si subrayamos únicamente las bendiciones escatológicas cumplidas en ocasión de la primera venida de Cristo, sin tener en cuenta el cuadro apocalíptico más amplio relativo a la consumación final en ocasión del segundo advenimiento, eso nos inducirá a arrullarnos en una falsa confianza, y a entregarnos a la jactancia y a las falsas ilusiones.

    Solo el concepto apocalíptico de Pablo, relativo a la consumación escatológica de todas las cosas, le hace justicia a la plena realidad del plan divino de la redención, y nos impide caer en piadosas ilusiones.

    Un estudio más detenido de algunos pasajes apocalípticos de Pablo nos ayudará a comprender la naturaleza del desequilibrio que necesariamente se produce en la experiencia cristiana individual.

    “Y no solo ella, sino que también nosotros mismos que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Rom. 8:23). Pues nosotros por el Espíritu aguardamos por la fe la esperanza de la justicia” (Gál. 5:5).

    ¿Por qué los cristianos necesitamos gemir interiormente, mientras esperamos nuestra justificación, cuando ya estamos en Cristo, libres de la condenación divina (Rom. 8:1) y ya en posesión de la plenamente suficiente justicia de Cristo por medio de la fe (Rom. 5:17) ¿Qué falta redimir en el cristiano y la iglesia?

   En Romanos 8:23 se nos dice claramente que estamos esperando la redención de nuestros cuerpos. No se nos dice que esta redención implica que vamos a ser separados de nuestros cuerpos. Eso sería filosofía griega, nada más, y sancionaría el dualismo que los griegos concebían entre cuerpo y alma. Para la mentalidad hebrea de Pablo el hombre es una unidad indivisible, y la salvación no es completa hasta que el ser entero y toda la creación sean redimidos en todos sus aspectos.

    El hombre no se puede separar de su cuerpo. El alma y el cuerpo están tan misteriosamente interrelacionados que el uno influye sobre el otro. Ello ocurre también en el cristiano. Pero jamás el corazón santificado del creyente influirá sobre los impulsos naturales y las inclinaciones egoístas del cuerpo, al extremo de llegar a poseer carne santa o un cuerpo santo, de manera que resulte superflua la redención apocalíptica del cuerpo. En este punto el concepto apocalíptico de Pablo ejerce una influencia equilibradora sobre un entusiasmo unilateral acerca de la redención actual y la santificación progresiva por medio del poder del Espíritu Santo, y nos libra de caer en el error.

    Para Pablo la victoria sobre el poder del pecado (es lo que quiere decir la expresión “la ley del pecado” en Romanos 7 y 8) en la conducta del cristiano, no es completamente idéntica a la abolición de la presencia del pecado en “los canales corruptos de la humanidad” (Mensajes Selectos, tomo 1. pag. 404).

   Pablo intencionalmente no dice en Romanos 8:2 que el Espíritu de Cristo lo ha liberado del pecado y la muerte. Esto no concordaría con la experiencia cristiana Dice más bien que “la ley del Espíritu. . . me ha libertado de la ley del pecado y de la muerte’. Los exégetas dicen que la palabra “ley quiere decir aquí “poder” o dominio.

    Lo que Pablo dice es que el poder dominante del pecado en el hombre natural es vencido por el poder predominante del Espíritu de Cristo. Esa es la redención actual, de modo que el desarrollo de un carácter cristiano perfecto, a la semejanza del divino, es posible para cada creyente. Sin embargo, una redención futura, que se producirá en ocasión de la segunda venida de Cristo, es necesaria para liberar al creyente de su “cuerpo de pecado” (Rom. 6:6), ya sea por medio de la traslación, o de la resurrección del cuerpo.

    Pablo presenta la realidad de este dualismo, del conflicto que se produce en la vida cristiana, en tres pasajes apocalípticos, es a saber, Romanos 8:2, 2 Corintios 5 y 1 Corintios 15.

    En Romanos 8, al declarar súbitamente que la participación en “la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús” (vers. 2) significa tener “las primicias del Espíritu” (vers. 23. griego, haparje). Este término haparje no niega la presencia actual y la actividad de la plenitud del Espíritu en el corazón del creyente. Sólo introduce el elemento apocalíptico necesario para referirse al toque final del Espíritu Santo en la futura redención del cuerpo.

    La obra actual del Espíritu al dar muerte a las obras de la carne” (Rom. 8:13) mediante nuestra activa cooperación en el temor del Señor, es solamente la promesa y la seguridad de la redención final y total del cuerpo. Pablo repite esta misma verdad en 2 Corintios 5:1-5, donde llega de nuevo a la misma conclusión en el versículo 5: “Mas el que nos hizo para esto mismo es Dios, quien nos ha dado las arras del Espíritu” (griego arrabon).

    En este pasaje Pablo llama a la segura presencia del Espíritu en el corazón de los creyentes las “arras”, el “anticipo” (pie, base, seña) que garantiza la futura transformación de este cuerpo mortal en una morada inmortal. El cuerpo mortal será semejante al cuerpo resucitado de Cristo (Fil. 3:2), es decir, será un cuerpo glorioso. El actual cuerpo de los creyentes redimidos no es adecuado para la vida venidera, porque es perecedero, carece de honra y es débil. El nuevo cuerpo, que les será dado cuando suene la trompeta final, será imperecedero, glorioso y poderoso (1 Cor. 15:42, 43).

    Pablo determina el contraste entre el cuerpo presente y el futuro del cristiano con las palabras psujikón versus pneumatikon (vers. 44.) Como cristianos, todavía tenemos un cuerpo psujikón, es decir, un cuerpo “animal” (versión Valera) o cuerpo “material” (versión Popular); en otras palabras, un cuerpo adecuado para la vida natural en el mundo presente. El cuerpo que recibiremos en ocasión de la resurrección estará adaptado a la vida del pneuma de Dios, libre de todo impulso o tendencia egoísta. Ese cuerpo finalmente poseerá “carne santa” y será sin pecado: Un perfecto instrumento del Espíritu Santo.

    Pablo cierra su exposición apocalíptica de 1 Corintios 15 con la enfática declaración de que “en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta” (vers. 52), la muerte, y el pecado como su aguijón, serán absorbidos en victoria (vers. 54-56), cuando el cuerpo natural o material del cristiano sea reemplazado por un cuerpo espiritual (vers. 44). Explica su declaración culminante en el versículo 56: “El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley”.

    “La carne y la sangre” del cristiano “no pueden heredar el reino de Dios” (vers. 50). Todavía no posee sustancia celestial ni “la imagen del celestial” (vers. 49), aun cuando tenga la plenitud del Espíritu Santo en su corazón, pues todavía tiene el aguijón de la muerte, es a saber, el pecado.

    Este “pecado” no puede ser ninguna imperfección de carácter ni hábito pecaminoso albergado en el alma. Pablo debe de haber tenido en mente la estructura esencialmente pecaminosa del hombre, nacido en pecado desde el vientre de su madre. Se está refiriendo aquí a ese siniestro poder que conduce a la muerte.

    La perfección del carácter cristiano, la total victoria sobre todo hábito esclavizante o pasión natural, nunca puede desarraigar por completo la tendencia al pecado. A la eliminación total de esa tendencia se refieren las declaraciones apocalípticas de Pablo.

    “El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley” (vers. 56). En otras palabras, hasta el día del triunfo final y la glorificación, el creyente renacido espiritualmente debe reconocer la ley de Dios como la norma moral de la justicia divina. Pero más que esto, el cristiano debe permitir -bajo la dirección del Espíritu Santo- que la ley espiritual le revele más y más las tendencias al pecado que existen en su carne y su sangre. De ese modo, el cristiano será inducido a arrepentirse cada vez más profundamente, a lograr una mayor contrición de corazón, a obtener una creciente desconfianza de sí mismo, y a cultivar una confianza y dependencia constantes de los méritos de la justicia de Cristo.

    En otras palabras, el cristiano renacido despierta al conflicto religioso y moral que tiene que sostener consigo mismo, puesto que su cuerpo y su ser entero no están inclinados todavía a entregarse a la influencia del Espíritu de Cristo. ¡Aunque considere que la santa ley de Dios sigue teniendo vigencia sobre el cristiano!

    Puede incluso decirse que el cristiano sostiene una lucha más terrible, que se pelea en un nivel diferente del de la lucha moral del hombre irregenerado, porque paradojalmente la naturaleza carnal del cristiano resulta estimulada y aguijoneada para practicar actividades pecaminosas gracias a la eficacia de la ley de Dios como instrumento del Espíritu de Cristo.

Sobre el autor: Es profesor de Teología de la Universidad Andrews. Este es el articulo final de la serie que hemos estado publicando.