El cristiano vive no solamente con la bendita seguridad de su redención actual, sino también con la esperanza de su glorificación final. La esperanza bíblica no es como la del mundo, pues la gente espera algo mejor solamente cuando la situación empeora. Tal esperanza mundana es una simple expresión de deseos: La esperanza de algo mejor. Pero la esperanza bíblica es inconmovible, porque se funda en la segura promesa de Dios. La esperanza cristiana es un ancla segura e inmutable para el alma, que ha entrado en el santuario celestial, donde se encuentra Jesús como nuestro precursor. (Heb. 6:19, 20.)

Cristo nos asegura personalmente: “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:1-3).

Esta es la esperanza de nuestra glorificación. Hermanos y hermanas: Nuestros mejores días están delante. “No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene grande galardón.

Porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa” (Heb. 10:35, 36). De modo que el mensaje de la justificación por la fe tiene definidamente dimensiones escatológicas.

Más que nadie el apóstol Pablo ha escrito acerca del conflicto íntimo que se libra en el corazón del cristiano entre la justificación por la fe y la justificación por la esperanza, entre la salvación presente y la futura. Y estos dos conceptos no deben ser confundidos, porque son la salvaguardia apostólica contra el perfeccionismo, es decir, contra la idea de que nuestra justicia o perfección debe producirse ahora mismo.

En dos de sus cartas Pablo establece la diferencia que existe entre la redención que ya tenemos y la que no tenemos todavía. “Por el Espíritu aguardamos por la fe la esperanza de la justicia” (Gál. 5:5). “Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias de Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Rom. 8:22-24).

Aquí se nos enseña que hay una justicia que los cristianos todavía deben esperar, una adopción que vamos a recibir en el futuro, una redención que aún no es nuestra. El gran filósofo judío Martín Buber no estaba del todo equivocado cuando declaró: “¡Vivimos todavía en un mundo irredento!”

¿Cómo deben entender esto los cristianos? ¿En qué sentido están redimidos, y en qué sentido no lo están todavía? ¿Y cuál es el motivo de esta diferencia fundamental?

Estas preguntas se pueden contestar en forma adecuada solamente si tomamos en cuenta la teología paulina de las “dos edades”, que se basa en las enseñanzas de Jesús relativas a la venida del reino de Dios en dos etapas.

Las enseñanzas de Jesús acerca del reino presente y futuro

Jesús introdujo el concepto de que, debido a su presencia, el reino de Dios y su justicia habían llegado a Israel, y en ese momento estaban triunfando sobre el pecado y Satanás; al mismo tiempo enseñó que el advenimiento pleno del reino de Dios se produciría recién en ocasión del fin del mundo.

La enseñanza de Jesús de que el reino de Dios vino con su primer advenimiento se encuentra, entre otros pasajes, en Mateo 12:28 y Lucas 17:20: “Pero si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios”. “Porque he aquí el reino de Dios está entre vosotros”.

Jesús también enseñó el dramático advenimiento del reino de Dios en el futuro, en ocasión de su segunda venida. Veamos los siguientes pasajes: “Venga tu reino, hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mat. 6:10). “La siega es el fin del siglo, y los segadores son los ángeles” (Mat. 13:39). “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria… Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo… Entonces dirá también a los de su izquierda: Apartaos de mí malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mat. 25:31, 34, 41). “Entonces respondiendo Jesús, les dijo: Los hijos de este siglo se casan, y se dan en casamiento; más los que fueren tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo y la resurrección de entre los muertos, ni se casan, ni se dan en casamiento. Porque no pueden ya más morir, pues son iguales a los ángeles, y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección” (Luc. 20: 34-36).

Estos pasajes nos enseñan que la “edad venidera” realmente comienza con la resurrección de los justos.

Las enseñanzas de Cristo acerca del advenimiento del reino de Dios en dos etapas, lo que presupone dos edades o eras concernientes al reino de Dios, se fundan en las profecías del Antiguo Testamento acerca del Mesías: Su primera venida en humildad, y su segunda en gloria.

En los días de Jesús los judíos creían en la doctrina de dos eras diferentes (Efe. 1:21), pero sólo como dos épocas completamente distintas: La primera de pecado, antes del juicio final, y la segunda sin pecado, después del juicio de Dios.

Pero Jesús les presentó la nueva idea a los judíos de que el Mesías vendría antes del juicio final, con lo que aparece un nuevo período, es a saber, el tiempo que transcurre entre los dos advenimientos del Mesías.

La característica distintiva de este período intermedio es que participa de las dos edades al mismo tiempo. La edad antigua continúa, pero los poderes de la nueva eran del reino de Dios en Cristo irrumpen en ella.

En la persona de Cristo, y especialmente en el Pentecostés, los poderes victoriosos de la edad futura irrumpieron en esta edad presente con manifestaciones impresionantes. A ese evento le damos el nombre de la “lluvia temprana” del Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo. Pablo escribe en Hebreos 6:5 que los cristianos están gustando ahora “de la buena Palabra de Dios y los poderes del siglo venidero”.

Esta superposición de las dos edades en el tiempo, entre las dos venidas de Cristo, tiene profundas implicaciones para el cristiano en su lucha individual consigo mismo, puesto que pertenece al mismo tiempo a la edad antigua y a la nueva. Por eso en el corazón del cristiano se manifiestan dos naturalezas opuestas. Por eso participa de este conflicto -de este dualismo- con sufrimiento y angustia. Algunos se desaniman y se rinden porque no pueden comprender por qué deben luchar tan duramente consigo mismos. De ese modo niegan la realidad de la nueva era que ya está obrando en sus corazones.

Otros se van al otro extremo y tratan de llegar demasiado pronto a la perfección y al reposo que puede dar la gloria de. Dios a los corazones. Tampoco aceptan la necesidad de esta lucha. Quieren negar la realidad de los impulsos pecaminosos que se manifiestan en sus corazones y en su carne.

Pero no tenemos escapatoria. No podemos negar la dramática presencia de nuestras tendencias pecaminosas, como tampoco podemos negar la paz y el poder de Cristo que obran en nuestros corazones. Elena G. de White nos aconseja de este modo acerca de esto: “Es errónea la enseñanza dada concerniente a lo que se llama la ‘carne santificada’. Todos pueden obtener ahora corazones santificados, pero es incorrecto pretender que en esta vida se puede tener carne santificada.

 “El apóstol Pablo declara: ‘Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien’ (Rom. 7:18). A los que se han esforzado tanto por alcanzar por la fe la así llamada carne santificada, quiero decirles: No podéis obtenerla. Ninguno de vosotros posee ahora carne santificada. Ningún ser en la tierra tiene carne santificada. Es una imposibilidad” (Mensajes Selectos, tomo 2, pág. 36).

 “Si bien es cierto que no podemos reclamar la perfección cristiana de la carne, podemos tener la perfección cristiana del alma. Mediante el sacrificio que se hizo por nosotros, los pecados pueden ser perfectamente perdonados.

 “No dependemos de lo que el hombre pueda hacer, sino de lo que Dios puede hacer por el hombre mediante Cristo.

 “Cuando nos entregamos enteramente a Dios, y creemos con plenitud, la sangre de Cristo nos limpia de todo pecado. La conciencia puede ser liberada de condenación. “Mediante la fe en su sangre, todos pueden encontrar la perfección en Cristo Jesús. Gracias a Dios porque no estamos tratando con imposibilidades.

 “Podemos pedir la santificación” (Id., págs. 36, 37).

 “No podemos decir: ‘Estoy sin pecado’, hasta que este cuerpo vil sea mudado y conformado a la semejanza de su cuerpo glorioso” (Signs of the Times, 23 de marzo de 1888).

Hermanos y hermanas: No dejemos de librar la batalla contra nosotros mismos, el mundo y Satanás. Todos los cristianos tienen que pasar por la experiencia de Gálatas 5 y Romanos 7.

Pero Pablo dijo: “Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Rom. 8:18). ¡Dios no nos ha prometido una travesía tranquila sino que llegaremos al puerto con seguridad!

No tratemos de ser conscientes de nuestra propia justicia, así como lo somos de nuestra condición pecaminosa. Somos justificados por la fe, no por los sentimientos; por la esperanza, no por la vista. Avancemos confiando en las promesas de Dios. (Continuará.)

Sobre el autor: El pastor Hans K. LaRondelle es profesor de Teología de la Universidad Andrews. Este es otro de la serie de artículos suyos que hemos estado publicando.