Vivir en un estado de constante expectativa es inherente a la condición humana. El tiempo pasa a nuestro lado y dentro de nosotros, obligándonos a contemplar el futuro. Como resultado del modernismo, muchos eruditos han dejado de considerar y de estudiar aquellas cosas que trascienden nuestra limitada existencia humana. Lamentablemente para ellos, toda expectativa que no esté dispuesta a trascender los límites de la existencia humana morirá sin brindar ningún tipo de esperanza.

La esperanza como expectación

En el Nuevo Testamento, esperar es tener esperanza. De hecho, la palabra griega elpis significa “expectación” y “esperanza”, lo que implica que el creyente espera lo que es bueno en un mundo en donde el mal parece prevalecer. Sin embargo, la vida, el ministerio, la muerte y la resurrección de Jesús infundieron a la raza humana propósito y esperanza sin precedentes. La comunidad de fe que él creó se basó en el significado salvífico y la eficacia de la cruz, mientras se espera la consumación de la salvación. La iglesia apostólica entendió la existencia presente como caracterizada por un anhelo y una nostalgia por la presencia física del Señor cuando regrese en su gloria. Esta expectación determinó todo lo que hicieron y ejerció un impacto directo en sus vidas.

La promesa y la esperanza apostólicas

La esperanza halla su punto de partida en la fidelidad de Dios (Heb. 10:23). La promesa y la esperanza son unidas por Pablo en su discurso frente a Agripa cuando declara: “Y ahora, por la esperanza de la promesa que hizo Dios a nuestros padres soy llamado a juicio” (Hech. 26:6). Para los apóstoles, el hecho de que la promesa salvífica de Dios -registrada en el Antiguo Testamento- se haya vuelto realidad en Cristo demostró que Dios es capaz de cumplir con lo que promete. La relación indisoluble entre promesa y esperanza está determinada por su origen divino en común. Expresándolo teológicamente, podemos sugerir que, antes de que la esperanza sea transmitida a la humanidad, existe en la forma de la promesa divina. La Escritura, como portadora de las promesas de Dios para nosotros, se convierte en la fuente de esperanza en la forma de una promesa que une la esperanza con nuestra fe y confianza en Dios (Rom. 15:4; Gál. 5:5).

Si la esperanza se afianza en la fidelidad de Dios a sus promesas, entonces la esperanza cristiana es el tipo de esperanza más confiable, porque Dios nos demostró, por medio del ministerio, la muerte y la resurrección de Jesús, que él cumplió su promesa más audaz: la salvación por medio de su Hijo. La fe apostólica establece una relación firme entre la muerte de Jesús y su segunda venida: “aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad” (Tito 2:13, 14a). En otras palabras, la relación entre estos eventos provee un fundamento histórico y teológico para la esperanza cristiana que fluye de la fidelidad de las promesas de Dios y lo confiable de su carácter (cf. Heb. 6:17-19).

La certeza de la esperanza apostólica

La esperanza cristiana es concebida, en el Nuevo Testamento, como una “esperanza viva” (1 Ped. 1:3). La relación entre la esperanza y Jesús es tan fuerte que la esperanza está ligada a él ––”Señor Jesucristo nuestra esperanza” (1 Tim. 1:1). La esperanza cristiana es una realidad fuera de nosotros que, en el futuro cercano, irrumpirá con poder en nuestro tiempo y espacio para cambiar radicalmente la condición humana actual. Sí, por ahora “está guardada en los cielos” (Col. 1:5), pero es una realidad objetiva.

¿Cómo puede ser esto? La respuesta apostólica es: lo que esperamos ya es una realidad en Jesucristo. En otras palabras, el Nuevo Testamento nos ofrece una comprensión cristológica de la esperanza. Algunos ejemplos bastarán para apoyar esta propuesta. La esperanza cristiana mira al futuro, hacia la resurrección de los muertos en la segunda venida (Hech. 24:15), pero este evento ya ocurrió con un ser humano, el Hijo de Dios (Hech. 2:32). Él salió de la tumba vivo y derrotó el poder de la muerte. Hasta podríamos decir que la resurrección de Jesús anticipó nuestra resurrección futura (1 Tes. 4:14,16c). No existe incertidumbre en la expresión de la esperanza cristiana. Nosotros también esperamos nuestra glorificación cuando regrese nuestro Señor (Rom. 5:2), con plena confianza de que ocurrirá porque Dios resucitó a Jesús y lo glorificó (1 Ped. 1:21). Él es nuestra “esperanza de gloria” (Col. 1:27). El contenido de la esperanza apostólica incluye la vida eterna (Tito 1:2; 3:7); pero, en el tiempo presente, nuestra vida está escondida con Cristo en Dios: “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Col. 3:4). Esperamos una nueva creación, pero Jesús ya introdujo una nueva creación para aquellos que están en él (2 Ped. 3:13; Apoc. 21:1; 2 Cor. 5:17; 1 Ped. 1:3). El contenido de nuestra esperanza es una realidad objetiva en Cristo y en lo que él ya hizo por nosotros. La esperanza apostólica no pertenece al ámbito de los sueños humanos, sino que está firmemente afianzada en la obra y en la persona del Hijo de Dios.

La expectativa apostólica y la vida cristiana

Es incuestionable que la esperanza está, por naturaleza, orientada hacia el futuro. Pero una esperanza que no marca una diferencia en las condiciones existentes de la vida carece de valor y de propósito. La esperanza apostólica no se distancia de las realidades del presente; más bien, las enfrenta con valentía. Lo hace en un plano personal y colectivo, como en las interacciones de los creyentes con el mundo en general. Esto se retrata en el Nuevo Testamento por medio de la asociación del concepto de esperanza con otra terminología y conceptos.

Esperanza y amor. En 1 Corintios 13:13, Pablo declara: “Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor”. Puede ser correcto afirmar que los tres son inseparables porque, por un lado, la esperanza orienta la fe hacia el futuro y la desafía a ser preservada; y, por otro lado, el amor desafía a la esperanza a que actúe en el presente. La esperanza no permite que el amor esté tan obsesionado con lo inmediato como para que olvide la consumación de la salvación. Pero el amor conduce la existencia escatológica (caracterizada por la libertad de todo egoísmo y de sufrimiento), para que marque su presencia en el aquí y ahora por medio del cuidado desinteresado por los demás (cf. Heb. 6:10,11). El modelo para este estilo de vida es Jesucristo mismo, quien constantemente proclamó la venida del Reino de Dios como una expectación escatológica mientras, al mismo tiempo, atendía a los pobres y a los necesitados (Mat. 4:23). Elementos de la expectativa escatológica se hicieron presentes en su ministerio con tal de ¡lustrar la calidad de vida en el Reino de Dios. Al igual que la fe y la esperanza, el amor ágape no es natural para los seres humanos. Fue derramado en el corazón humano por medio del Espíritu y nos asegura que nuestra esperanza no nos defraudará; será cumplida (Rom. 5:5).

Esperanza y santidad. La expectativa apostólica del pronto regreso de Cristo enlaza la esperanza con la santidad, indicando que la esperanza debe ejercer una influencia constante en la vida de los creyentes. Juan escribe: “Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:3). Juan define esta esperanza como la expectativa de ser semejante a Jesús y de verlo en su venida (3:2). Lo que está implícito es que, para ver a aquel que es puro, uno también debe serlo. La esperanza inicia en el presente, por medio del Espíritu, nuestra transformación a la semejanza del Hijo de Dios (cf. Mat. 5:8). Nos estamos convirtiendo en lo que seremos plenamente en el eschaton, cuando “seremos transformados” (1 Cor. 15:52). La relación entre la esperanza y la santidad no tiene que ver solo con nuestra vida espiritual sino también con el significado ético de la esperanza cristiana (cf. 1 Tes. 5:5-8). Pedro declara que, teniendo en cuenta la venida del Señor, debemos “andar en santa y piadosa manera de vivir, esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios” (2 Ped. 3:11,12). Esta es la vida ética y moral de aquellos que han depositado su confianza en Jesús y que reflejan la de su Maestro.

Esperanza y constancia. La esperanza también impacta la calidad de nuestra vida interior al darnos valentía. La esperanza puede ser desafiada por un entorno hostil, pero es en estos escenarios donde la esperanza produce constancia (1 Tes. 1:3). Lo que esperamos con devoción -el retorno de Jesús en gloria- es un evento tan maravilloso que nos impele a “ser constantes”. La palabra griega hupomone expresa la idea de permanecer fiel al Señor, de aferrarse a la esperanza, al resistir la opresión, la aflicción y la tentación mientras esperamos la intervención divina (Heb. 3:6; 10:23). La fuerza de la esperanza es tal que puede lograr que nuestro compromiso con el Señor sea inamovible (Col. 1:23).

Esperanza y gozo. La esperanza logra alcanzar la vida de los creyentes y la llena de gozo. Pablo exhorta a los creyentes a que se regocijen en la esperanza (Rom. 5:2) y que estemos gozosos en la esperanza (12:12). Existe algo en la esperanza cristiana que conduce a los creyentes a que anticipen su cumplimiento y que se llenen de gozo. La esperanza trae elementos desde el futuro hasta el presente y comenzamos a experimentar ahora el gozo que será nuestro cuando veamos al Señor en su venida gloriosa. Por supuesto, este gozo proviene del “Dios de esperanza” (15:13). En la Biblia, gozo es lo que define la naturaleza de la vida en la presencia de Dios, y ocupa el lugar del sufrimiento, de la pena y del dolor de la muerte (Judas 24; Apoc. 19:7; 21:3, 4; cf Isa. 35; Jer. 31:13). La esperanza se anticipa a ese momento y nos permite saborearlo en el presente.

Esperanzo y proclamación. La riqueza y la belleza de la esperanza apostólica no puede ser la posesión egoísta de unos pocos. La esperanza es universal porque la necesidad humana de ella también lo es. Los seres humanos son, por naturaleza, seres sin esperanza en un mundo de pecado y muerte (Efe. 2:12), pero Dios quiere que todos disfruten la plenitud de su esperanza. El cristiano que ha recibido (por gracia y por medio del Espíritu) la esperanza de la consumación de la salvación en ocasión de la paruosía se ve impelido, por esa esperanza, a proclamarla al mundo. Ha sido elegido por Dios para “dar a conocer las riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles; que es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (Col. 1:27). La esperanza cristiana coloca en el corazón humano la urgencia de compartirla con aquellos que se alejan en un mar de desesperanza. Los creyentes son llamados a estar “siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Ped. 3:15).

La expectativa escatológica apostólica del retorno de Cristo en gloria sigue enriqueciendo la vida de millones alrededor del mundo. Ellos constantemente anticipan este glorioso evento. Esta esperanza ha alterado de forma radical sus vidas, llenándolas de propósito y transformándolos en mensajeros de esperanza. Para ellos, la búsqueda constante de esperanza que sana y llena el corazón humano ha terminado. Son peregrinos de esperanza en aquel en quien las riquezas de su gracia se han encarnado en actos de amor y bondad, moldeadas conforme a aquel que es su verdadera esperanza: Jesucristo.

Sobre el autor: Fue director del Instituto de Investigación Bíblica de la Asociación General.