Estamos convencidos de que la Biblia, compuesta por el Antiguo y el Nuevo Testamento, es la revelación escrita de la voluntad y el carácter de Dios, y que ha llegado a la raza humana en su forma final a través de un proceso de inspiración. La revelación, que denota la apertura de Dios mismo a la raza humana, ha tenido lugar a través de una variedad de medios. “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas” (Heb. 1:1). Así que los medios de la revelación para una generación no son necesariamente los mismos que se utilizaron para una generación posterior.

   Para Adán y Eva, en su estado de perfección moral anterior a la caída, la modalidad de revelación divina era la comunicación cara a cara, libre de distorsiones de toda naturaleza. Dios mismo fue el primer maestro del hombre, Adán y Eva eran los alumnos, la naturaleza era el libro de texto, el jardín del Edén era el aula de clases. No había necesidad de que la Deidad utilizara intermediarios, como ángeles o profetas, para revelarse a sí misma a la raza humana. Pero después del primer acto de desobediencia del hombre, su naturaleza se corrompió y su mente se distorsionó, de manera que Dios no pudo utilizar ya esos medios de comunicación. El pecado produjo una nube oscurecedora entre Dios y el hombre (véase Isa. 59: 2), y corrió un velo de distorsión sobre la faz de la naturaleza (véase Rom. 1: 20-23). La intención original del Creador era que el mundo natural proveyera una revelación de su gloria, su bondad, y su poder y deidad (véase Sal. 19:1; Hech. 14:17; Rom. 1:18-20). Esa revelación, algunas veces llamada revelación general, ha sido distorsionada y disminuida por los efectos del pecado tanto en la mente del hombre como sobre la naturaleza. Hoy es imposible que el hombre degenerado llegue a una correcta concepción de la Deidad sin la ayuda de una revelación especial. Por lo tanto, Dios ofrece al hombre las Sagradas Escrituras como el medio de comprender correctamente el origen, el propósito y el destino del mundo natural y también de la humanidad.

  Además de la revelación general de la naturaleza y de la revelación especial de la Palabra de Dios, otros vehículos de revelación divinamente elegidos son los sueños, los tipos y los simbolismos, las oraciones contestadas y la Providencia. Dios está revelándose a sí mismo constantemente por medio de su intervención sobrenatural en los asuntos humanos. Pero mientras que Él está actuando en todo momento en el devenir de los acontecimientos humanos, interviene especialmente en ocasiones particulares (tales como el éxodo de la esclavitud de Egipto) para revelarse de una manera señalada. Esas intervenciones se llaman “sus actos poderosos” (Sal. 145:12).

  Tampoco se deja al hombre librado a una interpretación de sus actos poderosos. “Dios no sólo ha actuado, también ha hablado”. (“Study Documents on Inspiration and Creation”, Adventist Review, enero 17, 1980, pág. 8). Sin un comentario divinamente inspirado de esas intervenciones, el hombre no podría interpretarlo correctamente. Por ejemplo, la breve declaración: “Cristo murió por nuestros pecados” (1 Cor. 15: 3) presenta tanto el acto en sí mismo (“Cristo murió”) como su significado (“por nuestros pecados”). De la misma manera, la revelación que se nos da a través de los sueños, a través de los tipos y los simbolismos en el servicio del Santuario, y a través de las oraciones contestadas, debe ser acompañada por la interpretación para que pueda ser de valor.

La revelación suprema

  Pero muy superior a la revelación de Dios en los tipos y los símbolos, en los sueños y las visiones, o en la voz de los profetas, es la revelación de sí mismo en la forma de un ser humano. Por precepto y por ejemplo, Jesucristo, la encarnación de Dios, enseñó a los hombres acerca de su Padre cosas que no podrían aprenderse de ninguna otra manera. La revelación centrada en la cruz es la más elevada, y el conocimiento de “Jesucristo, y a este crucificado” (1 Cor. 2:2) excede a todo otro conocimiento. Con respecto a esa revelación suprema, las Escrituras declaran: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días ha hablado por el Hijo” (Heb. 1:1).

  Para los que vivimos en el siglo XX, la revelación de Dios en su hijo Jesucristo puede y debe ser comunicada por intermediarios, que en este caso son principalmente testigos oculares (Pablo es la excepción más notable). Uno de esos testigos declara que se basa en “lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palparon nuestras manos tocantes al Verbo de la vida” (1 Juan 1:1). La revelación de Dios en carne humana es muy superior a la revelación de la ley mosaica (véase Juan 1:14-17; 2 Cor. 3: 7-14), en los tipos y en los símbolos del servicio del Santuario (véase Heb. 8: 3-6), o en los mensajes proféticos (véase Mar. 8: 27-29; Luc. 16: 16; Heb. 1:1).

El papel del profeta

  De acuerdo con la anterior definición y los usos de la palabra en la Escritura, un “profeta” es quien actúa como un intermediario, un orador, entre Dios y el hombre (véase Gén 20: 7; Exo. 4:10-16; 7: 1). El profeta no puede dar otro mensaje que el que le ha sido entregado por Dios, tal como lo ¡lustra la experiencia de Balaam y el llamado de Jeremías. (Véase Núm. 22:38; Jer. 1:7.) Habla con la plena autoridad de Dios tras de sí, como lo indica la expresión “así dijo el Señor”. El profeta es aquel que habla y conduce (véase Ose. 12:13), que reprende y anima (véase 2 Sam. 12: 7-14; Esd. 6: 14), y que revela los misterios de la intervención de Dios en los asuntos humanos (véase Amos 3: 7). La fuente de revelación es siempre Dios; el hombre es meramente el instrumento y el vehículo para la comunicación. Dios es siempre el iniciador; el profeta es quien continúa. Si el orden se revirtiera, y el profeta tomara la iniciativa, su mensaje podría contener errores y debería cambiarse más tarde, como en el caso del consejo de Natán a David (véase 1 Crón. 17:1-4).

  Dios ha utilizado diferentes métodos por los cuales revelarse y revelar su voluntad al profeta: sentimientos inspirados, sueños, visiones, y algunas veces ángeles que le dieron mensajes explícitos. En algunos casos el escritor bíblico recibió la instrucción del Espíritu Santo de escribir mensajes para la edificación del pueblo de Dios de generaciones posteriores, pero no todos los mensajes escritos se incorporaron posteriormente en la Escritura (véase Jos. 10:13; 2 Sam. 1:18; 1 Crón. 29: 29; 2 Crón. 9: 29; 26: 22). Algunas veces los profetas incorporaron materiales previamente escritos o hablados en sus mensajes en la medida en que el Espíritu Santo lo aconsejaba (véase Luc. 1:1-4; Jud. 14, 15; 1 Cor. 15:3; Hech. 17:28). En otros casos el profeta o escritor bíblico recibía impresiones o sensaciones divinas sin tener un sueño o una visión, mientras estudiaban o meditaban revelaciones anteriores. Sin embargo, el profeta dependía totalmente del Espíritu Santo al escribir esos mensajes.

  Es nuestra creencia que “la Biblia vino a través de la actividad divina por la cual Dios se reveló a sí mismo a agentes especialmente escogidos. Les entregó el conocimiento de sí mismo, su voluntad, el mundo, y el universo, juntamente con la base y los medios para comprenderlo. Dios inspiró a sus hombres para recibir y comunicar su revelación veraz y autoritativamente” (ibíd., pág. 9).

  La revelación se refiere al contenido del mensaje, así como al acto de apertura al profeta o escritor bíblico. La inspiración describe la comunicación ferviente del mensaje al pueblo. Revelación es el puente entre Dios y el profeta; la inspiración asegura que la revelación se transmita fielmente del profeta al pueblo. En realidad, tanto la revelación como la inspiración son parte de un proceso continuo, que no siempre es posible separar en dos experiencias distintas o sucesivas.

  Tenemos un vistazo de cómo funciona este proceso bipartito en los capítulos de apertura y cierre del libro del Apocalipsis: “La revelación de Jesucristo, que Dios le dio, para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto; y la declaró enviándola por medio de su ángel a su siervo Juan, que ha dado testimonio de la Palabra de Dios, y del testimonio de Jesucristo, y de todas las cosas que ha visto” (Apoc. 1:1,2). “Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas” (cap. 21: 5). La revelación es recibida inicialmente por el profeta Juan a través de un ángel, así como a través de visiones, y oportunamente, bajo la inspiración de Dios, él entregará ese mensaje a las siete iglesias en forma escrita. De esa manera la fidelidad y la exactitud de la transmisión se mantiene a través de la inspiración.

La naturaleza de la inspiración

Al discutir la naturaleza de la inspiración debemos manejarnos con mucha precaución y reverencia, porque un erudito no inspirado no puede explorar completamente las profundidades de un proceso que sólo una persona inspirada ha vivido y que sólo ella puede comprender plenamente. La inspiración debería definirse primeramente desde un punto de vista interno, antes que externo. Es decir, la inspiración debería ser su propio intérprete. El apóstol inspirado escribe: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia” (2 Tim. 3: 16). Los Adventistas del Séptimo Día rechazan la traducción que se encuentra en la New English Bible para este versículo: “Toda Escritura inspirada tiene su uso para la enseñanza de la verdad y refutar el error”. Lo que implica esa traducción es que no toda “escritura” es inspirada, y eso lo rechazamos. Sentimos que no corresponde al intérprete humano distinguir qué porciones de la Biblia son inspiradas y cuáles no. Sino que toda la Escritura es inspirada o no lo es.

  Desde nuestra comprensión de la Escritura, creemos y enseñamos que la inspiración actúa más sobre la persona y el profeta que sobre la pluma. Rechazamos toda forma de dictado para explicar la escritura de las Escrituras. Dios se comunicó a través de “santos hombres”, cuyo mensaje, aunque había sido motivado por el Espíritu Santo, había sido puesto en palabras de su propia elección (véase 2 Ped. 1: 21). El vocabulario y el estilo de cada escritor bíblico refleja su propia personalidad, su trasfondo cultural, su nivel educativo, intereses y asociaciones. Por lo tanto, no se puede decir que las palabras en sí mismas fueran dictadas por el Espíritu Santo.

  En el momento en que el profeta recibe un mensaje, puede no comprender ese mensaje (véase Dan. 8: 15, 17, 27; 9: 22, 23; 1 Ped. 1: 10, 11). La Biblia, que es la Palabra escrita de Dios, es semejante a Cristo, la palabra encarnada; en el hecho de que hubo una unión de lo humano y lo divino en el Dios encarnado, de esa manera también hay una unión de lo divino y de lo humano en la Escritura. De qué forma tuvo lugar esa unión es un misterio (véase 1 Tim. 3:16). El producto final es una revelación infalible de la voluntad de Dios al hombre entregada en el lenguaje finito de la humanidad.

  A la vez que reconocemos que eruditos bíblicos sensatos han notado las diferencias de la perspectiva entre distintos escritores de la Biblia (especialmente cuando esos  escritores tratan el mismo tema) e incluso pueden observarse discrepancias menores entre los escritores sinópticos de los Evangelios y entre los escritos paralelos de los Reyes y las Crónicas, diferencias de fechas sin importancia en el detalle, no afectan de ninguna manera el panorama general del mensaje de la Escritura y su completa confiabilidad. Por las normas de erudición de la actualidad, los escritores inspirados del Nuevo Testamento pueden citar o interpretar versículos del Antiguo Testamento “sin demasiada exactitud” (véase Mat. 2:23; 27:9; 8: 7, 4: 14; y Gál. 3: 17, como ejemplos de versículos del Antiguo Testamento que son interpretados por escritores del Nuevo Testamento de manera que uno consideraría cuestionable por las normas corrientes de erudición). Sin embargo, esa situación de ninguna manera afecta nuestra comprensión de ninguna enseñanza o doctrina fundamental de las Escrituras, ni disminuye nuestro concepto de la Escritura como Palabra de Dios. Las palabras en sí mismas, por ser humanas, pueden ser falibles, pero el mensaje inalterable del plan de Dios para la salvación humana continúa siendo infalible.

  Ciertamente, la arqueología bíblica, en vez de arrojar dudas sobre las Escrituras, ha vindicado vez tras vez la autenticidad y la exactitud del registro bíblico. No creemos, sin embargo, que la inspiración bíblica dependa de la pala de los arqueólogos. Nosotros concordamos con Francis L. Patton: “Es peligroso decir que por ser inspirada la Biblia está libre de errores; pues de esa manera un simple error destruiría la inspiración” (Fundamental Christianity, pág. 163).

  Aunque queremos utilizar a la arqueología para vindicar la sorprendente exactitud de la Biblia, si dejamos que la inspiración dependa de la evidencia desenterrada por el pico del arqueólogo, corremos el riesgo de que la arqueología demuestre que un detalle pequeño de la Escritura no está en armonía con los hechos conocidos. La pala del arqueólogo tiene dos puntas.

  La Biblia se autentica a sí misma, y la prueba de su inspiración no se encuentra en la arqueología, sino en su capacidad de transformar las vidas humanas y realizar el milagro de la recreación (véase 1 Ped. 1:23).

La autoridad de la Escritura

  Cuando esas cartas se escribieron, Pablo era consciente del hecho de que estaba hablando con la autoridad del Señor y de que sus escritos se utilizarían como una prueba de fe: “Si alguno no obedece a lo que decimos por medio de esta carta, a ese señaladlo, y no os juntéis con él” (2 Tes. 3: 14). De acuerdo con Pablo tanto sus mensajes escritos como hablados provenían directamente de Dios, y por lo tanto eran autoritativos: “Por lo cual también nosotros sin cesar damos gracias a Dios, de que cuando recibisteis la Palabra de Dios creísteis en nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es verdad, la Palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes” (1 Tes. 2:13). “Si alguno se cree profeta, o espiritual, reconozca que lo que os escribo son mandamientos del Señor” (1 Cor. 14:37).

  Cuando leemos que el propósito de la Escritura es la enseñanza para corregir, redargüir, e instruir en justicia, interpretamos que eso significa que la Escritura es el árbitro final y la norma que determina qué es la verdad. Toda escritura no canónica, sea inspirada o no, debe medirse con la prueba final de la Escritura, y toda enseñanza o práctica que no armonice con esa prueba debe rechazarse.

  Creemos que el canon inspirado se limita a 66 libros del Antiguo y el Nuevo Testamento. “Los Adventistas del Séptimo Día aceptan la Biblia completa, y creen que no contiene meramente la Palabra de Dios, sino que es la Palabra de Dios” (Adventist Review, 1980, pág. 10). Rechazamos la idea de que exista “un canon dentro del canon”, como así también la posibilidad de que los escritos de cualquier reformador o escritor de la actualidad pudiera ser incluido en el canon Para nosotros, el canon se cerró al final del primer siglo de la era cristiana, aunque fue después de dos o tres siglos que la iglesia cristiana reconoció dónde estaban los límites del canon. Rechazamos la posibilidad de que los escritos intertestamentarios, tales como los apócrifos y los pseudoepigráficos, pudieran incluirse en el canon, pues en ninguna parte del Nuevo Testamento se los considera “Escritura” ni se los cita con las palabras “escrito está”.

  La autoridad de la Biblia se extiende más allá de ser una prueba de doctrina, e incluye áreas tales como ciencias, historia, salud, y educación. Sus consejos proveen una guía infalible para determinar la ética personal y establecer las relaciones interpersonales. De hecho, no hay ningún aspecto de la vida diaria que no sea abordado por sus principios básicos. La Biblia nos provee de todo lo necesario para la vida cristiana y, si se la sigue, nos conducirá finalmente a la vida eterna (véase Juan 5: 39). Sólo con la ayuda del Espíritu Santo puede el hombre interpretar correctamente las Escrituras y correctamente aplicar sus principios diariamente (véase Juan 16: 13).

  Además del don de Cristo que murió en la cruz, el don más precioso entregado por Dios a la humanidad es el de su Palabra. No hay otra herramienta más poderosa para quienes han aceptado a Cristo como su Salvador que la Biblia. Así como la Palabra hablada trajo la vida a la existencia sobre este planeta en la creación, así la palabra crea una nueva vida en el alma pecaminosa del hombre (véase Sal. 33: 6). “Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida”; “y ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 6: 63; 17: 3). ¿Cómo podemos conocer al uno si no conocemos al otro?