El bautismo no puede ser tratado deforma descuidada, como si fuera solo un testimonio público de la aceptación de Jesucristo.

Entre las confesiones cristianas que adoptan la forma bíblica del bautismo (inmersión) y, por consiguiente, rechazan la práctica del bautismo infantil, existe cierta diversidad con respecto a la edad considerada mínima para participar del rito. Blanco de discusiones acaloradas desde los tiempos de la Reforma Protestante, la edad bautismal ha sufrido una considerable reducción en estos casi quinientos años de historia, pasando de los 30 años, entre los anabaptistas del siglo XVI (siendo que la edad media era de 36,4)[1] a 4 años entre algunos bautistas modernos.[2] Varios otros grupos, tanto bautistas como menonitas, prefieren la edad alrededor de los 10 a los 12 años. Lo mismo ocurre en la Iglesia Adventista, pero hay excepciones. En algunos países, niños de hasta 5 años de edad han sido conducidos al bautismo, mientras que entre otros la idea de que se bauticen adolescentes, aun de familias adventistas, con menos de 14 ó 15 años de edad, llega a ser considerada casi una herejía. Es probable, por lo tanto, que el asunto merezca un cuidadoso análisis a partir de una perspectiva más amplia, que tome en cuenta cuestiones tanto de naturaleza histórica y teológica como aspectos relacionados con el desarrollo del niño.

El origen del bautismo cristiano

Los ritos de inmersión (autoinmersión) eran abundantes en la religión judaica, de la que surgió el cristianismo. El significado más común asociado a tales ritos era el de la purificación ceremonial. Además de las situaciones previstas en el Pentateuco (Lev. 14:8-9; 15:2-30; 16:4, 24, 26-28; 22:3-7; 17:15, 16; Núm. 19:2-8; Deut. 23:11), otros varios baños ceremoniales eran practicados por un gran número de judíos en los días de Jesús. Había rituales diarios, como los observados por los esenios, al igual que rituales específicos que señalaban la participación en alguna ceremonia religiosa. Hay informaciones de que los hemerobautistas, una secta judía de la que se sabe muy poco, se llegaban a bañar antes de cada comida.[3]

Los judíos del primer siglo también acostumbraban exigir la inmersión (además de la circuncisión, en el caso de los hombres, y de una ofrenda en el Templo) de los gentiles que se convertían al judaísmo, los llamados prosélitos. En lugar de ser un ritual de iniciación, la inmersión de los prosélitos era de naturaleza exclusivamente ceremoniales decir, consistía en solo una purificación de las impurezas paganas e idólatras, y el rito era cumplido también por medio de la autoinmersión: la persona entraba sola al agua, si bien se necesitaba la presencia de al menos dos hombres instruidos en la Ley (rabinos), pues de lo contrario la ceremonia no era considerada válida.[4]

El bautismo cristiano, no obstante, no deriva de ninguna de estas prácticas ceremoniales judaicas, ni tampoco del bautismo de los prosélitos, sino del bautismo moral introducido por Juan el Bautista. Enviado por Dios como precursor de Jesús (Mat. 3:1-3, 11, 12; Mar. 1:2-4; Luc. 3:1-6; Juan 1:6-8, 15, 23, 25-27), Juan el Bautista desarrolló su ministerio en el desierto de Judea, donde anunciaba la llegada del Reino de Dios (Mat. 3:1, 2) y el bautismo de “arrepentimiento” (Mar. 1:4; Luc. 3:3; Hech. 13:24; 19:4) para “remisión de los pecados” (Mar. 1:4; Luc. 3:3), en vista de la “ira venidera” (Mat. 3:5-10; Luc. 3:7). Diferente de las inmersiones judaicas, por lo tanto, el bautismo de Juan era una ceremonia única (no repetitiva) con un profundo significado profético y simbólico, y era concebido de forma pasiva; es decir, Juan mismo era el que lo administraba (Mat. 3:5-6, 11, 13-17; Juan 1:33; Hech. 19:4). Fue exactamente por eso que Juan llegó a ser conocido como “el Bautista”; es decir, “el que bautizaba” (Mat. 3:1; 11:1-12; 14:2, 8; 16:14; 17:13; Luc. 7:20, 33; 9:19; Mar. 6:25; 8:28; Juan 1:25).

La relación entre el bautismo cristiano y el bautismo de Juan es obvia y no necesita ser argumentada en detalles. No solo Jesús y supuestamente algunos de sus discípulos fueron bautizados por Juan (Mat. 3:13-17; Juan 1:35-42), sino también el comienzo de la actividad bautismal de Jesús y de sus discípulos se dio en íntima asociación con el ministerio de Juan (Juan 3:22, 23; 4:1, 2). Desde su inicio, por lo tanto, el bautismo cristiano no consistía sino en una continuación del bautismo introducido por Juan, incluso en la forma, dado que también era recibido pasivamente por el interesado. Es verdad que luego del Pentecostés el bautismo cristiano adquirió nuevos elementos -la administración “en nombre de Jesús”[5] y el “don del Espíritu Santo (Hech. 2:38; 8:14-17; 10:47, 48; 19:5, 6)-, pero todavía podía ser definido como el bautismo de arrepentimiento para el perdón de los pecados (Hech. 2:38; 22:16; ver Efe. 5:25-27; Tito 3:5-7). En otras palabras, no perdió su carácter moral (conversión) ni la orientación escatológica (Juan 3:5; Hech. 2:38-40; Rom. 6:4, 5; Tito 3:5-7) que heredara del bautismo de Juan.

Tal vez convenga resaltar que la iglesia apostólica, como un todo, nunca rompió con el bautismo de Juan, ni siquiera con los cambios introducidos en el bautismo cristiano luego de Pentecostés. El episodio ocurrido en Éfeso y registrado en Hechos 19:1 al 7, en el que Pablo rebautizó a algunos creyentes que habían sido bautizados por Juan antes de convertirse en discípulos de Jesús, parece haber sido único en el período apostólico. Ni Aquila y Priscila rebautizaron a Apolo, un cristiano proveniente de Alejandría que se encontraba en una situación idéntica a los discípulos de Éfeso (Hech. 18:24-28), ni la iglesia de Jerusalén rebautizó a los ciento veinte discípulos que venían de antes de la época del Pentecostés (Hech. 1:15), que habían recibido el bautismo primitivo o, en algunos casos, solo el bautismo de Juan propiamente dicho (Juan 1:35-42). El hecho de que Pablo haya rebautizado a los discípulos de Éfeso tal vez se deba, por lo menos en parte, a la experiencia de conversión del propio apóstol, que ocurriera luego de Pentecostés, siendo que él mismo había sido bautizado en el nombre de Jesús (Hech. 22:6; ver Rom. 6:3). La iglesia apostólica, e incluso la posapostólica, siempre tuvo un elevado respeto por Juan el Bautista (Mat. 11:11; 17:10-13; Juan 1:6, 7; 5:33-35), cuyo ministerio representaba el mismo inicio del movimiento cristiano (Hech. 1:21, 22; 10:36, 37; 13:23-25).[6]

El significado del bautismo

El significado del bautismo cristiano está determinado por su naturaleza moral. El bautismo está asociado, en primer lugar, a la oferta del perdón inherente al evangelio. Fue de esta manera que el mismo Jesús definió su ministerio (Mar. 2:17; Mat. 9:1-6; Luc. 7:36-50), y fue de este modo que los apóstoles lo anunciaron al mundo (Hech. 13:38; Efe. 1:7; Col. 1:13, 14). En segundo lugar, el bautismo está asociado a una respuesta de fe por parte del pecador (Hech. 10:43; 13:39; 16:30-33; 18:8). Eso significa que el perdón de los pecados no es inevitable (automático), sino que resulta de una aceptación y una confianza irrestrictas en el don salvador de Jesús (Juan 1:12; 3:16; Rom. 1:16, 17; 10:9). En tercer lugar, el bautismo está asociado al arrepentimiento, que es un subproducto de la fe. El hecho de creer por sí solo ya es una respuesta voluntaria y consciente a la predicación del evangelio (Rom. 10:14), pero esa respuesta también debe incluir lo que llamamos arrepentimiento (Hech. 5:31); de lo contrario, no puede ser considerada genuina (Hech. 20:21; Heb. 6:1). En otras palabras, la fe genuina conduce al arrepentimiento.

Y ¿qué es el arrepentimiento? En el Nuevo Testamento, hay dos palabras griegas que generalmente son traducidas como “arrepentimiento”: metanoia y metamelomai. Usada solo seis veces, metamelomai tiene un sentido más restringido, y no va más allá de un sentimiento de remordimiento o tristeza (Mat. 21:29,32; 27:3; 2 Cor. 7:8; Heb. 7:21). Es claro que el verdadero arrepentimiento incluye la idea de remordimiento o tristeza, pero no se limita a eso. La noción más completa del verdadero arrepentimiento está expresada por el sustantivo metanoia, al igual que por metanoeó, su correspondiente verbal (“arrepentirse”). La idea de metanoia/metanoeó, que juntas aparecen 56 veces en el Nuevo Testamento, es la de un cambio completo de mente; es decir, un cambio completo de actitud, al punto de influenciar en toda la existencia de la persona (Luc. 3:8-14; Hech. 26:19, 20; 2 Cor. 12:21; 2 Tim. 2:24-26).[7] En este caso, habría sido mucho más apropiado si solo metamelomai hubiera sido traducida en español como “arrepentimiento”, palabra de origen latino que significa remordimiento o tristeza. En español, la traducción más correcta de metanoia/metanoeó sería “conversión/convertirse”, que etimológicamente significa cambio de rumbo o dirección. El verdadero arrepentimiento, por lo tanto, significa el abandono de viejas opiniones, actitudes y comportamientos, y la aceptación consciente e integral de un nuevo patrón de creencias, una nueva disposición o postura, que se refleja en todos los aspectos de la vida, como es ilustrada, por ejemplo, en la parábola del hijo pródigo (Luc. 15:11-24).

La relación entre el bautismo y el arrepentimiento ayuda a explicar una de las metáforas bautismales más significativas del apóstol Pablo, la metáfora de la muerte y la resurrección (Rom. 6:1- 11). Tomando como base la forma del bautismo bíblico (la inmersión), el apóstol desarrolla la idea de que la experiencia del bautismo simboliza la muerte a la vida antigua (vers. 1-3) y la resurrección a una vida completamente nueva, ya no más sujeta al pecado (vers. 4-6). Y todo esto debe ocurrir en un nivel absolutamente consciente, conforme es demostrado por el verbo logizomai en el versículo 11. Este verbo, que significa “juzgar/considerar”, incorpora la noción de una cuidadosa actividad cognitiva, de manera que, al aceptar el bautismo, el pecador debe estar en plenas condiciones de tomar una decisión, la decisión de servir a Dios, sin permitir más que el pecado reine en su vida, sino sujetándose voluntaria y completamente a la voluntad de Dios (vers. 12,13).

El bautismo, por lo tanto, consiste en una confesión pública no solo de un cambio de vida, sino principalmente de un señorío. Al ser bautizado, el pecador está escogiendo someter su vida a la voluntad de un nuevo Señor y declarar su entera lealtad a él. Este es, también, el significado de los dos elementos que fueron agregados al bautismo cristiano luego de Pentecostés. La fórmula “en nombre de Jesús” tiene la finalidad de dedicar al candidato a Jesucristo, y el don del Espíritu Santo, de hacer que eso sea una realidad. Al aceptar el bautismo, por lo tanto, el pecador declara solemnemente que, desde ese momento en adelante, su vida tiene un nuevo Señor. No está más entregado a los poderes que hasta allí habían dictado el curso de sus acciones. Cristo, ahora, es quien tiene el control absoluto (1 Cor. 1:12, 13). Y el Espíritu Santo, aparte de su capacitación profética (ver Hech. 1:8; 13:1), es quien habilitará al creyente para vivir realmente en sujeción a Cristo (Rom. 8:9,14,15; Gál. 4:6; 5:22-25; 1 Cor. 12:3).[8]

Se ha sugerido que el propio uso de la palabra “creyente”, o sus equivalentes, en el libro de Hechos (Hech. 5:14; 11:21; 13:48; 14:1; 15:5, 7; 17:34; 18:8, 27; 19:18; 21:20, 25), indica que, a partir de Pentecostés, el rito bautismal incluía una especie de examen del candidato: la pregunta de si creía en verdad en Jesús como Salvador y Señor; pregunta que debía ser respondida afirmativamente. Hay claras evidencias de que un examen así se convertiría en práctica común en la iglesia del segundo siglo en adelante. El propio surgimiento de la lectura variante de Hechos 8:37 (“Felipe respondió: Es lícito, si crees de todo corazón. Y, respondiendo él, dijo: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios”) puede estar relacionado con esta práctica, que tal vez se remonte a los mismos comienzos de la actividad apostólica.[9]

Sea como fuere, el bautismo no puede ser tratado de forma descuidada, como si fuera solo un testimonio público de la aceptación de Jesucristo. Si bien el bautismo es un testimonio público de la aceptación de Jesús, una vaga percepción de este hecho no es suficiente, no a la luz del pleno significado del rito conforme es encontrado en las páginas del Nuevo Testamento. La relación que existe entre el bautismo y el evangelio, la fe y el arrepentimiento, presupone un elevado nivel tanto de la capacidad cognitiva como del ejercicio de la voluntad del que será bautizado. La respuesta de fe a la predicación del evangelio y el verdadero arrepentimiento implican elecciones conscientes, y toma de decisiones que impactarán profundamente toda su vida y cuyo alcance será eterno. La entrega y el compromiso exigidos por el bautismo no pueden de modo alguno ser minimizados, incluso más si las enseñanzas doctrinales y éticas de Cristo también son tomadas en consideración, como lo que debe ser comprendido y practicado por todo el que aceptó el señorío de Cristo.

En la siguiente parte de este artículo se analizará el tema del bautismo de niños en el Nuevo Testamento, al igual que algunas consideraciones históricas y pedagógicas.

Sobre el autor: Profesor de Nuevo Testamento en el SALT, Engenheiro Coelho, SP, Rep. Del Brasil.


Referencias

[1] Leland D. Harder, “Age at Baptism”, Mennonite Encyclopedia Online (http://www.gameo.org/encyclopedia/contents/B369ME.html), accedido el 20 de octubre de 2008.

[2] Ken Camp, “Baptism Meanings and Methods”, Thoughts and Actions (http://thoughtsactions.wordpress.com/2006/08/17/baptism-meanings-and-methods-spark- debate-among-some-baptists/), accedido el 19 de octubre de 2008.

[3] Vea especialmente Robert L. Webb, John the Baptizer and Prophet: A Socio-historical Study (Sheffield: Sheffield Academic Press, 1991), pp. 95-162.

[4] B. Yebamoth 47a. Sobre el bautismo de prosélitos, vea Louis H. Feldman, Jew and Gentile in the Ancient World: Attitudes and Interactions from Alexander to Justinian (Princeton: Princeton University Press, 1993), pp. 288-341.

[5] Sobre la relación entre el bautismo “en nombre de Jesús” del libro de Hechos y la fórmula trinitaria de Mateo 28:19, vea León Morris, The Gospel According to Matthew (Grand Rapids: Eerdmans, 1992), pp. 747, 748.

[6] Para un estudio completo de Hechos 19:1 al 7, vea I Wilson Paroschi, “Acts 19:1-7 Reconsidered in Light of Paul’s Theology of Baptism”, Andrews University Seminary Studies (que será publicado en I breve).

[7] H. Merklein, “Metanoia/metanoeó”, Exegetical Dictionary ofthe New Testament, 3 ts. (Grand Rapids: Eerdmans, 1990-1993), t. 2, pp.  415-419.  

[8] Eduard Lohse, The First Christians: Their Beginnings, Writings, and Beliefs, trad. M. Eugene Boring (Philadelphia: I Fortress, 1983), p. 68.

[9] Vea Lars Hartman, “Baptism”, Anchor Bible Dictionary, 6 ts. (Nueva York: Doubleday, 1991), 1.1, p. 591.