La manera en que percibimos a Dios, la manera en que contemplamos al mundo que nos rodea y la forma en que comprendemos nuestros propios seres, todas tienen sus raíces en el primer versículo de la Escritura: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra’’ (Gén. 1: 1). La teología, al igual que una gema de muchas aristas, recibe todo su esplendor de las páginas abiertas de las Sagradas Escrituras. Así como las palabras del Creador: “Sea la luz’’ (vers. 3) dieron lugar a la primera salida del sol en el mundo natural, los capítulos iniciales del Génesis dan lugar a los primeros rayos de luz acerca de Dios, el Creador, y su plan para todos los seres creados. En este punto las diferentes facetas de la teología cristiana alcanzan su más grande y profundo significado.

  Cada doctrina importante de la iglesia encuentra su piedra fundamental en la Creación. Para establecer una doctrina correcta de Dios así como del hombre debemos comenzar con Génesis 1. Allí observamos, en contraste con todos los mitos antiguos de la creación, un Dios que es distinto de la naturaleza, un Creador que está por encima y más allá de sus criaturas. No hay confusión entre la Deidad y la materia, como en el caso del paganismo y el panteísmo. Si se forzara una interpretación panteísta de Génesis 1, entonces deberíamos decir que Dios es su propio creador y que el relato de los siete días de la creación es un registro de cómo Dios se creó a sí mismo. Saliendo del Génesis, encontramos en la Escritura un perfil de un Creador que tiene sabiduría infinita (véase Salm. 104:24; Isa. 40:28) y gran poder (véase Jer. 27: 5), cuya actividad creativa es una señal de su amor (véase Sal. 33: 4-6) y quien desea la compañía de seres que tengan la capacidad de amar y ser amados (véase Isa. 45: 18; Deut. 6: 4, 5; Jer. 31: 3). La creación también revela otros aspectos del carácter de Dios tales como su gloria y deidad (véase Sal. 19:1; Rom. 1:19, 20).

El hombre es algo más que una máquina

  Además, Génesis 1 presenta una doctrina del hombre en la cual éste es distinto de su Creador, así como lo es de la naturaleza. Si el hombre no fuera distinto de Dios entonces deberíamos decir que el hombre creó su propio dios a su imagen y semejanza. Estaríamos en presencia del humanismo, el cual eleva al hombre como el ser superior del universo. Cuando el registro bíblico nos dice: “Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Gén. 2: 7), nos está informando de la paradoja de que el hombre está separado de la naturaleza mientras que es parte de la naturaleza; es algo más que una colección de moléculas, más que una máquina diseñada con habilidad cuyo cerebro actúa como computadora. Es diferente del mundo animal, porque se le ha dado soberanía sobre el resto de las criaturas (véase cap. 1:28). Sin embargo, al igual que los animales, el hombre no fue creado ex nihilo; Dios utilizó materiales preexistentes en la creación de ambos. (Véase cap. 2: 7, cf. 1: 24.) Por lo tanto, es lógico que encontremos semejanzas físicas, bioquímicas o fisiológicas entre el hombre y ciertos miembros del mundo animal, del pasado o del presente. De acuerdo con esta clave significativa del Génesis, no nos debería impactar el descubrimiento de homínidos extinguidos exhumados en África, que tienen una mayor semejanza con el hombre que los monos actuales. Eso no es una prueba de ancestros comunes de acuerdo con el Génesis, sino de un Creador común, que utilizó materiales en común y diseños semejantes.

  El Génesis también nos enseña que el hombre está dotado de una naturaleza moral, que fue creado a la imagen y semejanza de Dios, que es un ser moral (véase cap. 1: 26). Al hombre se le dio algo que no se le dio a ninguna otra criatura -la capacidad de tomar decisiones morales (véase cap. 2:16, 17). Esto nos sugeriría que la inteligencia del hombre está en un plano superior que la de cualquier otro tipo de criaturas. Los estudios científicos contemporáneos, sin embargó, tratan de demostrar que los procesos del razonamiento y pensamiento del hombre no difieren básicamente de los del mundo animal; los estudios evolucionistas tratan de cubrir la brecha existente entre el hombre y los animales. Ello está en agudo contraste con el tenor del registro del Génesis, que muestra que la humanidad es única y distinta, al menos en el aspecto espiritual y mental.

  La salvación misma tiene sus raíces en la creación. De acuerdo con el paralelismo de sinónimos del siguiente pasaje poético las designaciones de “Hacedor” y “Redentor” son equivalentes: “Porque tu marido es tu Hacedor; Jehová de los ejércitos, ese es su nombre; y tu Redentor, el Santo de Israel; Dios de toda la tierra será llamado” (Isa. 54: 5). Otros pasajes del Antiguo Testamento muestran que la salvación se basa en la Creación. (Véase Sal. 124:7, 8; Isa. 42:5, 6; Jer. 33:2, 3.) Una comparación de las dos versiones de los Diez Mandamientos muestra que una menciona a la creación como el pilar central del cuarto mandamiento, mientras que la otra menciona a la redención. (Véase Exo. 20:8-11; Deut. 5: 12-15.) Además, la redención de Israel de la cautividad babilónica, donde Dios utilizó a Ciro, el segundo Moisés, como su instrumento, se basa en el poder de Dios como Creador. (Véase Isa. 44:24-45:4, 12, 13.)

Cristo, el centro de la creación

  El Nuevo Testamento aporta una nueva dimensión a la inseparable relación entre la creación y la redención. El Evangelio de Juan (significativamente, el único de los cuatro evangelios que trata el estado de Cristo previo a la encarnación), comienza con las mismas palabras de Génesis 1:1. Cristo es presentado como el Creador no sólo aquí sino también en Colosenses 1: 16-18 y Hebreos 1:1-3. El Nuevo Testamento agrega la dimensión de que la obra de la Creación se centra en Cristo. Siendo que Cristo es nuestro Creador y existe una unión especial entre el Creador y la criatura, ¿cómo podría abandonarnos a la suerte del pecado? Así como no es natural que una madre abandone a su hijo (véase Isa. 49: 15), también es imposible pensar que Cristo abandone a la ruina eterna a los que trajo a la existencia.

  La capacidad salvadora de Cristo se basa en su poder para crear. Si Cristo no hubiera tenido parte en nuestra creación, entonces no podría ser considerado nuestro Salvador, pues solamente el Creador tiene poder para salvar. Se necesita tanto poder divino para producir vida en un corazón y mente muertos por el pecado, como se necesita para darle vida a una forma inanimada de barro o para producir un ser completo a partir de una costilla.

  Algunos creen que el registro de la creación es una leyenda con el estilo típico de otros mitos del Cercano Oriente. Consideremos las implicancias de un razonamiento tal: si Adán y Eva fueron meros personajes de leyenda, entonces no existió un jardín llamado Edén, ni un árbol llamado del conocimiento del bien y del mal, y nadie comió de su fruto con la consecuente caída en el pecado. Si no hubo caída en el pecado, entonces no hay necesidad de un Salvador divino -el hombre debe transformarse en su propio salvador. El pecado, entonces, no sería más que un mito y el Cristo encarnado sería innecesario. Esa es la antítesis de la enseñanza de la Palabra de Dios, que nos presenta nuestra necesidad del poder creador trabajando en nuestro interior. La oración de David fue: “Crea en mí, oh, Dios, un corazón limpio” (Sal. 51:10), y Pablo describe a quienes han experimentado la respuesta a esa oración como “nuevas criaturas” (2 Cor. 5:17). La obra de la creación y la obra de la redención tienen esencialmente el mismo objetivo -la producción de la imagen y la semejanza divinas en el hombre. (Véase Gén. 1:26, 27; cf. Rom. 6: 5; 2 Cor. 3: 18; Col. 3: 10.)

  La creación está unida inseparablemente a la escatología. Si minimizamos la importancia de la una invariablemente disminuiremos la importancia de la otra. En la fortaleza de una yace la fortaleza de la otra. El comienzo de la geología moderna como ciencia suele remontarse a 1785, cuando el pensador escocés James Hutton se presentó ante la real sociedad y concluyó su tratado sobre la historia de la tierra con las palabras: “Por lo tanto, el resultado de nuestra investigación es que no observamos vestigio de un comienzo, ni vislumbres de un fin”. Hutton no estaba negando la posibilidad de un comienzo y un fin de la historia de la tierra; más bien, estaba diciendo que el geólogo no está confinado al concepto bíblico de un comienzo definido en el tiempo y el espacio, ni de un fin catastrófico. Hutton estaba en diametral oposición al concepto bíblico de que Dios se sienta sobre el círculo de la tierra y ve el fin desde el principio. (Véase Isa. 40: 22; 46: 10.) El mismo poder que se ejerció para llamar al mundo a la existencia puede también ser administrado en la eventual destrucción del mundo y en la creación de los nuevos cielos y la nueva tierra. (Véase Isa. 65:17; 2 Ped. 3: 7-13.) Dios es el Alfa y el Omega, el comienzo de la primera creación y el comienzo de la segunda. (Véase Apoc. 1: 8, 3:14; 21: 6.)

  La metodología que se aplica con el libro de Apocalipsis y la naturaleza general de las conclusiones que se obtienen de él difieren muy poco del estudio del Génesis, y viceversa. Si decimos que el Apocalipsis es meramente un libro de simbolismos sin cumplimientos históricos verdaderos, entonces diremos que los primeros capítulos del Génesis son meros simbolismos que no están arraigados en los hechos históricos. Si decimos que el último libro de la Biblia ya no tiene relevancia y valor para el pensamiento del siglo XX, entonces diremos lo mismo del primer libro. Si aplicamos el Apocalipsis en un sentido estrictamente literal sin considerar el simbolismo (ej.: la “marca de la bestia” es una marca literal escrita en la frente), entonces trataremos a Génesis 1 y 2 tan literalmente como sea posible (“no puede haber habido lluvias en el mundo edénico”). Además, si tratamos el registro de la Creación desde un punto de vista deísta (“Dios no interviene directamente en los asuntos de este mundo, sino que utiliza mecanismos secundarios o terciarios”) entonces utilizaremos el mismo enfoque para el Apocalipsis. Por otra parte, si decimos que el Creador intervino directamente en la historia y trajo al mundo edénico a la existencia en seis pasos repentinos, entonces consideraremos a la muerte del mundo presente como algo rápido y catastrófico, realizado por la intervención directa del Creador en los asuntos humanos. El comienzo y el fin no pueden separarse teológica ni metodológicamente.

  Cristo es el que otorga la gran significación y el profundo significado al comienzo y al fin. El adopta el título “Alfa y Omega, el principio y el fin” de su Padre. (Véase Apoc. 1:8, 17, 21:6, cf. 16:17; Juan 19: 30.) La cruz abarca toda la historia humana del comienzo al fin; sus brazos apuntan al pasado, al tiempo cuando el hombre conversaba cara a cara con su Creador, y hacia adelante, al tiempo cuando sus seguidores “verán su rostro” (Apoc. 22:4). Por lo tanto, la cruz es el punto focal de la creación y de los últimos actos del drama de la redención.

Creación, la base para la doctrina

  Muchas otras enseñanzas del cristianismo tienen sus raíces en el Génesis. La base para el sábado y el descanso semanal se remonta al Edén, y no meramente al Sinaí. Cuando Cristo descansó en la tumba, estaba honrando el sábado de la creación e indicando que la obra de la redención en la cruz era completa, así como su descanso en el séptimo día de la creación indicaba que su obra creadora había sido completa y perfecta. (Véase Gén. 1:31; Heb. 4: 3, 4.) Su exclamación en la cruz: “Consumado es”, es un paralelo de su conclusión de las labores en la semana de la creación (Gén. 1:31; 2: 2). Así como “Dios… mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz” (2 Cor. 4: 6) en aquel primer día del comienzo de la historia humana, Cristo, la luz del mundo, se levantó de la tumba sombría el domingo de mañana, señalando el comienzo de una nueva era para la humanidad. La secuencia de tiempo de la creación se preservó en la cruz, y el sábado es un recordativo semanal de la obra creativa de Cristo durante la primera semana de la historia, así como también de su obra creadora en nuestros corazones hoy.

  Toda adoración verdadera tiene su origen en la creación. En lo que respecta al registro bíblico, el primer coro y servicio de adoración se mencionan en relación con la creación de la tierra “cuando alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios” (Job. 38: 7). La verdadera adoración sólo puede producirse cuando el hombre se humilla ante su Hacedor, cuando la criatura reconoce su condición de tal y la grandeza de su Creador. Tal espíritu se encuentra en muchos de los salmos: “Venid, adoremos y postrémonos; arrodillémonos delante de Jehová nuestro Hacedor”; “cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?” (Sal. 95: 6; 8: 3, 4). Cuando contemplamos la magnitud y la complejidad del universo, y los misterios que se encierran en nuestro planeta, nuestro espíritu se inunda de emoción ante el Creador que prodiga tanto tiempo y atención, tanto amor y cuidado sobre nosotros en su obra de redención. ¿No somos como un átomo en comparación con sus vastos dominios?

  El fundamento de la familia también puede encontrarse en la creación. No hay mejor razón para sostener el hecho de que el matrimonio recibió el sello de aprobación de Dios, que el hecho de que el Creador realizó la primera ceremonia nupcial en el primer día que Adán y Eva llegaron a la existencia, y de que el Creador reencarnado reconoció su origen divino realizando su primer milagro en una boda judía (véase Juan 2: 1-11). El futuro de la sociedad depende de la integridad del hogar, y la integridad del hogar depende de nuestro reconocimiento del origen divino del matrimonio y de nuestro anhelo de seguir los planes de Dios al respecto.

  La supervivencia de la sociedad en vista del peligroso futuro, sólo dependerá del reconocimiento de la hermandad de los hombres, que también surge del hecho de la creación. El apóstol Pablo, quien fue quizá el más grande campeón de la hermandad humana en el primer siglo, además de Cristo, declaró a los atenienses que Dios “de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra” (Hech. 17: 26). El reconocimiento del hecho de que todos somos hermanos, tanto literal como espiritualmente, se transforma en un imperativo para que nos tratemos los unos a los otros con amor, respeto y mutuo interés. El fracaso en lograrlo trae sobre nosotros la reprobación que encontramos en Malaquías 2: 10: “¿No tenemos todos un mismo Padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios? ¿Por qué, pues, nos portamos deslealmente el uno contra el otro, profanando el pacto de nuestros padres?” La óptica de las relaciones humanas verdaderas tiene sus raíces en la Creación.

¿Por qué creó el Creador?

  Además de observar su importancia en el sentido doctrinal, podemos descubrir la importancia de la creación analizando las razones por las cuales el Creador creó. De acuerdo con la Escritura, el hombre fue creado expresamente para la gloria de Dios (véase Isa. 43: 7), para habitar una tierra vacía (véase Isa. 45: 18), con el propósito de realizar buenas obras en el servicio de Cristo (véase Efe. 2:10).

  Génesis 1 y 2 sugieren dos razones adicionales, pero complementarias, para la existencia del hombre. En primer lugar, el hombre fue creado para el servicio. Así como la luz y el suelo fueron dispuestos como prerrequisitos para la existencia de las plantas, y las plantas fueron hechas para la existencia de los animales, y los animales para el servicio del hombre, así el hombre fue hecho para el servicio del Ser Superior, Dios mismo. La estructura en peldaños del registro de la Creación nos sugiere que cada nivel es siervo del nivel inmediato superior. Dios no concluyó su obra en el sexto día, sino en el séptimo, tal como se declara en Génesis 2: 2, lo cual nos sugiere que el hombre no era el clímax de la creación, sino que fue hecho para el servicio de Dios. La estructura paralela de Génesis 1 -los primeros tres días se corresponden con los tres siguientes, y el último día es la culminación de toda la semana- nos lleva a la conclusión de que la ley de servicio estaba escrita en la faz de la creación entonces así como en la faz de la naturaleza hoy. Es la ejemplificación del verdadero ministerio.

  En segundo lugar, el hombre fue creado para el compañerismo. Génesis 1: 26 implica el compañerismo entre muchas cosas: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”. El compañerismo pleno sólo puede venir cuando dos seres tienen lazos en común, cuando hay más semejanzas que diferencias. Adán, cuando fue creado, no podía entusiasmarse demasiado con el compañerismo de los animales, por eso Dios creó un ser que, al igual que Adán, llevaba su imagen. Cuando Adán comenzó a aumentar su familia después de la trágica muerte de su segundo hijo y la huida al exilio de su primer hijo, el registro nos dice que “engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen” (Gén. 5: 3). De esta manera aumentaba el círculo de compañerismo que había sido previamente interrumpido. Así como Eva fue creada para el compañerismo con su amado, y Set vino al mundo para el compañerismo con sus padres entristecidos, así también Adán fue creado en un principio a la imagen de su Hacedor para que pudiera disfrutar del exquisito e inigualable compañerismo con la Deidad. Ese es el último objetivo de la redención, así como de la creación.

  Sin la revelación divina no podríamos interpretar correctamente el libro de la naturaleza o arribar a un correcto conocimiento del Creador y su obra de creación. Las obras de la creación nos proporcionan una ventana para contemplar al Creador; podemos observar a través de la naturaleza y obtener vislumbres de la naturaleza de Dios. Por eso a través de su Palabra inspirada es que los interrogantes acerca de la creación pueden contestarse. Solamente en la Escritura podemos descubrir quién es el Creador (véase Sal. 100: 3; Isa. 40: 28; 43:15; Juan 1:1-3; 1 Cor. 8:6; Apoc. 4: 11), la forma o la manera por la cual Él ha creado (véase Sal. 33: 6, 9; 104: 24; 136: 5), la gama de sus actividades creativas (véase Exo. 20:11; 31:17; Neh. 9: 6), y las razones de la creación. Sin la Palabra escrita no podríamos detectar la mano providencial de Dios que sostiene la obra de su creación, un hecho que está ampliamente sustentado en la Escritura. (Véase Neh. 9: 6; Sal. 147: 8, 9, 16-19; Isa. 40: 26; Hech. 14:17; Col. 1: 17). Esto elimina el concepto deísta de un Creador “ausente”.

  La creación no puede ser examinada por el método científico, porque el método científico sólo puede aplicarse a acontecimientos repetidles. No se puede practicar ningún experimento científico para comprobar la probabilidad o la posibilidad de la creación. Esto nos lleva a la declaración de la Escritura de que la prueba última es la prueba de la fe: “Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve hubiese sido hecho de lo que no se veía” (Heb. 11:3). La fe no niega la razón –“por la fe entendemos”. La creación es un catalizador que nos estimula a pensar con los pensamientos de Dios, a seguir las huellas del Creador a través de su maravilloso y sempiterno dominio de la ciencia. Sólo al tener en cuenta los mandamientos de examinar y estudiar comenzaremos a comprender nuestra condición de seres creados y la grandeza de nuestro Señor. (Véase Job 12:7-10; Sal. 104:24; 111:2, 4; Isa. 40:26.)