Uno de los mayores peligros que afronta la iglesia en la actualidad es al parecer su creciente incapacidad para encontrar dirigentes adecuados para la hora en que vivimos. En este momento, la dirección aceptable a Dios exige algo más que la mera habilidad para conservar en movimiento los engranajes de nuestra gran organización. No es suficiente mantener el desarrollo de nuestro programa de iglesia, y creer que las realizaciones alcanzadas se miden por la acumulación de blancos alcanzados cada vez más altos.

No hay duda de que el momento de auge de un movimiento triunfante, progresista y expansivo, como es el adventismo, evidenciará considerable ganancia material y apreciable crecimiento de medios y hombres. Pero, aparejado con esto, existe el gran peligro de que los registros celestiales revelen una fe y una piedad que menguan y una apatía y una complacencia que aumentan de continuo.

La dirección adecuada exige una visión clara del estado espiritual de la iglesia y suficiente valor, fe y poder espiritual para cambiar el derrotero que está tomando. Se necesita la fe de Jesús y el valor de los mártires para levantarse como dirigentes, y, al servicio de Dios, pregonar “en mi santo monte.” Tal cosa debe hacerse, puede hacerse y se hará, y se encontrarán dirigentes deseosos de sacrificar todas sus ambiciones personales, si es necesario, para efectuarlo.

La dirección aceptable exige algo más que asumir ante nuestros compañeros actitudes tendientes a conseguir las sonrisas aprobatorias de quienes creemos que pueden mejorar nuestra posición o asegurar nuestra reelección o nombramiento. Dios necesita hombres de fibra, hombres que no se compren ni se vendan, hombres de convicciones y espíritu heroico, tal como Juan Knox, en cuya tumba pueda grabarse: “Aquí yace uno que jamás temió enfrentar a un hombre.”

Basta un examen casual al nivel de nuestras realizaciones espirituales para comprender con toda claridad que algo debe hacerse, y sin demora, para remediar el número decreciente de dirigentes de destacado poder espiritual.

¿Qué sucedería si se multiplicaran nuestras instituciones? ¿Si nuestros miembros sumaran decenas de millones? ¿Si nuestro presupuesto ascendiera a billones de pesos? Preguntamos, ¿qué significaría todo eso si nuestra vida espiritual continuara fija en el bajo nivel que tiene en la actualidad, y si los demonios de la apatía y de la complacencia continuaran en U trono?

¿Qué acontecería si nuestra expansión nos llevara hasta los confines de la tierra y si cada nación, tribu, lengua y pueblo oyera nuestro mensaje, si erigimos altares con poco o ningún fuego en ellos? Cristo mismo anunció con toda nitidez la posibilidad de que quienes llevan su nombre hicieran muchas obras maravillosas, pero sin conocerlo.

¿No nos asiste la razón al sostener que asegurar una dirección espiritual adecuada para la iglesia de nuestros días en cada una o en todas sus partes es un asunto de importancia trascendente, urgente y mundial?

En un tiempo como el presente, que clama por el advenimiento de una iglesia espiritualmente apta para la terminación de la obra de Dios, en una época en que todos reconocemos sin discusión que ésta es la realización que más se necesita a fin de que pueda derramarse sobre el pueblo de Dios la plenitud del poder del cielo, ¿por qué persistimos en tales niveles espirituales inferiores?

¿No se requiere un despertar de los dirigentes en este sentido? ¿No es hora de que rompamos las ataduras del temor, de la falta de valor, del propio interés, o de cualquiera cosa que nos impida conducir al pueblo de Dios bajo la profunda influencia del Espíritu Santo, y dar un gran paso hacia la consecución de niveles más elevados en compañía de Dios?

Fuentes olvidadas

¿Hemos llegado al tiempo cuando las fuentes de agua viva han ido desapareciendo de la vista, ocultas por los esfuerzos humanos y las “cosas” que hemos edificado alrededor de ella? Se cuenta el relato de un pueblo de Inglaterra que tuvo sus comienzos alrededor de una fuente de agua a la que se le atribuían propiedades curativas. Con el tiempo se edificó una posada cerca de la fuente, luego una herrería, un almacén, algunas casas, hasta que se formó una comunidad organizada. Pero años después, cuando un viajero le preguntó al alcalde del pueblo dónde estaba la fuente, éste movió la cabeza con turbación y dijo: “Esa es la parte más triste. Hemos olvidado la localización de la fuente ”

La delicada obra de los dirigentes consiste en guiar de tal modo que se recuerden esas fuentes olvidadas, y que se utilicen en beneficio de los intereses de la iglesia.

En el presente se necesita más y mejor dirección de esa clase. Hemos hecho mucho en pro del desarrollo de dirigentes aptos, pero necesitamos y tenemos el derecho de esperar una armonía y unidad internas aún mayores que, bajo la dirección de Dios, conducirán a este gran movimiento rápidamente a una posición espiritual más fuerte que la que posee hoy. Resulta imperativo poner nuevo énfasis en esta necesidad si queremos salir del punto muerto en que hemos caído.

Nuestros sistemas y planes para el adelantamiento de la obra son buenos y se llevan a cabo sanamente, pero no destacan como debieran la experiencia más rica y más profunda que necesitamos hacer nuestra a fin de estar apercibidos para la hora culminante en que hemos entrado.

Si, como dirigentes, diéramos la dirección espiritual que hoy se necesita, si interpretáramos correctamente el fervoroso llamamiento de Dios a elevar el nivel de la experiencia cristiana, que le dará a la iglesia la preparación necesaria para recibir la lluvia tardía, entonces se realizarían obras más poderosas y el pueblo de Dios asumiría una actitud que asombraría al mundo y que atraería a nuestro medio la plenitud del poder que ahora espera “nuestra demanda y recepción.”

Probablemente nunca antes nuestros hermanos han estado tan enterados de la necesidad de que se guíe a la iglesia hacia asuntos espirituales más profundos. En el presente, el dirigente que no se dedica a guiar el rebaño hacia el enriquecimiento de su vida espiritual, queda muy desconceptuado en la mente de los miembros de la iglesia. No puede desligarse de esta obligación ante los ojos de Dios ni ante la feligresía.

A causa de esta convicción y esperanza que alientan los hermanos, se nos presenta una oportunidad tan brillante como urgente. Es nuestro deber promover un reavivamiento y una reforma en la iglesia. El hambre y el anhelo que experimenta nuestro fiel pueblo nos ofrecen excelentes posibilidades que nos permiten planear con toda confianza una misión espiritual tan trascendental como la que Dios desea para esta difícil hora en que vivimos. Poseemos oportunidades para realizar una obra de importancia espiritual de valor infinito y de urgencia sin precedente.

Esfuerzos infructuosos

Pertenecemos a una iglesia que tiene hondo significado y fundamento espiritual, lo cual exige dedicación no sólo a activos y a guarismos que van en continuo aumento, sino en forma especial a la intensificación de la vida espiritual de cada miembro. Según la concepción más simple de esta grandiosa tarca, estamos consagrados a la terminación de una gran obra de carácter espiritual. Esta consagración no ha de ser meramente para mantener y expandir todo lo relacionado con nuestra vida religiosa, sino en particular para aumentar el poder de nuestras vidas al encontrar acceso al cumplimiento de las grandes promesas de Dios hechas a su pueblo en esta hora. Todo nuestro trabajo y actividades deben girar en torno a este propósito. Cuando hacemos planes de dar un gran impulso a la obra debemos supeditar cada propuesta a la prueba de la contribución que ella signifique a este único propósito central. Debemos desechar metódicamente todo esfuerzo infructuoso a fin de fortalecer el desarrollo del tronco principal. Nuestro criterio debe guiarse más bien por la calidad del fruto que por las dimensiones de la planta o la hermosura de flores que no tardarán en marchitarse.

No lograremos este propósito por medio de medidas revolucionarias tocantes a la reorganización administrativa o a la estrategia en el sistema de promociones. Estamos en un punto de la historia de la Iglesia Adventista donde no se desean ni son necesarias las desviaciones violentas del rumbo trazado.

La necesidad del momento es una devoción y una espiritualidad más profundas y más amplias. Pide que concentremos esfuerzo y tiempo en el enriquecimiento de nuestras instituciones hasta el punto donde revelen con más claridad la presencia de Dios en nuestro medio. Un programa tal no será espectacular, pero sí intensamente fervoroso y duradero. Estamos convencidos de que eso es lo que hoy necesitamos con más urgencia, y lo que constituye el fin de una dirección sabia para esta hora singular.

Nuestro gran movimiento necesita un mejoramiento espiritual más decisivo, precisa ser reforzado y reactivado. Estos son los que podríamos denominar los intereses más esenciales e importantes de la causa.

Tenemos que multiplicar nuestros esfuerzos a fin de lograr la preparación final del pueblo de Dios. Se necesita una gran fuerza de reserva integrada por hombres y mujeres bien preparados, consagrados y espirituales, de la que se pueda echar mano para integrar la dirección futura de nuestra obra. Esta necesidad no cede su importancia a ninguna cosa, cuando se trata de la dirección de las fuerzas de la iglesia en estas horas finales. En cada adición que se haga a las filas de los dirigentes de este movimiento, debemos buscar una seguridad de mejoramiento en la calidad espiritual. Esto debe constituir la preocupación esencial de nuestro planeamiento y forma de proceder. Toda sugerencia de un mejor servicio para Dios depende de este fortalecimiento, y en lugar de ello no bastará ningún programa teórico ni consejo administrativo dado por acuerdo.

La primera característica de los hombres que llamamos a ocupar cargos en la obra debe ser una devoción consumidora al mejoramiento de la espiritualidad y a la dirección espiritual, y al sostenimiento de los ideales originales de nuestro gran mensaje. Por “espiritualidad” entendemos un entusiasmo disciplinado y bien dirigido por la vida espiritual, tan consagrado e intenso que pueda ser comunicado a otros consciente e inconscientemente por la sola fuerza del ejemplo, o por la predicación, la enseñanza o la pluma.

Tal espíritu manifestado por nuestros dirigentes es la única defensa segura contra el mayor peligro que amenaza a la iglesia: el virus insidioso de la complacencia, la satisfacción personal y el ensalzamiento de sí mismo. Como dirigentes, debemos estar permanentemente en guardia contra la droga adormecedora de la apatía tocante a la edificación del templo espiritual. Debiéramos ser críticos constantes de nosotros mismos, autocríticos vigilantes. De continuo ronda en nuestro alrededor la tentación a hundirnos en la mediocridad y a llevar una vida vegetativa.

Como dirigentes en este gran movimiento se nos han dado cargos de extraordinario privilegio, con la obligación de justificarlos con nuestra consagración, fe, valor y comprensión, todo ello manifestado en un grado superlativo. Siempre debemos recordar que somos miembros de un cuerpo dedicado a una causa única. Por necesidad puede haber entre nosotros distinción de función, pero no diferencia de propósito “para aparejar al Señor un pueblo apercibido.”