Dios interviene activamente en procura de hacer surgir de nosotros las mejores alabanzas y adoración.
Nuestros conceptos acerca de Dios determinan la forma en que lo adoramos. Por consiguiente, una estructura teológica correcta es esencial para una buena práctica litúrgica; en otras palabras, la teología modela la forma en que adoramos. Siendo así, difícilmente puedo recordar un tiempo en el que deliberadamente haya permitido que la doctrina adventista en cuanto a Dios influyera de manera decisiva sobre mi ministerio de la adoración. Mi interés en renovar la adoración tenía que ver, más bien, con cambiar el formato que con analizar las profundas estructuras de la adoración. Creo firmemente en Dios como una Trinidad; sin embargo, difícilmente podía ver el nexo entre la Trinidad y la adoración. Como todos los cristianos consagrados, reconozco el inigualable amor del Padre, el incomparable sacrificio de Cristo y el poder santificador del Espíritu; pero el problema consiste en no haber articulado claramente estas verdades en mi propia experiencia y en el estilo de adoración de la iglesia. La brecha entre la Teología y la práctica no surge debido a una carencia en la formulación adventista de la doctrina de la Trinidad. Nuestra segunda creencia fundamental manifiesta claramente: “Hay un solo Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo, una unidad de tres personas coeternas. Dios es inmortal, todopoderoso, omnisapiente, superior a todos y omnipresente. Es infinito, y escapa a la comprensión humana, aunque se lo puede conocer por medio de su autorevelación. Es digno para siempre de reverencia, adoración y servicio, por parte de toda la creación”.[1]
Este artículo se propone explorar el nexo entre la doctrina de la Trinidad y la adoración, y reflexionar teológicamente en la adoración trinitaria, dejando las derivaciones pastorales y litúrgicas para otro momento.
Comienzo con una premisa sencilla: si la adoración se centra en Dios y si Dios es una Trinidad, entonces la adoración debe ser trinitaria.[2] Pablo captura este énfasis trinitario en Efesios 2:18, donde declara que “por medio de él [el Hijo] los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre”. ¿Cómo sucede realmente esto, en la adoración? Básicamente, acudimos primero y primordialmente al Padre, por medio de la obra del Hijo y en el poder del Espíritu Santo. Esto significa que las tres Personas de la Deidad están incluidas en nuestra adoración.
En una forma más sencilla y auténtica, la adoración trinitaria equivale a nuestra respuesta, impulsada por el Espíritu, al llamamiento del Padre para adorarlo mediante Cristo. En lo que sigue, exploraré la dinámica trinitaria de la adoración en función de tres imágenes: (1) El Padre en busca de adoradores; (2) El Hijo que guía a los adoradores; (3) El Espíritu Santo que habilita a los adoradores.
El Padre en busca de adoradores
En su conversación con la mujer samaritana Juan 4:7-26), Jesús enfatizó que Dios busca adoradores más de lo que los adoradores buscan a Dios. Este cambio de énfasis nos recuerda que Dios inicia la verdadera adoración, al confrontarnos con su amor. De ese modo, la adoración viene a ser nuestra respuesta a la búsqueda y la autorrevelación de Dios. El movimiento descendente, iniciado por Dios, da forma a la auténtica adoración cristiana.
En la misma conversación, Jesús además destacó el hecho de que la verdadera adoración no está confinada a la geografía, las diferencias étnicas, los ritos o las tradiciones, sino que comporta una nueva manera de relacionarse con Dios -como “al Padre en espíritu y en verdad” (vers. 23). Este componente de la relación contiene la clave para entender y establecer la adoración. En efecto, la adoración no se basa, predominantemente, en lo que nosotros hacemos, sino en cómo nos relacionamos con Dios. No podemos adorar verdaderamente a Dios, a menos que nos relacionemos con él y con Cristo apropiadamente. La forma más excelente de tener comunión con Dios significa relacionarnos con él como con un Padre.
La verdadera adoración, esencialmente, está dirigida al Padre, por medio del Hijo y en el Espíritu Santo. La preponderancia del Padre no significa que no podamos atribuir honor y alabanza al Hijo y al Espíritu Santo; en realidad, Jesús enseñó claramente que dar gloria al Hijo significa dar gloria al Padre (Juan 17). No obstante, en el Nuevo Testamento, las oraciones y la adoración al Padre superan por lejos, en número, las ofrecidas al Hijo y al Espíritu Santo. Se instó a los primeros cristianos a ser “llenos del Espíritu, hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones; dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Efe. 5:18-20). De modo similar, las alusiones y las referencias a la adoración en el Nuevo Testamento a menudo siguieron un modelo trinitario; sin que la adoración al Padre, por supuesto, de manera alguna disminuyera la importancia de Jesús y del Espíritu Santo. El mismo movimiento trinitario puede, también, observarse en Gálatas 4:6: “Por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!”.
En consecuencia, nuestra adoración al Padre depende de la actividad del Hijo y del Espíritu Santo. En realidad, Dios no puede ser comprendido como un Padre sin Cristo y sin el Espíritu Santo. Solamente por medio de Jesús y del Espíritu Santo podemos obtener una clara descripción de la imagen del Padre; más aún, no podemos entender la adoración al Padre aparte de la obra de Cristo por nosotros y del ministerio del Espíritu Santo en nosotros. En Cristo, podemos acceder al Padre; en el Espíritu, podemos conocerlo por experiencia.
Por lo tanto, la adoración cristiana es más relacional que cúltica. En la economía de Dios, los servicios religiosos no tienen preeminencia sobre los corazones de los adoradores, porque Dios está más interesado en la condición de nuestros corazones que en nuestros más elaborados servicios de adoración. Esta comprensión de un Padre amante que nos busca, como lo demuestra el evangelio, otorga un renovado ímpetu a nuestra adoración; dejando en claro que el Padre tiene más interés en buscar adoradores que en simplemente procurar adoración. Su mayor gozo es relacionarse con nosotros, cuando respondemos a su amor.
El Hijo que guía a los adoradores
La adoración tiene, además, un enfoque cristológico.[3] Adoramos a un Dios triuno, por causa del acontecer de Cristo. Mediante su encamación, muerte y resurrección, nos ofreció una ventana a través de la cual podemos captar una vislumbre más clara de Dios. Como Hijo del hombre, ofreció una adoración perfecta a Dios, al glorificarlo con su vida y su ministerio impecables. Como Emanuel -Dios con nosotros-, representó y reveló al Señor de la Creación. A lo largo de todo su ministerio, Jesús actuó y habló de parte del Padre; de ahí que Jesús pudo decir: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9).
La adoración llega a ser posible únicamente en virtud del ministerio reconciliador de Cristo. En el Calvario, Jesús reconcilió a la humanidad con Dios, al destruir al pecado, abriendo así el camino hacia un nuevo pacto.
Se ofreció a sí mismo en la cruz con el propósito de que pudiéramos, por nuestra parte, ofrecer nuestra vida cómo sacrificio voluntario (véase Rom. 12:1,2). Sin él, nuestra adoración sería idolatría, porque estaríamos adorando una imagen de Dios construida por nosotros; algo erigido fuera de la revelación que Dios efectuó de sí mismo en Cristo.
La verdadera adoración no puede separarse del evangelio; está centrada en Cristo y enfocada en la cruz. Por ejemplo, el libro de Apocalipsis constantemente describe a Cristo como un rey guerrero y un cordero inmolado, que es digno “de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza” (Apoc. 5:12). Al conquistar la tumba, Jesús nos libertó de las manos del maligno y nos transportó al Reino del amor de Dios. Esto explica por qué Jesús comparte la misma autoridad (Apoc. 5:6-9; 7:17; 12:10) y gloria (Apoc. 5:13; 21:22,23) con el Padre. La alabanza, la adoración y el honor pertenecen “al que está sentado en el trono, y al Cordero” (Apoc. 5:13). Lo que se aplica a Dios el creador igualmente se aplica a Jesús el cordero.
El Nuevo Testamento también pone el acento en el actual ministerio del Cristo vivo, que se presenta “ahora por nosotros ante Dios” (Heb. 9:24). Él es nuestro Sumo Sacerdote y Mediador, por el cual tenemos acceso al Padre (Heb. 7:25). Él es, además, nuestro leitourgos (Heb. 8:2), Litúrgico celestial o Director de adoración, que lleva nuestros nombres, vidas, peticiones y alabanzas en su corazón, al ministrar en el Santuario celestial. Él limpia y purifica nuestra adoración y nuestras oraciones imperfectas, a fin de ofrecerlas sin mácula ante el Padre.
En resumen, Cristo es mediador de las bendiciones y la salvación de Dios para nosotros; pero también es mediador de nuestra adoración a Dios.[4] Por esa razón, la adoración llega a ser nuestra participación en la perfecta adoración de Cristo mismo.
Obviamente, esta imagen de Cristo que guía a los adoradores despoja nuestra adoración de sus tendencias pelagianas. En algunos círculos, se ha vuelto crecientemente común considerar la adoración como nuestra capacidad de conmover el corazón de Dios por medio de nuestros cánticos, nuestra acción de gracias o nuestras plegarias, como si la adoración fuese un recorrido litúrgico destinado a impresionar a un Dios impasible. El énfasis en nuestra respuesta, nuestra fe y nuestra sinceridad es teológicamente defectuoso y espiritualmente malsano, porque sutilmente centra nuestra atención en nosotros mismos, más que en Dios. Este eclipse de la función de Cristo como mediador en nuestro favor a menudo cuenta con el aval y el ascendiente de dirigentes y predicadores de la adoración. Lamentablemente, con demasiada frecuencia son considerados como instrumentos únicos para conducirnos a la presencia manifiesta de Dios. Esto es un regreso al concepto de adoración previo a la Reforma, según el cual el sacerdote sirve como nexo entre el adorador y Dios. Bajo tales condiciones, la adoración es vista como una actuación efectuada para una audiencia, en lugar de una actividad colectiva realizada por el cuerpo de creyentes.
Esto no tiene la intención de desacreditar el hecho de que el cuerpo de Cristo tiene personas que han sido claramente apartadas con el fin de conducir la adoración; no obstante, necesitamos que se nos recuerde que Cristo es el Supremo Director de Adoración. No nos allegamos a la presencia de Dios por medio de dotados líderes de adoración, sino mediante los méritos de un poderoso Salvador. La sangre de Jesús nos permite acceder a la sala del Trono, no los dones humanos. De acuerdo con este concepto, el que dirige la adoración, en la iglesia, no actúa a favor de los adoradores, sino en medio de ellos, reconociendo que un único Sumo Sacerdote sirve ahora, en nuestro favor, en el Santuario celestial.
El Espíritu Santo que habilita a los adoradores
Cualquier comprensión de la adoración debe estar estrechamente ligada a la presencia y la actividad del Espíritu Santo en la iglesia. Como declara el apóstol Pablo, recibimos el Espíritu de adopción, por el cual nos allegamos a Dios como “Abba Padre” y proclamamos a Jesús como Señor (Rom. 8:15; 1 Cor. 12:13).
A menos que el Espíritu Santo habilite a la comunidad adoradora, la adoración pierde su aspecto relacional y profético. Al adorar, declaramos las alabanzas a Dios, mientras somos transformados continuamente para servir en el mundo. Estamos proclamando proféticamente que el Reino de Dios se expresa en la vida de la iglesia, hasta que se manifieste plenamente en todo el universo al final de las edades. El Espíritu Santo, como el Conectivo Divino, nos lleva ante la presencia de Dios y nos ayuda a llegar a ser lo que Dios desea que seamos.
La iglesia, animada por el Espíritu, se transforma en un catalizador para las alabanzas en el mundo, al recordar a sus habitantes cuál es su razón suprema para vivir -glorificar a Dios. En tanto Dios conduce su obra redentora a su clímax histórico, llega a ser nuestro privilegio declarar la gloria de Dios y convocar a la gente a unirse al remanente redimido y fiel en genuina adoración (Apoc. 14:6-12).
Así considerada, la adoración no es nuestro esfuerzo para impresionar a Dios o demostrar cuánto lo amamos, sino nuestra respuesta a la obra salvífica del Padre en Cristo y su poder transformador por medio del Espíritu Santo, en anticipación de la renovación del cosmos entero.
Como comunidad, la iglesia se manifiesta de un modo supremo como el pueblo de Dios, mediante el poder habilitante del Espíritu Santo. Elena de White lo expresa con belleza: “Los hombres no se ponen en comunión con el cielo visitando una montaña santa o un templo sagrado. La religión no ha de limitarse a las formas o las ceremonias externas. La religión que proviene de Dios es la única que conducirá a Dios. A fin de servirlo debidamente, debemos nacer del Espíritu divino. Esto purificará el corazón y renovará la mente, dándonos una nueva capacidad para conocer y amar a Dios”.[5]
La adoración guiada por el Espíritu honra a Dios, porque halla su fuente en él -es la obra de Dios, no de los seres humanos. La verdadera adoración depende de una vida nueva, que proviene de lo alto, recreándonos y reorientándonos; en otras palabras, la adoración puede ser espiritual únicamente si el adorador se vuelve espiritual.
De hecho, la presencia del Espíritu Santo en la comunidad adoradora transforma la adoración en un acontecimiento escatológico. La adoración proporciona a los adoradores un goce anticipado de la gloria futura, al permitirles experimentar la vida del Reino en el aquí y el ahora. Por esta razón, lo que caracteriza la adoración genuina es una sensación de proximidad y la conciencia de nuevas posibilidades.
Una consecuencia de la práctica de la adoración que surge de la naturaleza escatológica de la presencia del Espíritu Santo es el desafío de celebrar servicios llenos del Espíritu, que sean creativos y relevantes. No puede haber enseñanza, ni predicación ni sanidad para el quebrantamiento humano, ni genuina comunión, a menos que las comunidades en adoración sean bautizadas con el poder creativo y vivificante del Espíritu divino.
Conclusión
Fe trinitaria significa adoración trinitaria. Esta posición teológica es bíblica, y merece mayor exploración y amplificación. Sin embargo, impulsar plenamente esta dinámica trinitaria en nuestra adoración es más fácil de decir que de hacer; y requiere de cuidadosa reflexión teológica y un real deseo de honrar cabalmente a Dios. Por consiguiente, los pastores y los conductores de la adoración deberían reconocer la importancia de comprometerse ellos mismos en una reflexión y una meditación más profundas, de manera tal que planifiquen cuidadosamente servicios de adoración que magnifiquen al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Los himnos que cantamos, las oraciones que ofrecemos, la gratitud que expresamos, los sermones que predicamos, y el pan y el vino de los que participamos, deben declarar la gloria de la Deidad.
La adoración trinitaria no es una novedad teológica; más bien, proclama el amor y la acción redentora de Dios por nosotros. La adoración trinitaria nos ayuda a recordar que no somos dejados a la deriva, a mereced de nuestros propios recursos, al responder en amor y adoración. Dios interviene activamente, con el fin de hacer surgir de nosotros la mejor alabanza y adoración.
Sobre el autor: Magister en Teología, es el secretario asociado de la División del África Central- Oriental de los Adventistas del Séptimo Día, con sede en Nairobi, Kenia.
Referencias
[1] Creencias de los adventistas del séptimo día (Buenos Aires: ACES, 2007), p. 23.
[2] Véase James B. Torrante, Worship, Community and the Triune God of Grace [Adoración, comunidad y el Triuno Dios de gracia] (Carlisle, J.K.: Paternoster Press, 1996); Robin Parry, Worshipping Trinity: Corning Back to the Heart of Worship [Adorando a la Trinidad: De regreso al corazón de la adoración] (Milton Keynes, U.K: Paternoster Press, 2005).
[3] Para una discusión reciente sobre Histología y adoración tempranas, véase James D. G. Dunn, Did the First Christians Worship Jesús? The New Testament Evidence [¿Adoraron a Jesús los primeros cristianos? La evidencia del Nuevo Testamento] (Londres: SPCK, 2010)
[4] Geoffrey Wainwright, Doxology: The Praise of God in Worship, Doctrine, and Life [Doxología: La alabanza a Dios en la adoración, la doctrina y la vida] (New York: Oxford University Press, 1990).
[5] Elena de White, El Deseado de todas las gentes, p. 159.