Pregunta 5

Si un unitario o un arriano (que rechazan la trinidad de la Divinidad y niegan la deidad de Cristo) solicitara ser admitido como miembro de vuestra iglesia, ¿lo bautizaría’ un pastor adventista y lo recibiría como feligrés?

¿Es posible que una persona permanezca en una posición satisfactoria dentro de la iglesia si rehúsa persistentemente someterse a la autoridad eclesiástica respecto de la doctrina histórica de la deidad de Jesucristo?

Mientras que la primera pregunta aparentemente se refiere a un problema muy importante es sin embargo hipotética —por la sencilla razón de que un unitario o arriano no busca la feligresía en una iglesia reconocidamente trinitaria, mientras sigue aferrándose a su punto de vista sobre la Divinidad. Una encuesta realizada entre numerosos pastores de nuestra denominación demostró que ninguno de ellos había recibido tal pedido.

Los pastores adventistas deben instruir cabalmente a todos los candidatos a la feligresía, antes del bautismo. Este período de instrucción por lo general dura varios meses. Si un candidato persiste en sus puntos de vista erróneos respecto de nuestro Señor y Salvador, quien únicamente puede salvar al pecador, queda un sólo camino a seguir: el solicitante será informado francamente que no está preparado para el bautismo, y que no podrá ser recibido en la grey. Será aconsejado a estudiar más hasta que comprenda y acepte plenamente la deidad de Jesucristo y su poder redentor. No podemos permitir como miembro a uno que niegue lo que creemos, y crea lo que negamos, porque nunca estaremos en armonía. Esto acarrearía dificultades y desintegración.

Además, la Iglesia Adventista emplea un Certificado de Bautismo uniforme de cuatro páginas, que se entrega al candidato después del bautismo. En las páginas dos y tres aparece un resumen de las creencias doctrinales de la Iglesia Adventista. Siguiendo al artículo 1, que trata de la Trinidad, el artículo segundo dice:

“2. Jesucristo, la segunda persona de la Divinidad y el eterno Hijo de Dios es el único Salvador del pecado. La salvación del hombre es por la gracia, por la fe en él. Mat. 28:18, 19; Juan 3:16; Miq. 5:2; (Mat. 1:21; 2:5, 6; Hech. 4:12; 1 Juan 5:11. 12; Efe. 1:9-15; 2:4-8; Rom. 3:23-26).

Más adelante, en la página cuatro, se encuentra el “Voto Bautismal”, con once definidas declaraciones que han de contestarse afirmativamente antes de la administración del bautismo, después de lo cual el certificado es fechado y firmado. La primera de estas afirmaciones atañe a nuestra creencia en Dios el Padre, Dios el Hijo y el Espíritu Santo. La segunda declaración que debe contestarse es la siguiente:

“2. ¿Acepta Ud. la muerte de Jesucristo en el Calvario como el sacrificio expiatorio por los pecados del hombre y cree Ud. que por la fe en su sangre el hombre es salvado del pecado y de sus consecuencias?”

Este es el procedimiento que ha de seguirse previamente al bautismo en la fe adventista. El que este Certificado Bautismal tenga autoridad y se utilice constantemente, se ve por el hecho de que se lo incluye en nuestro Manual de Iglesia oficial. De manera que, según parece, es menos probable que una persona que sostenga la posición arriana o unitaria entre en la Iglesia Adventista que en alguna otra comunión protestante.

La segunda pregunta, lo mismo que la primera, es en gran parte hipotética. Nuestra posición puede verse en la instrucción oficial para la Iglesia Adventista, el Manual de Iglesia, que comprende los deberes, responsabilidades y procedimientos a seguirse en los asuntos de la iglesia. Este libro fué aprobado y respaldado por la Asociación General en una sesión regular.

Respecto de la autoridad y responsabilidad de la iglesia en tales asuntos, leemos en las págs. 242 y 244:

“El Redentor del mundo ha investido a su iglesia de mucho poder. El declara las reglas que han de aplicarse en caso del juicio de sus miembros. Dios tiene a su pueblo, como un cuerpo, responsable de los pecados que existan en sus miembros. Si los directores de la iglesia descuidan la obra de buscar diligentemente hasta descubrir los pecados que atraen el desagrado de Dios sobre el cuerpo, vienen a ser responsables de estos pecados… Si hay males ostensibles entre su pueblo, y si los siervos de Dios manifiestan indiferencia frente a ellos, virtualmente sostienen y justifican al pecador, y son igualmente culpables y recibirán tan seguramente el desagrado de Dios; porque serán hechos responsables de los pecados de los culpables”.

En la página 249, bajo el subtítulo de: “Razones por las cuales los miembros serán disciplinados”, se registran siete razones, cualquiera de las cuales puede dar motivo para separar a un miembro del cuerpo de la iglesia. La primera dice:

“1. Negación de la fe en los fundamentos del Evangelio y en las doctrinas cardinales de la Iglesia, o la enseñanza de doctrinas contrarias a la misma”. Estos “fundamentos del Evangelio”, o “creencias fundamentales”, 22 en total, se encuentran en las páginas 30 a 37 del Manual de Iglesia,

El segundo y tercero de estos principios fundamentales tratan de la doctrina de Dios, y hacen énfasis en nuestra creencia en la Trinidad, la omnipotencia, la omnisciencia y la existencia eterna del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

“2. Que la Divinidad o Trinidad consiste en el Padre Eterno, un ser personal, espiritual, omnipotente, omnipresente, omnisciente, infinito en sabiduría y en amor; el Señor Jesucristo, el Hijo del Padre Eterno, por medio del cual fueron creadas todas las cosas y por cuyo intermedio se realizará la salvación de las huestes de los redimidos; el Espíritu Santo, la tercera persona de la Divinidad, el gran poder regenerador en la obra de la redención. (Mat. 28:19.)

“3. Que Jesucristo es Dios mismo, siendo de la misma naturaleza y esencia que el Padre Eterno. Aunque retuvo su naturaleza divina, tomó sobre sí la naturaleza de la familia humana, vivió sobre la tierra como hombre, ejemplificó en su vida como modelo nuestro los principios de la justicia, testificó de su relación con Dios por medio de muchos milagros poderosos, murió por nuestros pecados en la cruz, resucitó de entre los muertos y ascendió al Padre, donde vive para siempre para interceder por nosotros. (Juan 1:1, 14; Heb. 2:9-18; 8:1, 2; 4:14-16; 7:25.)”

La cuarta de estas creencias fundamentales destaca la naturaleza de nuestra salvación:

“4. Que toda persona, a fin de obtener la salvación, debe experimentar el nuevo nacimiento. Este abarca una transformación completa de la vida y el carácter por el poder recreador de Dios, en virtud de la fe en el Señor Jesucristo. (Juan 3:16; Mat. 18:3; Hech. 2:37-39)”

La salvación, entonces, se da solamente a través de “la fe en el Señor Jesucristo”. El que rehúsa reconocer la deidad de nuestro Señor y Salvador Jesucristo no puede, por lo tanto, ni comprender ni experimentar ese poder divino recreador en su plenitud. No sólo queda descalificado para la feligresía a causa de su incredulidad, sino que ya está fuera del místico cuerpo de Cristo, la iglesia. Y la iglesia no podrá hacer nada más que reconocer esta separación a través de la incredulidad, y actuar en armonía con la instrucción del Manual de la Iglesia a que ya se hizo referencia. El punto quinto de las razones dadas para separar a un miembro de la iglesia dice: “Una persistente negativa en cuanto a reconocer a las autoridades de la iglesia debidamente constituidas, o por no querer someterse al orden y a la disciplina de la iglesia”.

Aunque se reconoce la autoridad de la iglesia para actuar en tal caso, nunca se adopta apresuradamente la separación de un miembro, sino únicamente después de mucho consejo, oración y esfuerzo para recobrar al que yerra. Generalmente, en la práctica, o la persona que pierde la fe en los principios fundamentales del Evangelio se encuentra tan fuera de armonía con sus hermanos que voluntariamente se retira, o su conducta es de tal naturaleza que la iglesia debe intervenir en su caso.

La doctrina histórica de la deidad de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es una creencia fundamental de la Iglesia Adventista.

La base histórica para un falso concepto

A menudo se ha comprendido mal a los adventistas respecto de su creencia concerniente a la deidad de Cristo y a la naturaleza de la Divinidad. La base de este concepto falso está en cierto modo en cuestiones de definición y antecedentes históricos.

En el movimiento interdenominacional Millerista, al que pertenecieron los adventistas de la primera época, unos pocos de los dirigentes eran miembros de una denominación conocida como “Cristianos”. Este grupo había lanzado su consigna, que blasonaba de no tener ningún credo fuera de la Biblia y únicamente la Biblia, en la rebelión arminiana de principios del siglo diecinueve contra el dominante calvinismo político eclesiástico de Nueva Inglaterra, en el cual el asentimiento a la Confesión de Fe de Westminster constituía una condición sine qua non.

En su celo por rechazar todo lo que no estuviera en la Biblia, los “Cristianos” fueron traicionados por el excesivo literalismo al interpretar la Divinidad en términos de las relaciones humanas sugeridas por las palabras “Hijo”, “Padre”, y “unigénito”, esto es a caer en la tendencia de menospreciar el término extra bíblico “Trinidad”, y de afirmar que el Hijo debió haber tenido un comienzo en un pasado remoto. (Sin embargo esta gente, a pesar de ser llamados arrianos, estaban en el extremo opuesto de los arrianos liberales y humanistas que llegaron a ser unitarios, y que consideraban a Cristo como un mero hombre.)

Algunos de estos “cristianos” confiaron en la Biblia como su guía, y haciendo del carácter cristiano ante que de la creencia, la única prueba para optar a la feligresía, se inclinaron a escuchar con simpatía la predicación reavivadora de Guillermo Miller realizada en el decenio dé 1840, y a dar la bienvenida a los milleritas cuando otras iglesias les cerraban las puertas. Sin embargo, en el movimiento milerista la especulación acerca de la naturaleza de la Divinidad no desempeñaba ninguna parte importante.

Los primeros adventistas habían sido milleristas, procedían de diferentes denominaciones, y entre ellos había dos predicadores “Cristianos”, y posiblemente también varios miembros laicos. Su proporción de nuestra primera feligresía es desconocida, y sus decaídos descendientes no han moldeado el pensamiento de nuestra feligresía, tampoco su comprensión de la Divinidad llegó a ser una parte de nuestro mensaje esencial predicado al mundo. Actualmente es probable que sólo una mínima parte de nuestros miembros haya alguna vez oído hablar de una disputa acerca de si Cristo tuvo su origen en un inconmensurable punto de la eternidad. Y aun los pocos así llamados “arrianos” que hay entre nosotros —aunque están errados en su teología teórica acerca de la naturaleza de la relación entre los miembros de la Trinidad— han estado tan libres como sus más ortodoxos hermanos de todo pensamiento desmerecedor de la gloria y divino señorío de Jesús como Creador, Redentor, Salvador y Abogado.

Nuestro pueblo siempre ha creído en la divinidad y preexistencia de Cristo, la mayor parte del cual ha ignorado completamente toda disputa referente a la relación exacta de los miembros de la Divinidad. Tampoco nuestra predicación pública ha discutido la Cristología, sino que ha puesto el énfasis en el mensaje distintivo de la venida del Señor. Sin embargo, tenemos declaraciones de Elena G. de White, por lo menos de las decenas de 1870 y 1880, acerca de la deidad de Cristo, y de su unidad e igualdad con Dios; y a partir de 1890 ella se expresó con creciente frecuencia y positividad en un esfuerzo por corregir ciertas opiniones erróneas sostenidas por algunos —tales como la noción literalita de que Cristo como el “unigénito” Hijo tuvo, en una época remota, un comienzo.

¿Por qué motivo no puso mayor énfasis sobre esto desde el comienzo? Sin duda por la misma razón que aconsejó contra la práctica de seguir una controversia teológica contra respetados pero errados hermanos —en bien de la unidad en las características principales del mensaje del inminente regreso de Cristo, el cual todos ellos se sentían llamados por Dios a proclamar al mundo. Su consejo fué, en resumen:

No importa cuán en lo correcto estemos, no agitemos el tema en este momento porque provocará desunión

Cómo Portarse en la Casa de Dios

No te presentarás tarde a las puertas del templo, porque aunque todavía estén abiertas, tu tardío arribo puede cerrar la puerta de la comunión con Dios en muchos corazones.

II. No profanarás el santo lugar de la oración, yendo a él con un corazón vacío, porque mejor que la plata depositada como una ofrenda, es el dorado anhelo por la santidad traído por el alma.

III. No llevarás por sus atrios los cuidados del mundo, ni sus ambiciones egoístas, ni sus vanidades triviales; entra como discípulo de Jesús en busca de la gracia y la misericordia que limpia de toda injusticia.

IV. No imitarás a los que buscan a Dios con vestidos inconvenientes que oscurecen la visión, o con maneras poco devotas que destruyen la paz de los creyentes.

V. Adorarás a Dios, no de una manera triste, sino con espíritu gozoso, haciendo énfasis no en las tormentas y en las sombras, sino manifestando la paz y la gloria que vienen de lo alto.

VI. Traerás al santuario un corazón lleno de penitencia y de piedad y una mente abierta reverente y pronta para ser enseñada, a fin de que la iglesia pueda proveer el vigorizante ambiente de la alimentación espiritual.

VII. Te acordarás siempre de que eres un hijo de Dios, y así te esforzarás para hacer en cada mirada y cada actitud o ademán, en tu silencio y tus palabras, tal manifestación del espíritu de Dios, que ayude a establecer su reino de amor entre los hombres.

VIII. Participarás de todo corazón en todo el servicio, haciendo que el canto, la lectura y las actitudes de oración conduzcan a la reverencia y la rectitud.

IX. Tú, el ministro, no convertirás el pulpito en una agencia de noticias, ni confundirás al pueblo con boletines perturbadores, ni tolerarás música inapropiada, ni permitirás un coro desordenado; ni distraerás la atención, por una ligereza inconveniente o por un estilo sensacional, del Evangelio eterno de la vida superior.

X. Traerás también a la congregación la sabiduría de la vida, recogida de los vastos campos del estudio y la experiencia, orando de tal modo que todos puedan sentir la presencia de Dios, y predicando de tal manera que cada uno salga con una mente más sabia, con un corazón más ardiente, con una conciencia más clara y una voluntad más fuerte para servir a Dios (J. H. Crooker, en El Pastor Evangélico, enero-marzo de 1958)