La organización de la Curia significa que el Vaticano se está apartando de la colegialidad

Pocos meses atrás, en otro intento de poner por obra los lineamientos del Concilio Vaticano II, el Papa Paulo VI nombró a treinta nuevos cardenales elevando su número en el Colegio de Cardenales a la cifra nunca alcanzada de 145. Los nuevos nombramientos fueron parte de su plan de reforma de la Curia Romana, el gobierno central de la Iglesia Católica. Tales nombramientos fueron ansiosamente deseados y aguardados por muchos, especialmente por los que esperaban que esos dignatarios abrieran nuevos canales de comunicación entre los diferentes segmentos del mundo católico. También se pensaba que contribuirían a solucionar con éxito el problema de relaciones que se plantea entre la supremacía papal y la corresponsabilidad episcopal, permitiendo a los obispos católicos desempeñar un papel más representativo en la elaboración de la política de la iglesia. No obstante, pueden señalarse ciertos síntomas que indicarían que las reformas del papa apuntan más bien a una reorganización de la Curia con el fin de lograr una mayor eficiencia en el desempeño de sus tareas, que a un cambio hacia el gobierno colegiado.

El desarrollo de la maquinaria

Pocos cuestionarían la necesidad de reorganizar la Curia. Designada para ayudar al papa en la administración de la Iglesia Católica, está formada por cierto número de cuerpos administrativos, legislativos y judiciales, mediante los cuales se atienden muchos asuntos de gobierno de la Iglesia. Los más importantes de éstos son las catorce “congregaciones romanas’’, comisiones presididas por un cardenal o por el mismo papa.

Dicha maquinaria no evolucionó a partir de algún principio general, sino empíricamente, en una forma caprichosa y antojadiza, a través de una larga serie de definiciones, adiciones, combinaciones y cambios. La mayor parte de su desarrollo data del período que media entre los siglos XI y XVI. En lo que respecta a los cardenales, que forman un cuerpo especial de consejeros del papa y son elegidos por él, no eran “príncipes de la Iglesia” cuando su oficio fue concebido originalmente, sino, en el sentido literal de la palabra, “goznes” alrededor de los cuales giraba la administración de la Iglesia, así como la puerta gira en torno de los suyos. Desde entonces su poder ha aumentado extraordinariamente, al punto que la Curia ha llegado a ser una de las instituciones humanas más duramente censuradas.

Siempre ha resultado fácil encontrar motivos para detestarla. Se ha considerado que se apartaba por completo de la experiencia pastoral práctica. Se dijo que era arrogante, demasiado italiana y oficiosa. La necesidad de reforma llegó a tal punto en ocasión del Concilio Vaticano II que ya no pudo ser postergada por más tiempo. Además, el simple hecho de que obispos de todas partes del mundo se reunieran en Roma por más de cuatro años puso en tela de juicio el concepto piramidal y jurídico de la Iglesia Católica, destacando su carácter colegiado. El mismo concepto del gobierno de la iglesia estaba en juego. Paulo VI expresó su deseo de evaluar la situación y reformar la Curia.

Cambios introducidos por Paulo VI

Para comenzar, se cambiaron unos cuantos nombres. El Santo Oficio procuró borrar el recuerdo de su vinculación con la Inquisición mediante el cambio de su nombre por el de Sagrada Congregación de la Doctrina de la Fe. La poderosa Congregación de Propaganda, al notar que “propaganda” era una palabra indecorosa, cambió su nombre por el de Sagrada Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Siguieron otras reformas semejantes. Los cardenales de más de ochenta años fueron eliminados como electores de un nuevo papa. En lugar del latín, anteriormente exigido en toda correspondencia. podría usarse cualquier lengua ampliamente difundida. La Cancillería Apostólica, y una cantidad de otras anticuadas oficinas del Vaticano, fueron eliminadas, y sus funciones fueron transferidas a otros departamentos.

El cambio más audaz de Paulo VI ocurrió en agosto de 1967. Cuatro años después de ocupar el cargo dejado vacante por Juan XXIII, ordenó una de las transformaciones más arrolladoras en la administración de la Iglesia Católica que haya hecho papa alguno. Se produjo en un momento cuando los círculos romanos mejor informados ya daban por perdidas sus esperanzas en vista de la solidez de las estructuras centrales de su Iglesia. Con la Constitución Apostólica “Regimini Ecclesiae Universae”, publicada el 15 de agosto de 1967 [1], se le dio una nueva estructura a la Curia Romana. El documento papal no sólo satisfacía una de las demandas más insistentes del Concilio Vaticano II, sino que también significaba el cumplimiento de la promesa que Paulo VI había hecho a cardenales, prelados y funcionarios de la Curia cuando, a tres meses de su elección, en el curso de una alocución ofrecida el 21 de septiembre de 1963, los dejó pasmados al decir: “No solamente es fácil prever que deben introducirse ciertas reformas en la Curia Romana, sino que éstas son sumamente deseables”.

La nueva reglamentación dio fin al dominio de una pequeña camarilla de ancianos prelados italianos que permanecían de por vida en las esferas del poder, y consideraban sus decisiones como si hubieran sido hechas por el mismo papa. La reglamentación establece claramente la línea de separación que debe existir entre la propia autoridad riel papa y los actos de la Curia, y define dónde termina la ejecución legítima de una orden superior, y dónde comienzan las iniciativas sin respaldo de los diversos funcionarios. El decreto insiste, también, en que los futuros miembros de la Congregación deben tener cierta experiencia pastoral y deben proceder de todas partes del mundo. De ese modo la Curia, que hasta entonces se hallaba dominada por los cardenales, abrió sus puertas a los obispos no residentes en Roma. Además, un eslabón nuevo y más directo entre el gobierno central de la iglesia y las conferencias episcopales tomó el lugar de las antiguas relaciones burocráticas y los intermitentes intercambios de otros tiempos.

No obstante, lo que ha minado más que ninguna otra cosa el sentido de superioridad y perpetua estabilidad que por muchas centurias convirtió al papa en un rey y a la Curia en el gobierno efectivo de la Iglesia Católica, es la especificación papal de que los prefectos cardenalicios, miembros de los departamentos —sean cardenales u obispos— secretarios y consultores “no podrán permanecer en su puesto por más de cinco años”. El papa queda libre de separarlos o confirmarlos en su oficio al término de los cinco años. Cuando muere el papa, sin embargo, todos ellos cesan automáticamente en sus funciones [2], dejando así libre a su sucesor de formar el equipo que crea mejor para llevar adelante su programa.

El principio de que todos los cargos son renovables cada cinco años y caducan automáticamente cuando mucre el papa, sin duda cobrará una considerable significación. Puede marcar el fin del sistema que por siglos ha permitido a algunos clérigos hacer de la Curia su carrera de toda la vida.

Internacionalización de la Curia

El paso más significativo de la reforma del papa Paulo parece ser, sin embargo, la “internacionalización” de la Curia Romana. En 1961, por ejemplo, esta contaba con 1.322 miembros, de los cuales el 56% eran italianos. Hacia 1970, la Curia había aumentado sus miembros a 2.260, de los cuales el 62% eran no italianos. En ese periodo de diez años, las proporciones se habían invertido. La repentina designación de treinta nuevos cardenales el 2 de febrero de 1973, por parte del papa Paulo, subraya esta tendencia. No solamente aumentó el número de miembros del Colegio de Cardenales a 145, sino que también incluyó a algunos que fueron los primeros de sus países: El primer polinesio, el primero de Kenya y el primero de la República del Congo. De los 145 miembros conocidos del Colegio, 85 provienen de Europa. De ese número, 41, es decir, menos del 25%, eran italianos. Había veinte cardenales de América Latina y q lince de América del Norte. Asia tenía doce, África nueve y Oceanía cuatro.

Pero la internacionalización no ha dado todo el resultado que se esperaba. Los hechos han demostrado que el mero incremento del número de “extranjeros” en la Curia no ha resuelto el problema de su universalización. En la mayoría de los casos el poder de asimilación de Roma es tan grande, que los americanos y otros extranjeros llegan a ser “más romanos que los romanos”. Otros, que emprenden sus tareas con buenas intenciones y un espíritu receptivo, a la vez que con una flagrante ignorancia de las costumbres romanas, sencillamente son ignorados por el grupo local. Por otra parte, su influencia como grupo es débil, porque no actúan en forma concertada.

Es evidente que la simple aplicación mecánica del criterio internacionalista puede ser inútil y aun perjudicial si no hay al mismo tiempo un diálogo auténtico entre la poderosa burocracia de la Iglesia Católica y las iglesias locales. El problema es más bien de estructura que de nacionalidad. Lo que se necesita es una reforma de la Curia basada en nuevas relaciones entre el episcopado católico y los órganos gubernamentales de la iglesia, tal como fuera sugerido por el Concilio Vaticano II.

¿Ha cambiado la Curia después de seis años de que Paulo VI inaugurara su plan de reforma? El sentimiento general es que la Curia funciona mejor. Ha llegado a ser más representativa internacionalmente, y ha habido un aumento del personal competente en sus altas y bajas esferas. Ha habido también un incremento de la obra pastoral; hay una mayor coordinación entre las diversas congregaciones y otras oficinas; y hay mejores relaciones con las jerarquías locales en todo el mundo.

Centralización en aumento

Paradójicamente, no obstante, uno de los resultados de la reforma ha sido la concentración del poder en las manos de un hombre: el arzobispo Giovanni Benelli. Desde la reforma introducida por Paulo VI, todas las líneas de autoridad en la Curia convergen en la Secretaría de Estado, la cual, en cierto sentido, es la oficina privada del papa. Está dirigida por un francés, el cardenal Jean Villot. Como secretario de estado del Vaticano, podría comparárselo a un primer ministro. Sin embargo, probablemente sea mayor la influencia del arzobispo Benelli, cuyo título oficial es engañosamente modesto. Se lo llama sustituo, es decir, sustituto o delegado del cardenal secretario de estado. Efectivamente, este prelado italiano de 52 años es responsable de los movimientos de toda la compleja maquinaria de la Curia en armonía con pautas consistentes y coherentes. Esta parecería ser una idea razonable en cuanto a definir áreas de competencia y evitar duplicación de trabajos. Pero el resultado final ha sido transformar la coordinación en control. Todo pasa por la oficina de este eficientísimo administrador. Nadie duda, en Roma, acerca del creciente poder de Monseñor Benelli, el consejero más cercano al pontífice y de su mayor confianza.

Sin lugar a dudas, Paulo VI fue el primer papa en la historia del catolicismo romano que acometió una reforma general de la Curia Romana. Con todo, por muy trascendental que pueda ser su decisión, el resultado final ha consistido en la reorganización de la Curia —una revolución administrativa—, en lugar de favorecer la transformación estructural implícita en la relación más íntima de los obispos con el papa a fin de determinar la política a seguir por la Iglesia Católica.

El futuro de la colegialidad

Los católicos que creen que la iglesia es una familia de iglesias locales que están con el obispo de Roma y bajo su tutela —con el énfasis en la palabra “con” y no en “bajo”— habían esperado que las reformas de Paulo VI, como una aplicación de avanzada del principio de la colegialidad, exigiría la participación de un mayor número de obispos católicos en la Curia en un sistema moderno de gobierno de la iglesia. Pero la reforma de Paulo apunta, de hecho, a coordinar los poderes ejecutivos de la Curia. Difícilmente puede preverse la posibilidad de una colaboración colegiada en relación con la iglesia universal.

La mayoría de los obispos católicos entienden que su autoridad ahora no es mayor de la que tenían al terminar el Concilio Vaticano II. Saben también que por su temperamento el papa prefiere entenderse con un grupo pequeño de personas de su confianza, dejando que éstos traten con prelados que pudieran tener otras opiniones. De aquí que, bajo Paulo VI, la Curia haya venido a ser la mano derecha del papa, su ejecutor en las iglesias locales, un instrumento destinado a asegurar que los lineamientos de gobierno trazados por el papa sean seguidos con toda fidelidad. Este sistema implica un apartamiento de los acuerdos más importantes logrados en el Concilio Vaticano II, especialmente en lo que concierne a la colegialidad y la corresponsabilidad.

Sobre el autor: Profesor del Departamento de Teología de la Universidad Andrews.


Referencias

[1]  No hay que olvidar el Motu Proprio “Pro Comperto Sane”, publicado tres días antes.

[2] Con la excepción del sustituto del secretario papal, quien será responsable del Colegio de Cardenales.