O el valor de las púas espirituales

Es una buena cantidad de dinero —87.420 dólares— que representan el valor de 7.539 libras de plata pura.

Aun cuando Amasias no era tesorero, estaba preocupado por el asunto. “¿Qué, pues, se hará —se lamentó— de los cien talentos que he dado al ejército de Israel?” (2 Crón. 25:9). Amasias era un administrador cuidadoso, un dirigente progresista. Habiendo hecho planes para una cruzada en gran escala, tomó a sueldo a “cien mil hombres valientes” (vers. 6) y les pagó por adelantado cien talentos de plata. Esa suma representaba una gran inversión que menguaba los fondos del presupuesto de Judá para el año, y el rey estaba preocupado poique la tal inversión no fuera en vano.

Cuando había terminado de pagar a los mercenarios de Israel recibió una advertencia de parte de Dios. El profeta le dijo que el Señor no estaba con el ejército de Israel, y que si los soldados de Israel marchaban con los de Judá su bendición no acompañaría a los de Judá. Amasias estaba en un dilema. Conociendo muy bien a sus primos hebreos, sabía que no le devolverían ni un centavo y por lo tanto la pérdida sería total. De ahí que clamara ante el varón de Dios: “¿Qué pues, se hará?” La respuesta fue firme y debiera hallar eco en el alma de todo dirigente de la actualidad: “Jehová puede darte mucho más que esto” (vers. 9). Lo que ante los ojos de Amasias aparecía como algo enorme, era insignificante a la vista de Dios.

Esta tendencia de Amasias, ¿puede constituirse en un juanete que estorbe en el pie del progreso denominacional?  Porque nos encandilamos con las chispas de nuestras “brillantes” actividades, ¿nuestra visión ha llegado a ser tan disminuida y miope que no podemos ve: lo “mucho más” que el Señor quiere darnos? Ya lo advertía la mensajera del Señor: “En la medida en que la iglesia esté satisfecha [y ocupada] con pequeñeces, se halla descalificada para recibir las grandes cosas de Dios” (Review and Herald, 15-11-1892).

¿ESTAMOS SATISFECHOS?

El peligro se torna más insidioso y mortal debido a la natural inclinación de la naturaleza caída del hombre. “La mente aprende naturalmente a satisfacerse con lo que exige menos atención y esfuerzo, y a contentarse con algo barato e inferior” (SDA Bíble Commentary, com. de E. G. de White, Prov. 22:29). Aquí la inspiración nos amonesta contra el sentimiento de satisfacción, contentamiento o logro. Los que piensan que han llegado a la cumbre y se aprestan a “aterrizar” allí, en realidad apenas han comenzado el vuelo.

Consciente de la natural inclinación del hombre hacia la ley del menor esfuerzo, G. Whitefield oró: “Amado Señor, cuando me veas en peligro de anidarme, [sentándome satisfecho sobre los miserables huevecillos del statu quo] misericordiosamente —con tierna compasión-pon una espina en mi nido para que pueda evitarlo” (C. William Fisher, Dorit Park Here, pág. 70). No importa que en nuestra actual situación en el servicio de Dios el “peligro de anidarse” sea el mayor de los peligros. Necesitamos orar fervorosamente por las espinas bienhechoras —púas espirituales que nos hagan levantar de nuestra complacencia.

No hace mucho en una junta de Junta Unión del Congo los directores del Departamento de Publicaciones estaban discutiendo el mejor nombre que en la lengua suahili designara a un dirigente de colportaje. Algunos sugirieron el nombre que comúnmente se aplica a los inspectores —Msimamizi— o sea uno que supervisa, que está sobre. Conociendo que esta palabra es un derivado de kusimama, que significa “detener”, o “parar”, inmediatamente nos opusimos a la sugerencia. ¡No deseábamos que la obra de publicaciones tuviera nada que ver con algo que sonara a “detención” o “parada”! Entonces alguien sugirió la palabra Mwendeshaji. Esta era mejor. Derivaba del verbo kuwenda, que significa “marchar”, y significaba literalmente “uno que hace marchar las cosas”. Desafortunadamente, en casi cada fase del programa de la iglesia de Dios hay muchos del tipo Msimamizi. Cuando han llegado a cierto punto, se hallan satisfechos de supervisar lo poco que han logrado. La necesidad de la hora reclama más hombres del tipo Mwendeshaji —líderes que nunca están satisfechos y que crean de corazón que el Señor puede darles “mucho más que esto”.

FRENTE A LA EMPRESA DE POMPAS FÚNEBRES

Esta convicción, la de que siempre existe un camino mejor, explica por qué Carlos Kettering, el gran genio del automotor, inventó el arranque automático y tantas otras mejoras del automóvil moderno. Expresa él su filosofía de un modo tal que no puede ser mal entendida: “El cambio parece lento, pero es tan rápido que ninguna gran compañía manufacturera, aunque parezca próspera, que continúe haciendo las cosas como hasta aquí, dejará de tener problemas a corto plazo…. Ningún negocio, de cualquier clase que sea, puede mantenerse indefinidamente haciendo las cosas como las está haciendo ahora. Debe cambiar o desaparecer. Y esto se aplica de un modo general también a los individuos… Si usted se niega a cambiar, si usted se sienta y descansa, el mejor lugar donde puede sentarse es frente a la empresa de pompas fúnebres” (Id., pág. 68). Y así sucede en el servicio de Dios o en la vida; no hay ocasión para que nos dispongamos a “aterrizar”. Debemos mantenernos ascendiendo o, como un avión con el acelerador a medio cerrar, en posición de descenso, comenzaremos a perder altitud. Debe haber un constante despliegue de las alas hacia los picos más altos, hacia lo mucho más, hacia lo mejor o mucho más grande o se producirá la gradual y a veces imperceptible pérdida de altura hasta que hayamos anidado abajo “en la congregación de los muertos”.

LA ASCENSIÓN DEL KILIMANYARO

Durante cinco días de aventura en la ascensión de los casi 6.000 m hacia la cumbre del Kilimanyaro, el más alto del África, los cuatro misioneros que participábamos sentimos otra vez algunas de las grandes lecciones de la vida que tiene una ascensión. La mayor parte del primer día marchamos por senderos oscuros y enmarañados a través de una jungla casi impenetrable, conocida sólo en las laderas de las montañas volcánicas de la región ecuatorial. Durante la primera noche, en la choza de Pedro, comenzamos a sentir los efectos nauseabundos de la falta de oxígeno. El siguiente día cruzamos un terreno rocoso y estéril hasta la cabaña de Kibo, situada a más de 4.500 m. Allí el aire era tan enrarecido que nuestro corazón trabajaba a cerca de 130 pulsaciones por minuto. Con el corazón latiendo al doble, la choza primitiva, las rústicas y duras literas y una temperatura bajísima nos resultó prácticamente imposible dormir. Durante esas horas desdichadas tuve tiempo de reflexionar acerca del oficio de escalar montañas. Acordándome de los datos estadísticos —de que dos de cada tres que lo intentaban fracasaban en alcanzar la esquiva cima del Kilimanyaro— escuché en mi interior voces que aconsejaban y disputaban: “¿Qué habrás ganado con llegar a la cima? ¿Vale la pena que arriesgues tu salud?”

Pero había allí una púa espiritual que insistía. “¡No te detengas! ¡Sé hombre! ¡Sigue ascendiendo!”

A las dos de la madrugada salimos penosamente de Kibo para comenzar aquel terriblemente frío y final asalto al cráter yermo del monte Kilimanyaro. Pronto estuvimos luchando con las piedras sueltas en un lugar sumamente escarpado. Era un proceso torturante —siete u ocho pasos calculados y luego una jadeante pausa para obtener más oxígeno.

Cinco horas más tarde, precisamente a la salida del sol, dimos los últimos pasos vacilantes, pero triunfantes, hacia la cumbre, ¡hacia el mismo techo del África! Asombrados por las centelleantes formaciones de hielo, contemplamos largamente las glorias del vasto cráter del Kilimanyaro. El sentimiento de alborozo, semejante al que Hillary debe haber sentido en la cima del Everest, más la áspera grandeza de lo que nos rodeaba era una recompensa suficiente por los rigores de la ascensión.

Mientras nuestros guías africanos, con aclamaciones apropiadas, se presentaban con guirnaldas de coloridas siemprevivas —el símbolo que usan para la conquista exitosa— la lección se nos grabó para siempre en el corazón: No habrá coronas para quienes se contenten con quedarse en los llanos de la mediocridad. Los laureles los ganan quienes se mantienen ascendiendo, que arremeten hacia arriba por entre las serpenteantes junglas de la vida hacia la gloria de las alturas mayores.

¿CUÁNDO TERMINA LA VIDA?

El famoso filósofo y educador John Dewey escuchaba pacientemente cierto día la opinión de un joven doctor acerca de la filosofía. “¿Y qué tiene de bueno eso que parece un recurso para buscar renombre?, le espetó. “¿Qué gana con eso?”

Dewey contestó reposadamente: “Lo bueno que tiene es que usted escala montañas”.

“¡Escalar montañas!” bufó el joven, con cierta ironía. “¿Y cuál es el objeto de hacer eso?”

Dewey lo miró a los ojos, puso su mano sobre la rodilla del joven y le dijo: “¡Cuando usted escala una montaña ve otras montañas para escalar! Y, mi joven amigo, cuando usted no se interesa más en escalar montañas para encontrar otras montañas que escalar, la vida ha terminado!” Con seguridad los dirigentes del pueblo de Dios cuyos ideales son “más elevados que el más elevado pensamiento humano” debieran ser los más interesados en ascender y mirar adelante hacia los más elevados picos de los logros y las bendiciones de Dios.

“EL MILLONARIO DEL CONGO”

Ese fue el espíritu que el director de publicaciones J. T. Knopper trajo de Holanda cuando aceptó nuestro llamado para trabajar en el Congo. Fue uno de los primeros misioneros que entraron luego de que los encuentros entre las fuerzas de la ONU y las katanguesas casi habían destruido la oficina de la unión en Elsabethville. Al encontrar la oficina hecha una carnicería, los archivos destruidos, los colportores dispersos y agotada la provisión de libros, con toda propiedad podría haberse excusado y quejado como Amasias. Pero pensó únicamente en lo “mucho más” de las posibilidades y al poco tiempo comenzó a enviarnos informes de las ventas en el Congo.

Luego de dos años de un casi milagroso progreso y cuando pensábamos que ya había alcanzado la cima —todo lo que podía esperarse debido a las circunstancias cambiantes— nos hizo llegar este breve mensaje: “Aquí en el Congo hay muchas nubes oscuras que nos impiden ver los picos más altos de las montañas. Pero sabemos que las cumbres están allí y estamos decididos, con la ayuda de Dios, a mantenernos ascendiendo a través de las nubes hacia esos elevados logros”. Así, con intrepidez y arrostrando problemas agobiadores, este arrojado líder exhortó a sus hombres a ascender a las alturas invisibles. Durante el año que siguió, las ventas del Congo ascendieron a millones de francos, y el aumento fue tan grande que apodamos al pastor Knopper “el millonario del Congo”.

El Maestro mismo fijó el curso a seguir durante su ministerio terrenal: “Pasó días de rudo trabajo y noches enteras pidiendo a Dios gracia y fuerza para realizar una obra mayor” (El Ministerio de Curación, pág. 400; la cursiva no está en el original). Sugiere que nuestra oración diaria debiera ser: “Enséñame a hacer mejor mi trabajo” (Id., pág. 376; la cursiva no está en el original).

Hermanos, siempre habrá nubes y problemas y a veces, como le sucedió a Amasias, pérdidas e inversiones improductivas. Pero Dios nos ayude a alzar los ojos hacia los más altos picos que él quiere que escalemos. Ojalá nunca estemos satisfechos, sino que confiemos en que si el Señor nos ha dado cien en lo pasado, puede darnos miles o millones en lo futuro. La promesa es segura: “Jehová puede darte mucho más que esto”.