Reflexiones sobre el equilibrio entre el ministerio y la relación con los hijos.

Crecí en un hogar adventista. Me enseñaron a ir a la iglesia, respetar la hora del culto y oír atentamente al predicador. Como si eso no fuera suficiente, soy hijo y nieto de pastores. Desde chico, las personas esperaban que me sentara en el primer banco para ver a mi papá predicar y que comprendiera completamente el sermón, recordando todos los puntos y datos.

A mis seis años, lo invitaron a asumir una posición de gran importancia y visibilidad, y mi vida cambió completamente. De repente, vi a mi padre ausentarse de casa cerca del 75 % del año, mientras lidiaba con temas muy complejos. Y yo, todavía un niño, tuve la oportunidad de oír a varios de los grandes predicadores de la Iglesia Adventista. Sin embargo, la mayoría de las oportunidades no lograba entender quiénes eran, y mucho menos su mensaje, lo que varias veces se me exigía.

Así, crecí sin demostrar mucho interés en seguir la vocación ministerial. Durante años, pensé en romper el linaje pastoral de la familia. Por eso, no me interesaba mucho por las cuestiones básicas del ministerio. No fui un ávido lector ni un niño predicador. De todos modos, nunca perdí el interés por la iglesia o sus actividades. Crecí oyendo sobre grandes y complicados conceptos teológicos y problemas éticos y organizacionales difíciles, entre otras cuestiones delicadas, sin recibir una base para entenderlos. A fin de cuentas, no eran temas simples como para que pudiera entenderlos un niño.

Sin embargo, en 2017, en el interior del Amazonas, Dios cambió mi percepción sobre el futuro profesional. Él me mostró que no era su voluntad que lo sirviera detrás de la lente de una cámara, que era mi pasión, sino detrás de un púlpito, que hasta entonces no era mi foco. Pronto comenzaron a surgir las oportunidades para recorrer mi propio camino rumbo al ministerio. Y, finalmente, después de almacenar conocimientos y experiencias de otras personas por varios años, tuve mi primera oportunidad de predicar. En ese momento, me di cuenta de que no sabía nada de lo básico. Así que, empecé un viaje de crecimiento que se vuelve más y más emocionante a medida que avanzo.

Este es un pequeño resumen de mi llamado al ministerio. Al contrario de lo que algunos puedan imaginar, ser pastor no fue mi sueño de la infancia, aunque el ambiente de mi casa siempre haya sido propicio para la edificación de la fe.

Mantener un ambiente favorable para el desarrollo de la fe es un gran desafío en muchos hogares pastorales. Matt McCullough presenta dos peligros que se relacionan específicamente con los hijos del pastor. En primer lugar, “necesitamos evitar tratar a la iglesia como un trabajo sin vinculación con nuestra vida personal”, afirma. Por eso, “si queremos que nuestros hijos amen a la iglesia, necesitamos mostrarles que, de hecho, amamos a la iglesia. Creemos que vale la pena invertir toda nuestra vida en ella”.[1]

“Por otro lado, necesitamos evitar dejar que las cargas del ministerio se infiltren en el tiempo y en la atención que merece la familia. […] Debemos proteger nuestra relación con nuestros hijos en relación con la iglesia, eliminando obstáculos innecesarios que pueden hacer que la iglesia sea más difícil de amar de lo que debería ser”.[2]

Es difícil alcanzar este equilibro y ha traído problemas a muchas familias. Por eso, es necesario reflexionar sobre cómo es posible conciliar el trabajo por la iglesia y la relación con los hijos sin perjudicar a ninguno de los dos. A partir de mi percepción como hijo de pastor, me gustaría presentar algunas consideraciones sobre el tema.

Participación

El primer paso para ayudar a los hijos a amar a la iglesia es mostrarles tu amor por ella. Esto no es siempre fácil; a fin de cuentas, la iglesia está compuesta por personas imperfectas que, algunas veces, prueban nuestra capacidad de amar. Sin embargo, la mayoría de los miembros tienen consideración por su pastor. Por eso, deja que tus hijos participen de la cotidianidad del ministerio y que vean las alegrías y las tristezas que conlleva tu dedicación al trabajo pastoral.

Recuerda que, más que una profesión normal, el ministerio es una vocación que demanda que el pastor se entregue en el servicio en favor de las personas. Permite que tus hijos te vean y entiendan tu amor sacrificial por ellas.

Otro punto importante es involucrarlos personalmente en el estudio de la Biblia. Ellos están acostumbrados a oír a sus padres predicar y, aunque los sermones tengan su importancia en la edificación espiritual, son insuficientes. Los hijos de pastor necesitan conocer los fundamentos de la fe por sí mismos. Para que esto ocurra, dedica tiempo para enseñar la Palabra de Dios a tus hijos en casa, y también por medio de estudios bíblicos ministrados a otras personas.

Desgraciadamente, muchos creen que los hijos de pastor conocen naturalmente las doctrinas bíblicas y están aptos para compartirlas con todos a su alrededor. Sin embargo, esa no es la realidad. Los hijos de pastor son niños y adolescentes normales; es probable que, si no se les enseña, no sabrán explicar correctamente la razón de sus creencias. Por eso, estudia la Biblia a diario con tus hijos, intégralos en actividades de enseñanza de la Palabra y ayúdalos a aplicar el conocimiento de las Escrituras a la vida diaria.

Protección

Involucrar a los hijos en el ministerio es algo muy importante. Sin embargo, es necesario proteger las relaciones familiares. El pastor debe tener cuidado en no permitir que las responsabilidades del trabajo controlen su vida. Cuando los hijos del pastor perciben que el ministerio compite con ellos por el tiempo y el afecto de su padre, sienten más dificultades para amar a la iglesia. Esta nunca puede estar por encima de la familia pastoral. Por otro lado, cuando los hijos notan que el padre prioriza los lazos familiares, aceptan con más facilidad los momentos en los que él no puede estar en casa a causa del trabajo.

Entonces, ¿qué puede hacer el pastor para proteger a su familia y ejercer bien su ministerio? Las sugerencias que están a continuación pueden ser útiles para ayudarte a lograr este equilibrio.[3]

Ten un día libre: Intenta dejar ese día lo más libre posible, a fin de que tus hijos y tú estén juntos. Resiste el deseo de pensar en ese día como una oportunidad para descansar del trabajo a solas, por más que lo necesites. Recuerda que esa es una oportunidad para pasar tiempo de calidad con la familia. Invertir en esos momentos te ayudará a suavizar las ocasiones en las que tengas que estar lejos de ella.

Aprende a administrar los imprevistos: Cuando el trabajo entra en conflicto con tu momento familiar, informa con rapidez y claridad lo que está ocurriendo. No permitas que tus hijos piensen que son el motivo de tu rostro preocupado cuando los problemas son del trabajo. Diles cuándo estás trabajando y cuándo estás disponible para ellos.

No cumplas tus tareas en momentos dedicados a la familia: La cantidad diaria de información que recibimos en nuestros dispositivos electrónicos a diario es absurda. Por eso, evita quedar pegado a tu celular en tu momento libre. Ponlo de lado y aprovecha el momento. No dejes que la tecnología robe el tiempo dedicado especialmente a tu familia.

Intercesión

En última instancia, una de las principales actitudes que un pastor debe tener para ayudar a sus hijos es amar a la iglesia, y orar por ellos. No los fuerces. Todo lo que viene impuesto no es genuino y dura poco. Llega un momento en la vida de los hijos del pastor en el que ellos deben dejar de depender de la fe de sus padres y comenzar a tener un compromiso con Dios y la iglesia a partir de sus propias convicciones. Esa transición refleja la obra del Espíritu Santo en la vida de los hijos; por eso, “el bien más fundamental que debemos hacer por nuestros hijos, si queremos verlos amar a la iglesia, es orar por ellos”.[4]

Recuerda que los hijos de hoy serán los líderes del mañana. Considera este consejo importante que Elena de White les dio a los hijos de pastor: “Resplandece sobre nosotros una luz mayor que la que iluminó a nuestros padres. No podemos ser aceptados ni honrados por Dios prestando el mismo servicio o haciendo las mismas obras que nuestros padres. Para ser aceptados y bendecidos por Dios, como lo fueron ellos, debemos imitar su fidelidad y celo, mejorar nuestra luz, así como ellos mejoraron la suya, y obrar como ellos habrían obrado si hubiesen vivido en nuestros días. Debemos andar en la luz que resplandece sobre nosotros. De otra manera esa luz se trocará en tinieblas”.[5]

Soy hijo de pastor y, en mi trayecto de aprendizaje, me han impresionado los siguientes versículos del Salmo 22: “Pero tú me sacaste del vientre materno; me hiciste reposar confiado en el regazo de mi madre. Fui puesto a tu cuidado desde antes de nacer; desde el vientre de mi madre mi Dios eres tú. […] Proclamaré tu nombre a mis hermanos; en medio de la congregación te alabaré” (Sal. 22:9, 10, 22, NVI).

Este texto es muy especial, pues responde algunas preguntas existenciales. Estamos aquí por voluntad de Dios. Tenemos que hacer una obra: dar testimonio a nuestros hermanos, sean de sangre o no. Y, finalmente, tenemos que dejar un legado: “La posteridad le servirá; del Señor se hablará a las generaciones futuras. A un pueblo que aún no ha nacido se le dirá que Dios hizo justicia” (Sal. 22:30, 31, NVI).

Como hijos de pastor, tenemos muchas responsabilidades. Sin embargo, la más grande es mantener la llama del evangelio encendida para las próximas generaciones. Ese es nuestro llamado. Por lo tanto, ya sea que tus hijos deseen seguir la vocación ministerial o no, la responsabilidad de seguir predicando el evangelio del pronto regreso de Jesús debe continuar. ¿Qué tal invertir tiempo para mostrar a tus hijos cómo los amas y el legado de fe que deseas pasar por su intermedio?

Sobre el autor: estudiante de Teología en el Instituto Adventista Paranaense, Brasil.


Referencias

[1] Matt McCullough, “Como Criar Meus Filhos Para Amarem a Igreja”, en Collin Hansen y Jeff Robinson (eds.), 15 Coisas que o Seminário não Pôde me Ensinar (San Pablo: Vida Nova, 2020), p. 72.

[2] Ibíd., p. 72.

[3] Ibíd., pp. 76-78.

[4] Ibíd., p. 79.

[5] Elena de White, Testimonios para la iglesia (Asociación Publicadora Interamericana, 2003), t. 1, p. 238.