Pasos esenciales para el éxito en el ministerio

El segundo elemento esencial para el éxito en el ministerio evangélico, según está expresado en la declaración que sirve de base a esta serie de artículos, es la consagración. Esta es necesaria si queremos emplear debidamente el conocimiento obtenido en los libros. La información, o conocimiento, puede ser peligrosa si no está bajo el control de un carácter santificado. Por esta razón la edificación del carácter es el elemento más vital en el programa educacional.

La necesidad de consagración para utilizar debidamente la preparación escolástica está bien definida en la siguiente declaración: “El tiempo exige más capacidad y una consagración más profunda… ‘Levanta y envía mensajeros que tengan conciencia de su responsabilidad, mensajeros en quienes la idolatría del yo, fuente de todo pecado, sea crucificada’ ” (Joyas de los Testimonios, tomo 3, pág. 296).

La eficiencia es el resultado de la preparación, educación y adquisición de conocimiento, y esto no es una mera sugerencia, sino una exigencia del tiempo en que vivimos. Pero el aumento de la eficiencia requiere un aumento paralelo de la consagración. En efecto cuanto más grande el conocimiento y la eficiencia, tanto mayor es la exigencia de consagración, sin la cual las realizaciones escolásticas fracasan miserablemente. Ambas deben combinarse y equilibrarse debidamente para realizar el propósito de Dios. Los tres dirigentes más destacados de la historia sagrada fueron Moisés, Daniel y Pablo, y en ellos las cualidades de la eficiencia y la consagración estaban debidamente balanceadas. Poseían la mejor educación que se daba en su tiempo, pero a causa de su consagración estaban libres de egoísmo, o idolatría de sí mismos, que es la raíz de todo mal, y lo que anula las mayores realizaciones escolásticas.

A continuación damos una declaración que destaca la suprema necesidad de esta clase de obreros en estos últimos días: “Los que han confiado en el intelecto, el genio o el talento no estarán entonces a la cabeza de la fila. No se han mantenido al mismo paso que la luz. Los que han demostrado ser infieles entonces no recibirán la responsabilidad de cuidar el rebaño. Pocos hombres participarán en la última obra solemne. Son orgullosos, independientes de Dios, y él no puede utilizarlos” (Testimonies, tomo 5, pág. 80).

Es evidente que esta predicción se cumplirá mayormente durante la lluvia tardía, según se indica claramente en la página 300 de Testimonies to Ministers. En ese pasaje leemos que a menos que ciertos dirigentes “sean despertados al conocimiento de su deber, no reconocerán la obra de Dios cuando se oiga el mensaje en alta voz del tercer ángel. Cuando salga la luz para alumbrar la tierra, en lugar de acudir en ayuda del Señor, querrán trabar su obra para satisfacer sus propias ideas estrechas. Quiero deciros que el Señor trabajará en esta obra final de una manera muy alejada del orden común de las cosas, y de modo contrario a los planes humanos. Entre nosotros siempre habrá quienes deseen controlar la obra de Dios, aun dictar cuáles movimientos deben realizarse cuando la obra adelante bajo la dirección del ángel que se une al tercer ángel en la proclamación del mensaje que ha de darse al mundo. Dios empleará formas y medios por los cuales se verá que él está tomando las riendas en sus propias manos. Los obreros se sorprenderán al ver los medios sencillos que él utilizará para realizar y perfeccionar su obra de justicia”. La eficiencia será el instrumento de la consagración en aquellos que el Señor utilice para “terminar la obra y abreviarla en justicia”.

Consagrar significa hacer o declarar sagrado o santo; poner aparte, dedicar a un uso sagrado. El Señor bendijo y santificó el sábado cuando lo instituyó en la creación, y así lo hizo diferente de los demás días de la semana. Asimismo, el creyente consagrado es diferente de sus compañeros. Es apartado para un servicio sagrado. Obedece el consejo dado en Hebreos 12:14: “Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor”. Este es un requisito absolutamente esencial en un ministro: debe ser un “santo hombre de Dios”.

En tanto que la justificación es la obra de un momento, la santificación, o consagración, es un crecimiento espiritual y la obra gradual que dura toda la vicia. Comenzando con el nacimiento espiritual, pasamos por etapas de desarrollo espiritual hasta que llegamos a ser “un varón perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo”. El apóstol vuelve a describir este procedimiento de esta manera: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma semejanza, como por el Espíritu del Señor” (2 Cor. 3:18).

Debemos luchar por la santidad, o consagración, porque sin ella “nadie verá al Señor”. Jesús destacó este pensamiento cuando dijo: “Bienaventurados los de limpio corazón: porque ellos verán a Dios”. Otra razón importante para alcanzar la santidad se da en 1 Pedro 1:15, 16: “Sino como aquel que os ha llamado es santo, sed también vosotros santos en toda conversación: porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo”. La Versión Moderna dice: “Sed también vosotros santos, en toda vuestra manera de vivir”. Pablo, en su consejo a Timoteo, dijo: “Es pues necesario que el obispo [ministro] sea irreprensible” (1 Tim. 3:2, VM).

Solamente una vida de pureza y devoción a la causa de Dios puede conducir al éxito al ministro. Estas cualidades inspirarán fe y confianza no sólo en el predicador sino también en la causa que promueve. Tennyson puso las siguientes palabras en boca de Sir Galahad: “Mi fortaleza es como la fortaleza de diez, porque mi corazón es puro”. Un miembro de la corte de Francia le dijo a un capellán: “Señor, vuestros sermones me aterrorizan, pero vuestra vida me tranquiliza”. La confianza se edifica sobre el carácter, y es la mayor posesión del ministro. Los miembros que tengan una confianza implícita en sus dirigentes espirituales recorrerán la segunda milla y aun irán más allá de lo que requiere el deber en servicio y sacrificio.

En el libro Preaching Without Notes (Predicando sin apuntes), Clarence Macartney dice: “A la mano derecha de cada joven ministro… está el adversario, listo para acusarlo, para manchar su consagración, separarlo de su carácter, despojarlo de su entusiasmo, y apagar la luz de la fe… Asimismo cada evasión del deber, cada complacencia del yo, cada transigencia con el mal, cada pensamiento indigno, palabra o acción, estarán ahí, junto al púlpito, para enfrentarse con el ministro el domingo por la mañana, para quitar la luz de sus ojos, la fuerza de su golpe, el sonido de su voz, y el gozo de su corazón” (págs. 177, 178). En otras palabras, la vida que el ministro lleva durante la semana lo acompaña en el pulpito el sábado por la mañana para reforzar o empobrecer su mensaje.

El consejo de Pablo: “Apartaos de toda especie de mal”, es especialmente oportuno para los ministros que viven en esta época de sospecha y chismorreo, cuando igualmente como en los días de Noé “todo designio de los pensamientos del corazón de ellos [de los hombres] era de continuo solamente el mal”. Hablando de la moral del ministro, Raymond Calkins dice:

“Que el ministro yerre aun en un grado menor en tales asuntos y su carrera quedará automática y definidamente terminada. Debe adquirir y mantener la reputación de una vida absolutamente limpia e incorruptible. Aun la sospecha respecto de ello es fatal. Lo que se perdona sin dificultad en otros no se olvida ni se perdona en él… Debe evitar en cada detalle de la vida la menor insinuación al escándalo. Un escándalo ministerial es una cosa tan rara que constituye una noticia de primera página… La totalidad del pueblo piensa que sus ministros, y tiene derecho de pensarlo, son incapaces de realizar cualquier forma de conducta inmoral. En eso radica la dignidad esencial del ministerio. Manos limpias, labios rectos, y un corazón puro. Estas entonces son las características visibles del hombre de Dios” (The Romance of the Ministry, págs. 36-38).

En un servicio de ordenación al ministerio evangélico, el Dr. William Barton dijo a los candidatos: “Lo que esta ordenación está por hacer en vuestro favor aumenta considerablemente vuestra capacidad para el mal. Ayer como miembros laicos, pudisteis cometer cualquier pecado posible y ser encarcelados por ello, y no se os habría prestado mucha atención. Pero mañana cualquiera de vosotros puede ver aparecer su nombre en la primera página de los diarios de los Estados Unidos. Posiblemente no muchos de vosotros tenéis la habilidad de alcanzar una elevada distinción o de proporcionar un alto honor a la iglesia, pero el menos descollante de vosotros puede llevar vergüenza a toda la iglesia” (Citado en Some to Be Pastors, por Peter Pleune, pág. 152).

Cuán cierto es que el poder de la predicación y del predicador yacen en el fondo de su vida espiritual. No podemos exaltarnos a nosotros y a Jesús al mismo tiempo.

Vamos a terminar con la descripción que el Señor hizo de un sacerdote y ministro del Evangelio genuino, puro y consagrado: “Mi pacto con Leví, dice Jehová de los Ejércitos. Mi pacto con él era vida y paz; y se lo di por su temor con que me temió, y porque ante mi Nombre se llenó de pavor. La ley de verdad estaba en su boca, y la maldad no fué hallada en sus labios; en paz y en rectitud anduvo conmigo, y apartó a muchos de la iniquidad. Porque los labios del sacerdote han de guardar la ciencia, y de sus labios los hombres deben buscar la ley” (Mal. 2:4-7, VM).